Se llevó los dedos al bolsillo del chaleco, pero el ruido del periódico lo hizo detenerse. Miró disimuladamente a su primo para asegurarse de que estaba totalmente absorto en la lectura. Un resoplido de desprecio y una exclamación anodina que no iba dirigida a él fueron señal suficiente de que Richard estaba distraído. Darcy sacó lentamente los hilos que tanto le habían servido pero también atormentado. Tal vez… si hubiese una prueba de que la dama siente inclinación por el caballero…, había dicho Darcy, considerando de modo traicionero que él podría ser la excepción, aunque sabía que era imposible. Ella estaba en Hertfordshire; él en Kent, o en Londres o en Derbyshire, no importaba dónde. Nunca se volverían a encontrar, a menos que él se lo propusiera, y tampoco debían hacerlo. No estaban en juego únicamente unas cuantas millas. Tratar de obtener el afecto de Elizabeth sería inmoral, porque de ahí no podía salir nada honorable. Ella siempre sería hija de su madre, y él siempre sería hijo de su padre… un Darcy de Pemberley.
Cerró los dedos alrededor de los hilos. Se enderezó, se volvió hacia la ventanilla del coche y quitó rápidamente los seguros, dejando que la parte superior de la ventana se deslizara hacia abajo. Cayó con un golpe suave. El golpeteo de las cadenas de los arneses y el sonido de los cascos de los caballos sobre el camino se oyeron de repente con más fuerza y distrajeron a Fitzwilliam de su periódico.
—Ah, ¡el aire fresco del campo! —Richard dirigió una sonrisa a su primo y volvió a concentrarse en la lectura. Darcy bajó la vista hacia su mano enguantada y los desgastados hilos que reposaban en la palma. Luego cerró los ojos para no verlos, se inclinó sobre la ventanilla y los dejó caer. Atrapados por la brisa primaveral, los hilos salieron volando hasta caer al lado del camino.
—¿Quién será ese hombre, Darcy? —preguntó Fitzwilliam con expresión de incredulidad. Acercó la cabeza a la ventanilla, mientras el coche pasaba delante de un corto sendero que llevaba hasta una casa modesta—. A juzgar por su apariencia, debe de ser un clérigo; pero te desafío a encontrar un pájaro más raro. ¡Míralo! —Darcy se enderezó para mirar en la dirección que le indicaba su primo y se quedó helado cuando reconoció a aquel personaje—. No deja de hacer reverencias y… ¡Mira! —Fitzwilliam se levantó de su asiento y bajó la ventanilla para asomarse mejor.
—Por Dios, Richard, no…
—¡Saludos, buen hombre! —gritó Fitzwilliam desde la ventanilla cuando pasaron a su lado, y luego volvió a sentarse, soltando una carcajada—. ¿Será el nuevo clérigo de nuestra tía, el que vino a reemplazar al viejo Satherthwaite?
—El señor Collins —informó Darcy a su primo con los dientes apretados. ¿Cómo podía haber olvidado que aquel fastidioso hombrecillo, que gracias al mérito de su ropa de clérigo se había portado de manera tan desagradablemente familiar durante el baile de Bingley, estaría allí?
—¿Collins? ¿Acaso lo conoces? —preguntó Fitzwilliam con sorpresa.
Darcy asintió.
—Lo conocí en Hertfordshire el otoño pasado, cuando acompañé a Bingley en su desafortunada excursión en busca de una buena propiedad. Collins es pariente de uno de los vecinos.
—¿Y qué tal es? ¿Tan bueno para hacer reverencias y genuflexiones como el viejo Satherthwaite? ¡Por Dios, qué hombre tan adulador! Pero todavía me da escalofríos al pensar en la forma en que tía Catherine se inmiscuía en sus asuntos.
—Sospecho que nuestra tía siempre va a buscar lo mismo en todos los párrocos cuya manutención dependa de ella, aunque no sabría decir si éste es igual o peor que Satherthwaite. Pero sí estoy seguro de una cosa —añadió Darcy, torciendo la boca con sarcasmo—: Sospecho que, debajo de esa levita de clérigo, el señor Collins es una especie de gallito pendenciero. —Hizo una pausa para disfrutar de la incredulidad de Fitzwilliam—. Él se me acercó y se presentó por su cuenta en el baile de Bingley.
—¿Se presentó a sí mismo? —Fitzwilliam se sintió todavía más asombrado—. ¡Caramba, qué hombre más impertinente! ¡No creo que a nuestra tía le gustara enterarse de eso! Supongo que cuando lo conozca me saludará por mi nombre de pila.
Darcy resopló de manera poco elegante a modo de respuesta, pero, de repente, se sumió en un súbito silencio mientras lo invadían los recuerdos. La primera vez que se había fijado en él fue durante su torpe intento de acompañar a Elizabeth en una danza popular. Al principio, la ineptitud de Collins le había parecido simplemente cómica, pero la creciente humillación que había sufrido la dama por la falta de cortesía y habilidades de su pareja casi lo había impulsado a intervenir. Darcy había resistido la tentación y luego, cuando la agitación de Elizabeth se había calmado por fin, Collins volvió a sorprenderla, al igual que al resto del salón, ofreciéndole su mano para el siguiente baile. Lo que había seguido había sido divertido y doloroso al mismo tiempo. Al igual que los hilos de los que por fin se había deshecho. Como los recuerdos de los que todavía no había logrado desprenderse.
El carruaje alcanzó en pocos minutos la entrada de Rosings, propiedad de la familia De Bourgh y casa de su tía viuda, Catherine de Bourgh. A juzgar por la atención que su primo estaba dirigiendo a su corbata, su chaqueta y su chaleco, Darcy pudo comprobar que Fitzwilliam había comenzado a desplegar sus reservas de buen humor y galantería, preparándose para su llegada y posterior estancia. Lady Catherine solía causar pavor a Richard cuando eran niños, pero a medida que había madurado y descubierto los vericuetos que conducían a las sensibilidades femeninas, Richard había empleado esos conocimientos con ella. Hacía años que la transformaba en una persona dulce, tan dulce como podía ser una mujer con el carácter de su tía; pero Richard siempre insistía en que eso era una hazaña que requería una cuidadosa atención.
Cruzaron la entrada y atravesaron el parque. Los caballos apresuraron el paso bajo la experta mano de James, presintiendo que su trabajo estaba a punto concluir. Cuando giraron en una curva, pasando cerca del bosquecillo que había sido despejado por el abuelo de sir Lewis de Bourgh, los pensamientos de Darcy se vieron interrumpidos por una fugaz mancha de color, como la que podría producir el vestido o el abrigo de una dama. Darcy frunció el ceño y se dio la vuelta, intentando ver de qué se trataba, pero la frondosidad de los árboles y la rapidez del carruaje se lo impidieron.