El viaje de regreso a Rosings se llevó a cabo en medio de un pesado silencio por parte de todos los que iban en la calesa, excepto su ocupante más noble. Obligada por la historia y la costumbre a guardar silencio dentro de las paredes de la iglesia, su señoría compensó esa imposición de las Escrituras con una interminable sucesión de comentarios sobre los vecinos, sus parientes, sus criados y sus amigos, mientras el coche recorría el camino hasta la mansión. Tanto Fitzwilliam como Darcy se mantuvieron inmóviles y con la mirada fija en el paisaje, durante el largo monólogo de su tía. Darcy le dirigió ocasionalmente unas cuantas miradas a su prima, con la esperanza de descubrir algo acerca de su persona que arrojara una luz sobre lo que la preocupaba. Pero ella también mantuvo la vista fija en el paisaje y las manos hechas un nudo entre los guantes y los hilos de su bolso, y no miró ni una sola vez a Darcy. El ala ancha de su sombrero siguió actuando como un escudo contra las preguntas de su primo. A pesar de lo inquietante que era el comportamiento de la joven, estaba claro que, en aquel momento, Darcy no podría hacer nada al respecto.
Cuando los movimientos expertos del cepillo de Fletcher sobre sus hombros se detuvieron súbitamente, Darcy supo que, de acuerdo con los precisos estándares de su ayuda de cámara, ya estaba listo para abandonar la alcoba y presentarse ante su tía. En lo que concernía a su atuendo, eso era indiscutiblemente cierto. La chaqueta azul y los pantalones a la rodilla color crema de la mañana habían desaparecido y en su lugar Darcy llevaba ahora una sobria pero impecable levita negra, muy ajustada al cuerpo, y unos pantalones largos. Miró su imagen en el espejo, mientras el ayuda de cámara dio un paso atrás esperando su opinión. Luego estiró el cuello hacia arriba y hacia los lados para aflojar el nudo de Fletcher hasta sentirse algo más cómodo. A decir verdad, le había indicado a su criado que seleccionara unos pantalones largos con el propósito expreso de provocar a lady Catherine para que comenzara a moralizar sobre su carencia de modales a la hora de vestirse para una velada y la lamentable informalidad que caracterizaba a los jóvenes en este nuevo siglo. Si estaba molesta con su apariencia era posible que la anciana dama estuviera menos interesada en su conversación, en especial cuando él tuviera oportunidad de acercarse a la humilde invitada del párroco. ¡Pero ahí residía el problema! Su yo exterior estaba bien equipado, preparado para cualquier examen. Pero cuando su mirada comenzó a recorrer la elegante línea de la chaqueta, pasando por el exquisito nudo de la corbata de lazo, hasta llegar a sus ojos, Darcy vio reflejada en ellos toda la expectación del placer y el desafío que seguramente traería la noche. De hecho, aquella expectación corría desbocada por su interior, despertando en todo su cuerpo sensaciones agradables pero caóticas. Cerró los ojos y, comenzando con idiota, se fue insultando mentalmente hasta que el ritmo de su sangre pareció apaciguarse en las venas.
—Señor Darcy, ¿hay algún problema? —preguntó Fletcher en voz baja a su espalda.
—No, estoy satisfecho, Fletcher —le aseguró al ayuda de cámara, mientras abría los ojos y se encontraba, por fortuna, con un reflejo más parecido a él mismo. Aunque le había resultado difícil convocarla, su reserva habitual finalmente había aparecido y había tomado posesión de su persona. Cuánto iba a durar en presencia de Elizabeth era algo en lo que Darcy no deseaba pensar por el momento. Abandonó el espejo y tras sacar su reloj de bolsillo, avanzó hacia la puerta.
—Son las seis, señor —anunció Fletcher. Darcy se volvió a guardar el reloj. Los invitados debían llegar en media hora, lo que le dejaba suficiente tiempo para apaciguar las quejas de lady Catherine e iniciar alguna discusión tranquilizadora y fraternal con Richard. También con Anne, recordó con sentimiento de culpa, aunque sabía que ella no iba a participar en la conversación, pero tal vez si observaba su forma de prestar atención a su charla, Darcy podría detectar algo que arrojara alguna luz sobre sus perturbadores suspiros.
Los criados estaban encendiendo las lámparas del vestíbulo cuando Darcy llegó a las escaleras. Pasaba ya un poco de las seis, calculó. En menos de media hora… No pudo evitar pensar en cómo sería ver a Elizabeth allí, en medio de sus parientes y en los magníficos salones de Rosings. Ella no estaría totalmente en desventaja; por lo que sabía, Elizabeth ya había estado en el salón de Rosings otras dos veces antes, pero el contraste con el ambiente al que ella estaba acostumbrada debía perturbarla. Y si el ambiente no lo hacía, entonces la temeridad de las atrevidas preguntas de lady Catherine y sus categóricas opiniones, sumadas a su rango y posición social, debían reducir la espontaneidad de la muchacha. Darcy trató de imaginarse a Elizabeth, con la mirada fija en el suelo, mientras escuchaba con tranquila deferencia las manifestaciones de su tía; pero ese ejercicio sólo hizo que esbozara una sonrisa. Desde sus conversaciones en Netherfield, él conocía perfectamente la fascinación que Elizabeth sentía por las contradicciones de la naturaleza humana. Y lady Catherine era una extraordinaria fuente de ese tipo de debilidad. ¿Divertiría eso a la señorita Elizabeth Bennet? ¿Se atrevería ella a sostener sus puntos de vista, y si así era, cómo hacía para seguir disfrutando de la buena opinión de su tía? La velada de esa noche prometía ser probablemente la más interesante que hubiese experimentado alguna vez bajo el techo de su tía.