La última persona que Darcy esperaba encontrar al entrar en el comedor del desayuno al día siguiente era el poco honorable Beverly Trenholme. Pero allí estaba, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada entre las manos, y una enorme taza de café negro humeante a unos cuantos centímetros de su nariz. Trenholme levantó momentáneamente la cabeza al oír los pasos de Darcy sobre el suelo de madera, pero sólo lo suficiente como para identificar al dueño de esos pasos, y enseguida volvió a dejarla caer entre las manos.
—Oh… eres tú, Darcy —gruñó Trenholme mientras se masajeaba las sienes.
—En efecto —respondió el caballero de manera brusca y se acercó a las bandejas para buscar algo para desayunar. La forma tan censurable en que Trenholme se había portado la noche anterior, sumada a los descubrimientos de Fletcher, hacía que Darcy tuviera dificultades para soportar la compañía de aquel hombre. Si no fuera porque su estómago protestaba de hambre, se habría marchado enseguida. De hecho Fletcher le había preguntado si prefería que le subieran el desayuno, pero él había dicho que no, con la esperanza de encontrar algo que diera un poco de sentido a los sucesos del día anterior. Así que ahora tendría que compartir el desayuno con un caballero hosco y cuyo comportamiento dejaba mucho que desear.
Trenholme frunció el ceño de tal forma cuando colocó el plato sobre la pulida superficie de la mesa, que Darcy estuvo tentado a dejar caer los cubiertos. Pero muchos años de buena educación hicieron que contuviese ese impulso. Así que se limitó a poner delicadamente los cubiertos sobre la mesa y se sentó con la intención de terminar rápidamente e ignorar a Trenholme. Su acompañante lo complació guardando silencio durante la mayor parte del desayuno, interrumpido solamente por intermitentes gruñidos y suspiros, mientras consumía lentamente la bebida hirviente que tenía ante él. Libre para contemplar su propia situación, Darcy masticó tranquilamente el jamón, los huevos cocidos y la tostada con mantequilla que había colocado en su plato, mientras pensaba en lo que podía hacer. Se encontraba en una situación que sólo parecía resolverse marchándose rápidamente del castillo de Norwycke, pero esa actitud sería considerada poco menos que un insulto hacia su anfitrión. Y aunque estaba casi dispuesto a aceptar esa consecuencia, lo detenía pensar en lo que esa deserción podría significar para cierta dama. La naturaleza protectora de su carácter, que se manifestaba en el celo con que cuidaba a su hermana, se preocupaba ahora por la suerte de la hija asediada del castillo. Aunque ese impulso todavía no lo había llevado al punto de desear proponerle matrimonio, Darcy sentía que no podía abandonar a lady Sylvanie en medio de las maquinaciones de sus parientes o, torció la boca con asco de quienquiera que estuviese jugando a hacer de hechicero.
Proponerle matrimonio. La idea volvió a su cabeza y lo sobresaltó. ¿Cómo sería la vida con lady Sylvanie a su lado? En cuanto a educación, modales e inteligencia, ella estaba bien cualificada para convertirse en la dueña de sus propiedades y la madre de sus herederos. Darcy no podía pedir una mujer con un porte más hermosamente austero y que, sin embargo, estuviese rodeada de poesía. Como era la hija de un marqués, cualquier caballero que ocupara una posición importante en la sociedad la consideraría un buen partido, a pesar de su falta de dote. Además de las consideraciones prácticas, Darcy se sentía atraído hacia ella. Sin duda, su compañía era preferible a la de cualquier otra mujer presente en el castillo, y a la de la mayoría de las jóvenes que le habían sido presentadas como posibles parejas. Además, como su esposa, lady Sylvanie contaría con su protección frente aquellos que amenazaban y disfrutaría de la posición y la dignidad que le habían sido negadas de manera tan cruel.
Los pensamientos de Darcy se dirigieron luego a aspectos más íntimos de la pregunta. Ella era salvajemente hermosa y era obvio que por sus venas corría una enorme pasión; pero ¿se podría inclinar hacia él esa pasión? ¿Podría llegar a amarlo y a aceptarlo? De manera distraída, Darcy dirigió su mano hacia el bolsillo de su chaleco. ¿Qué es esto? Tras lanzarle una mirada rápida a Trenholme, que seguía con sus párpados cerrados, Darcy metió un dedo en el bolsillo y sacó lentamente los hilos de seda que estaban enrollados en el fondo. Elizabeth. La visión de lady Sylvanie como dueña de su casa y su corazón se desvaneció tan pronto como Darcy reconoció lo que tenía en la palma de la mano.
—¿Te estás leyendo la mano, Darcy? —Trenholme interrumpió sus pensamientos. Darcy cerró los dedos sobre los hilos y volvió a guardarlos en el bolsillo, mientras se prometía interrogar a Fletcher sobre cómo habían llegado hasta allí.
—¿Es una práctica común por aquí? —respondió Darcy, mirando a Trenholme con indiferencia.
—¡Oh, no! —resopló Trenholme—. ¡Nos inclinamos más por disfrazar cerditos como si fueran niños y cortarles el cuello! —Darcy no dijo nada. La mirada de amargura de Trenholme se desvaneció de repente y fue reemplazada por una que reflejaba la desesperación—. Darcy, ¿qué crees que puede significar eso?
—¡Ésta es tu tierra, hombre! Tú deberías saberlo mejor que yo —respondió Darcy con un tono de irritación.
—La tierra de mi hermano, que él está perdiendo rápidamente a manos de los malditos prestamista ¡Ya ves como está! ¡En cualquier momento va a empezar a apostar la cubertería de plata de la familia! —Trenholme soltó una carcajada y la expresión de largura regresó a su rostro—. Si sólo…
—¿Sí? —Darcy lo invitó a continuar, con curiosidad por saber si su acompañante se atrevería a confesar el asunto del testamento de la viuda.
—Bueno, no todo está perdido… no totalmente. Se trata simplemente de ejercer la presión correcta sobre ciertas personas. —Trenholme volvió a sumirse en la contemplación de su taza de café, dando por zanjado el tema.