El ruido de unos pasos apresurados al otro lado de la puerta del vestidor hizo que Darcy se enderezara en la cama de un salto. ¡Fletcher! Rápidamente recuperó la compostura y se giró hacia la puerta, al tiempo que ésta se abría de par en par.
—¡Mil excusas, señor! —El ayuda de cámara hizo una inclinación desde el umbral. Darcy podía ver que estaba jadeando debido a la prisa con que había venido. Pero ¿de dónde?
—¡Fletcher! —exclamó Darcy con un tono más severo del que pretendía usar, pero no había manera de ocultar el estado en que se encontraba—. ¿Dónde se había metido mientras yo me hacía viejo aquí esperándolo? Nunca pensé que pudiera encontrar usted algo tan interesante en Rosings que lo hiciera descuidar de esa manera sus obligaciones.
—Tiene usted razón, señor Darcy. No se trata de nada precisamente en Rosings, señor, nada en absoluto. Precisamente. —Fletcher hizo una momentánea pausa y luego continuó—: ¿Puedo ayudarle a quitarse la chaqueta, señor? ¿Pido el agua para el baño? Está lista y esperan órdenes. —Le dio un tirón a la cuerda de la campanilla que sonaba en la cocina y se acercó a su patrón. En unos segundos, la chaqueta de Darcy se estaba deslizando por sus brazos y caía desmadejada sobre la cama—. Listo. ¿Ahora el chaleco, señor?
—Fletcher, ¿dónde estaba usted… precisamente? —Darcy frunció el entrecejo al ver que su ayuda de cámara parecía eludir la pregunta.
—¿Justamente ahora, señor?
Darcy asintió.
—En la cocina, señor, probando la temperatura del agua que…
—Antes de eso —lo interrumpió Darcy.
Fletcher cerró la boca de pronto y una curiosa mirada cruzó su rostro. Luego bajó los ojos y confesó:
—Estaba en la rectoría, señor. Pero sólo en su nombre, señor Darcy.
—¿En mi nombre? ¿En la rectoría? —espetó Darcy con sorpresa y alarma.
—Sí, señor. —Fletcher respiró profundamente—. Me enteré de que una dama que usted conoce y con la cual conversó mucho mientras estuvimos en Hertfordshire se encontraba allí como invitada. No contento con quedarme con un simple rumor, me dirigí hacia allí para asegurarme de que se trataba realmente de la misma dama. —Luego levantó los ojos e informó a Darcy con aire triunfal—: Me complace informarle, señor, de que se trata de la mismísima señorita Elizabeth Bennet.
Darcy lo miró con severidad.
—Si se representase esto en un teatro…
—Usted condenaría la pieza como improbable ficción —concluyó Fletcher—. Señor, le aseguro que estaba en la rectoría haciendo precisamente eso: determinar si la dama era realmente la señorita Elizabeth Bennet o no.
—Hummm —respondió Darcy con deseos de saber más, pero sin poder preguntar.
—La dama goza de buena salud, señor —murmuró Fletcher mientras le sacaba el chaleco de los hombros.
—¿Cómo lo sabe? —Darcy no pudo evitar hacer la pregunta.
Fletcher se inclinó para comenzar a desabrochar los botones de la camisa de Darcy, cuyos ojales eran muy cerrados.
—Cuando llegué, la dama regresaba de una de sus excursiones y tenía muy buen aspecto. El ama de llaves de la señora Collins dice que nunca había visto a una jovencita a la que le gustara tanto salir a pasear por los senderos de Rosings como a la señorita Elizabeth. —La camisa cayó sobre la cama, junto a la chaqueta y el chaleco. El ruido del agua que alguien estaba vertiendo en la bañera en el vestidor los distrajo a los dos durante un momento—. A menos que el tiempo se lo impida —siguió diciendo Fletcher en voz baja—, diariamente sale a disfrutar de su paseo.
—¿Y usted estaba tan convencido de que era de vital importancia para mí obtener esa información que fue en persona hasta la rectoría para asegurarse del asunto? —preguntó Darcy con escepticismo—. ¿Por qué querría saber yo en qué emplea su tiempo la señorita Elizabeth?
—¡Para que pueda evitarla a toda costa, señor! —contestó Fletcher con vehemencia.
Darcy apretó los labios y entrecerró los ojos mientras miraba a su ayuda de cámara y ponía en la balanza su relación de siete años, casi ocho para ser exactos, y el papel tan importante que Fletcher había desempeñado en los terribles acontecimientos del castillo de Norwycke, contra lo que los dos sabían que era su «improbable ficción». El criado debía de tener sus razones. En virtud del excepcional servicio que siempre le había prestado, Darcy no insistiría más, pero reconoció que era probable que después tuviera mucho tiempo para lamentarse de la generosidad de esa decisión. Además, el hombre le había suministrado precisamente la información que necesitaba.
El sendero que llevaba desde Rosings hasta el camino que pasaba por la casa parroquial de Hunsford estaba cubierto de prímulas y flores de brillantes colores, pero Darcy sólo le dedicó una mirada ocasional a su belleza mientras caminaba detrás de su primo y el señor Collins. El buen hombre se había presentado por propia iniciativa en Rosings, tan temprano como era posible sin parecer grosero, y enseguida había rogado que los huéspedes de Rosings le hicieran el honor de ir a conocer a su esposa.
—Nosotros también tenemos la alegría de tener huéspedes —dijo pavoneándose, bajo la mirada de fascinación del coronel—. La hermana de mi esposa y una prima mía por parte de padre, a la que el señor Darcy ya ha tenido el placer de conocer, la señorita Elizabeth Bennet, de Hertfordshire.
—Mis sobrinos ya están enterados de la presencia de la señorita Elizabeth Bennet, señor Collins —lo había interrumpido tajantemente lady Catherine, mientras Fitzwilliam aceptaba la invitación—. Ayer, casi inmediatamente después de su llegada, les conté que ella estaba de visita y les mencioné la decepción que me producía no tener el placer de poder presentarlos. ¡Y ahora usted también me va a negar el placer de presentarle a Fitzwilliam! —El señor Collins había fruncido visiblemente el ceño al oír las palabras de lady Catherine y se había disculpado profusamente por su error. Pero la invitación ya estaba hecha y allí estaban ahora, en el camino salpicado de flores que conducía a Hunsford.
Insensible a la suntuosa belleza que la naturaleza les ofrecía de manera tan generosa, Darcy se concentró en captar las palabras de la conversación unilateral que llegaba hasta él por encima de los hombros de los caballeros que iban delante. Fitzwilliam se había percatado de que la capacidad del señor Collins para hacer el ridículo era inagotable y por ello monopolizaba abiertamente la conversación del hombre durante su caminata hasta la casa parroquial. Darcy se sintió agradecido por ello. Las emociones y los temores que combatían en su mente y perturbaban la tranquilidad de su espíritu no le permitían estar en condiciones de soportar las tonterías de Collins; sin embargo, el discurso estudiado del clérigo era la única fuente de la que podía obtener fragmentos de información acerca de Elizabeth, con el fin de prepararse para su primer encuentro desde el baile de Netherfield. Darcy se esforzaba por oír lo que Collins estaba diciendo sin que pareciera estar prestándole atención, pero el viento se llevaba inevitablemente las palabras hacia el bosque, y otras veces sus frases eran tan retorcidas que carecían de sentido.