Cuando cruzaron por fin el puente del castillo y llegaron al patio, Darcy estaba aterido de frío y lo único que deseaba era la soledad y el consuelo de un baño caliente, para evitar que su mente siguiera dando vueltas a los sucesos del día. Lo que habían descubierto en la base de la piedra se había apoderado de su mente de tal manera que lo único que podía decir de su viaje de regreso al castillo de Norwycke era que un solemne crepúsculo se había extendido sobre ellos, mientras el viento se hacía más frío y soplaba con más fuerza.
Desmontó lentamente y le entregó el caballo a mozo corpulento que ya llevaba otros dos animales de regreso al establo. Aunque él y el caballo habían llegado a respetarse mutuamente, se despidieron sin tristeza, con la esperanza de que quienes se ocupaban selectivamente de atenderlos estuviesen preparados para satisfacer sus necesidades. Aparentemente Sayre y los otros invitados eran de la misma opinión, porque tan pronto se oyó cómo se cerraban las puertas de las habitaciones, el ala del castillo que ocupaban los invitados fue invadida por un rumor de voces y las carreras de los criados por las escaleras de servicio.
Darcy hizo girar el picaporte de la puerta de su habitación, con la ferviente esperanza de que Fletcher no hubiese perdido la capacidad de anticiparse a sus necesidades. A juzgar por los ruidos que resonaban en el castillo, en pocos minutos el agua caliente sería todo un privilegio. Pero el caballero vio cumplidas sus esperanzas más allá de toda expectativa.
—Fletcher. —Darcy suspiró al ver la bata sobre la cama—. Pienso que es usted realmente una joya. —Olfateó el aire—. ¡Y también comida!
—Sí, señor. —Fletcher hizo una inclinación—. A su baño sólo le falta un balde de agua caliente, que ya está en camino; y la comida se mantendrá caliente hasta que usted lo desee. ¿Puedo ayudarle, señor? —Fletcher levantó las manos para agarrar los bordes de la chaqueta del caballero y se la sacó con pericia. Sacudiéndola ligeramente, la colocó en una silla y se giró otra vez hacia su patrón para seguir con el chaleco, cuando se detuvo en seco, con el ceño fruncido y un gesto interrogante en su rostro. Mientras Darcy se desabrochaba el chaleco, Fletcher volvió a mirar la chaqueta, agarró una manga y le dio varias vueltas al puño para examinarlo de cerca.
—¡Señor Darcy! —exclamó finalmente—. ¡Hay sangre en el puño de su chaqueta, señor!
El caballero levantó la mirada.
—Había tanta sangre, que no me sorprende lo más mínimo. ¿Se puede quitar?
—S-sí, señor —tartamudeó Fletcher, que parecía cada vez más agitado—, pero ¿está usted herido, señor Darcy? ¿Acaso ha habido un accidente? ¿Por qué nadie me ha informado?
Darcy lo miró con asombro, pero enseguida sintió una enorme sensación de júbilo.
—¿Será posible que usted no se haya enterado, Fletcher? —preguntó con seriedad, incapaz de resistir la tentación de aprovechar aquella ocasión tan singular, cuya novedad contrarrestaba, hasta cierto punto, las sombrías circunstancias que la habían hecho posible. La angustia de Fletcher al tener que admitir que desconocía el importante acontecimiento que había provocado que la ropa de su patrón estuviese manchada de sangre habría sido algo difícil de contemplar, si Darcy no estuviese casi mareado por el cansancio, el hambre y la excesiva felicidad que le producía el hecho de haber podido, por fin, sorprender a su ayuda de cámara.
—No, señor, no me he enterado y estoy seguro de que no es de mi incumbencia, si usted no está herido —confesó Fletcher con voz contenida. Soltó la manga y se colocó detrás de Darcy para quitarle el chaleco—. No está usted herido, ¿verdad, señor? —añadió en voz baja.
Darcy estaba seguro de que la preocupación de Fletcher era auténtica y sintió una punzada de vergüenza por burlarse de él.
—No, no estoy herido —dijo por encima del hombro—. La sangre no es mía; no es sangre humana de hecho, sino de un animal.
—Claro, señor. —No había posibilidades de que Fletcher volviera a caer. Darcy se sentó al oír que alguien golpeaba en el vestidor. Fletcher abrió la puerta y le hizo señas al criado para que entrara y prosiguiera con su tarea, mientras que él supervisaba cómo vertían el último balde de agua en la bañera. Después de terminar, despachó al muchacho y esperó a que el sonido de sus botas se perdiera por las escaleras, antes de cerrar la puerta.
—El baño está listo, señor, pero tenga cuidado, está bastante caliente. —El ayuda de cámara se movió para recoger la camisa que Darcy acababa de quitarse, mientras avanzaba hacia el vestidor. Pocos minutos después, Darcy estaba relajándose en la bañera. El vapor que se elevaba de la superficie cubrió su rostro. Se echó hacia atrás, deleitándose con la sensación de alivio que el agua caliente producía en su cuerpo. Si existiese también un remedio semejante para la mente, pensó, cerrando los ojos. Pero en su mente volvieron a aparecer las escenas de la tarde: el temor de Sayre, la histeria de la señorita Avery, la rabia de Trenholme y, sobre todo, aquel bulto en la base de la piedra. ¿Qué significaba eso? Incluso Trenholme, que sabía que aquellas piedras eran punto de atracción para todo tipo de superstición, se había quedado impresionado y asqueado, y había dicho que nunca antes había ocurrido algo parecido. Si estaba diciendo la verdad, ¡aquel sacrificio implicaba un intento de manipular el destino de una manera mucho más seria un remedio para las verrugas! Aquella máscara conducía la sensación de estar ante el sacrificio de un niño, lo que indicaba que tras ese abominable acto estaba la intención de obtener poder, un enorme poder, y si alguien buscaba poder, ¿no sería probable que estuviese dirigido contra un «poder» rival? ¿El de Sayre tal vez, que se había puesto a temblar al ver las piedras? Pero ¿con qué propósito? Dejó escapar un gruñido de frustración.
—¿Señor Darcy? —Fletcher apareció en la puerta—. ¿Me ha llamado usted, señor?
—No. —El caballero suspiró—. Pero puede echar el primer balde. —En segundos, una cascada de agua tibia cayó sobre su cara y sus hombros. Darcy se apartó el cabello de los ojos y parpadeó para sacar las gotas que quedaban.
—Su jabón, señor. —Una pastilla de fino jabón francés pasó frente a su nariz, acompañada de una toallita. Darcy trató de agarrar el jabón, que le resbaló de las manos como el corcho de una botella y cayó al agua sumergiéndose hasta el fondo, a diferencia del corcho. Fletcher enarcó una ceja, pero dio media vuelta y se concentró en la bandeja de artículos de tocador, sin hacer ningún comentario. El caballero recuperó el jabón y se enjabonó con vigor, mientras el silencio entre dos se hacía cada vez más profundo e incómodo.
—¿El segundo, señor? —Darcy oyó a Fletcher, cuya voz revelaba un cierto tono de desinterés. Después asentir con la cabeza, se preparó para el enjuague. El agua cayó con suavidad, arrastrando la espuma de su cabeza, dispersándola en varios chorritos. Cuando tuvo los ojos totalmente libres de espuma, Darcy levantó la vista para mirar deliberadamente a su ayuda de cámara. No sólo se había acostumbrado al intachable servicio de Fletcher, sino también a su extraordinaria capacidad de predicción y a su ingeniosa conversación. Era evidente que el ayuda de cámara se sentía molesto por no haberse enterado de lo que había ocurrido, el único defecto que se podía encontrar después de muchos años de un servicio impecable, y la falta de sensibilidad de Darcy había añadido «sal a la herida», como se solía decir.