Darcy tiró del cordón de la campanilla con impaciencia. Cuando finalmente se había podido excusar para prepararse para la cena, casi había salido huyendo de la compañía de su tía y sus primos para refugiarse en su habitación. Fletcher todavía no estaba listo para ayudarlo, lo cual era algo inusual y, en esas circunstancias, también desconcertante. ¿Dónde se había metido su ayuda de cámara? Si estaba flirteando con… Darcy atravesó la enorme habitación de altos techos, con la espalda tiesa por la molestia que le causaba la ausencia de su criado, pero luego se detuvo. ¡No, eso no podía ser! Ahora Fletcher era un hombre comprometido. Conociendo a su ayuda de cámara como lo conocía, Darcy descartó su primer impulso. Fletcher tenía su sentido del honor en muy alta estima para jugar con el aprecio y la confianza de su amada. Tal vez le vendrían bien unos cuantos minutos de soledad, si estaba llegando a conclusiones tan descabelladas. Se dirigió lentamente hasta una de las grandes ventanas y miró hacia la explanada verde y sinuosa que formaba el parque de Rosings. Necesitaba calmarse y detener las ridículas palpitaciones de su corazón.
Elizabeth… ¡allí! Había necesitado de toda su fuerza de voluntad para alejar de su mente ese pensamiento, mientras su tía pontificaba sobre la familia Bennet, sobre la esposa del nuevo párroco y sobre los últimos proyectos que había realizado en el pueblo. Pero ahora, lejos del examen de sus parientes, aquella idea lo invadió con una fuerza inusitada. ¡Ella estaba allí! Se había sentado en el mismo salón del que él acababa de retirarse y, a juzgar por la extensión del discurso de su tía, había venido más de una vez. Se hospedaba en la casa que estaba al final del sendero, justo detrás de la puerta en la que Collins se había parado a saludarlos cuando habían llegado. Ella caminaba por los senderos y los caminos de Rosings. ¡Ese rayo de color en el bosque! ¿Podría haber sido…? El torrente de sangre que sentía correr por sus venas hizo que el fino lino de su camisa pareciera una tela burda, dándole la sensación de que el cuello le apretaba y le irritaba. Se volvió hacia el espejo y metió los dedos de las dos manos entre el nudo que le oprimía la garganta, para deshacerlo con desesperación hasta que la corbata cayó por fin a sus pies, sobre la alfombra. Sólo en ese momento se atrevió a mirar su reflejo, mientras rezaba para que no pareciera… Soltó un gruñido y dio media vuelta. ¡Sí, tenía el aspecto del más estúpido de los hombres!
¿Qué era lo que se había propuesto precisamente esa misma mañana? ¿Acaso no había soltado los hilos de bordar al viento primaveral en señal de su solemne decisión de alejar de él cualquier pensamiento o deseo relacionado con ella? Ahora ya no había posibilidad de evitar la perturbadora realidad de esos hilos y, la verdad, tampoco quería hacerlo, según le susurraba insistentemente una voz interior. En lugar de eso, tendría que dominar el irracional impulso de correr inmediatamente hasta la rectoría para insistir en el privilegio de beber en las adorables aguas que tanto recordaba. Imaginó por un momento esa escena, mientras se soltaba los dos primeros botones de la camisa, pero el recuerdo de la mirada desafiante de Elizabeth bajo una expresiva ceja enarcada congeló su fantasía. No, ella no esperaba ni deseaba una adoración tan desbordada y violenta. Ella quería de él la verdad, de la misma forma que él desearía la verdad de ella, cuando se enfriara el ardor que ahora lo consumía. Y la verdad era que nada había cambiado. Todos los obstáculos seguían intactos y él sería culpable de jugar con ella si llegaba a expresarle de alguna manera el torrente de sus emociones y a despertar sus esperanzas.
Cerró los ojos y se sentó pesadamente en el borde de la imponente cama de su habitación, cuya amplitud y lujo eran tan notorios como su falta de comodidad. Nunca había dormido bien en Rosings. Elizabeth. Los conflictos del otoño pasado regresaron a él aumentados diez veces por el hecho de que ella había vuelto a entrar en su vida. El tormento de imaginársela todo el tiempo no era comparable con lo que significaría su presencia. Se movió con nerviosismo y se desabrochó la chaqueta, mientras pensaba en el dilema al que se enfrentaba. ¿Acaso sus deseos no eran más que manifestaciones de su egoísta terquedad, pura falta de autocontrol? ¿O lo que era inadecuado eran su deber y sus creencias, el código de conducta dentro del cual había sido educado? En cuatro meses todavía no había encontrado la respuesta pero, más allá de la confusión, sabía que, comenzando con la visita a la rectoría al día siguiente y a lo largo de aquel reencuentro, debía tener cuidado… mucho, mucho cuidado.