Parte de mi alma… De repente lo asaltaron las palabras de Adán, sus propias palabras, pronunciadas aquella noche hacía tanto tiempo, y su alma, que comprendía lo que su razón no podía entender, se apresuró a abrazar esa otra mitad de sí mismo con un júbilo que le provocó un cierto mareo, sintiéndose tentado a tomarse imperdonables libertades. Darcy quería sonreír, quería reírse a carcajadas, quería tomar la mano de Elizabeth entre las suyas y llevársela a los labios. Deseaba que los dulces sueños en los que ella aparecía, que lo habían atormentado durante el sueño y la vigilia, concluyeran al fin para convertirse en realidad. Sus fantasías cobraron fuerza con vertiginosa velocidad hasta que, durante un instante de terror, Darcy temió haber perdido todo dominio de sí mismo. Se vio con claridad mientras avanzaba hacia ella y la abrazaba sin vacilar, en una unión de cuerpo y alma. Pero —¡por favor, Dios mío!—la verdad es que no se había movido, ¿o sí? Trató de recuperar el control de sus extremidades, pero incluso en ese momento el aroma a lavanda enardeció sus sentidos, mientras sus labios buscaban la suave calidez de la frente de la muchacha y se deleitaban con el íntimo palpitar del corazón de Elizabeth contra el suyo.
La joven hizo una reverencia. Aunque Darcy apenas pudo percibirlo, el gesto de Elizabeth provocó en él la inclinación correspondiente y ese intercambio le produjo una oleada de alivio, al ver que su cuerpo no lo había traicionado y no había hecho nada inapropiado.
—Señorita Elizabeth Bennet —dijo con voz ahogada. Con los labios apretados, Darcy contuvo el aliento mientras levantaba la cabeza para captar las primeras sílabas que ella le dirigiría, pero la muchacha no dijo nada. Fue una reverencia totalmente formal. Notó que los ojos de Elizabeth se posaban sobre él durante un instante, pero no recibió ningún otro saludo antes de que ella se girara para saludar a su primo. Darcy sabía que debía agradecer esa cortesía, porque le había permitido recuperarse. Pero en lugar de eso, experimentó un momento de angustioso pesar. ¿Qué sensación habría experimentado al ver en esos maravillosos ojos una chispa de alegría por su llegada? Darcy miró rápidamente hacia otro lado. La suposición era un ejercicio inútil. Luego se recordó que él estaba allí para cumplir con un acto de mera cortesía, nada más.
—Señora Collins. —Fitzwilliam tomó fácilmente la delantera—. Puedo ver que usted ha trabajado mucho durante el breve período que lleva casada. ¡Hunsford nunca había brillado tanto bajo la administración del reverendo Satherthwaite, se lo aseguro! ¿No estás de acuerdo, Darcy? —Giró la cabeza hacia su primo, mientras le pedía en silencio que entrara en la conversación.
Darcy lo miró con expresión confusa.
—No creo que nunca estuviera… —El rápido gesto de desaprobación de Richard lo hizo detenerse—. Quiero decir que estoy completamente de acuerdo con Fitzwilliam, señora —continuó, dirigiéndose a su anfitriona—. La casa ha mejorado mucho desde que el último párroco de lady Catherine vivió aquí. Especialmente el jardín —añadió con una repentina inspiración. Elizabeth frunció los labios al oír el cumplido. ¿Qué había dicho que pudiera provocar su risa, o acaso era una burla? Darcy recordaba demasiado bien sus duelos de salón como para no reconocer el carácter de la reacción de la muchacha. Pero aparentemente el terreno era más incierto de lo que él se había imaginado.
Fitzwilliam renunció a tratar de involucrar a su primo en la conversación y cambió de tema:
—Hertfordshire es un condado maravilloso, señorita Bennet. Estoy ansioso por saber qué le parece Kent en comparación con Hertfordshire.
Finalmente Elizabeth sonrió.
—Las comparaciones son un asunto difícil, coronel Fitzwilliam. ¿Cómo podría comparar Kent con Hertfordshire? ¿En lo referente a su geografía, a las grandes propiedades, al esplendor de sus paisajes o a la cantidad de aldeas pintorescas? ¿O tal vez lo que usted quiere que yo compare es la caza? —Ah, ahí estaba la Elizabeth que Darcy buscaba, esos ojos brillantes y juguetones. ¡Pero el hecho de que esos ojos brillaran así para su primo le pareció intolerable!
—Puede compararlos como usted quiera, señorita Elizabeth —respondió Fitzwilliam—, porque estoy convencido de que vale la pena oír su opinión en cualquiera de esos aspectos. —Hizo una pausa y después sonrió—. Excepto, si usted me disculpa, en el tema de la caza. Puedo recurrir a Darcy para eso.
—Entonces, ¿usted también «recurre» a él? —preguntó Elizabeth, enarcando ligeramente una ceja. ¡Ahí estaba otra vez! Esa manera casi imperceptible de levantar el hombro, el fugaz hoyuelo de la mejilla—. Pero, claro, tiene usted razón. Yo sólo puedo comparar la caza basándome en lo que he oído; mientras que el señor Darcy puede hacerlo con más autoridad. Su contribución es más importante que la mayoría de los caballeros. —¿Más importante que la mayoría de los caballeros? La frustración de Darcy aumentó.
—Pero eso sólo se debe a las apariencias, señorita Elizabeth. —Fitzwilliam había fruncido ligeramente el entrecejo al oír las palabras de la muchacha, pero ya estaba sonriendo otra vez de modo juguetón—. Cuanto mayor es la posición de un caballero, más autoridad se le atribuye, la posea o no. ¿No le parece que es así? Y los Darcy —añadió sonriendo, en respuesta a la risa de Elizabeth mientras caminaban hacia la ventana— son gente de buena estirpe.
—¿Les gustaría tomar asiento? —La invitación de la señora Collins le recordó a Darcy sus modales. Apartó sus ojos de Elizabeth para dirigir su mirada al rostro sereno y reservado de su anfitriona. Pero incluso mientras asentía en señal de aceptación, no pudo evitar fijarse de nuevo en Elizabeth. La luz que entraba por la ventana le acariciaba el pelo maravillosamente, resaltando sus cálidos matices, mientras iluminaba los delicados mechones de la nuca que habían escapado a las peinetas. Darcy tragó saliva, tratando en vano de calmar las palpitaciones de su sangre al ver a Elizabeth y a su primo conversando con tanta soltura.
—Muchas gracias por elogiar el jardín, señor. —La voz modulada y clara de la señora Collins le recordó que estaba buscando una silla para sentarse. Había varias dispuestas de manera agradable alrededor de una mesita sobre la que reposaba un florero de porcelana repleto de narcisos y helechos. Aunque Darcy no dudaba de las capacidades de la anfitriona, sospechaba que el florero era obra de Elizabeth. Seguramente los había cortado por la mañana, cuando regresaba de un solitario paseo por los alrededores del parque. ¿Qué cosas podría hacer si tuviera la libertad de pasearse por los jardines de Pemberley? Una sensación agradable lo invadió al pensar en esa idea. Se movió para acomodarse en la silla que le proporcionaba la mejor ubicación para continuar con su observación.