A pesar de lo perturbador que parecía el comportamiento de sus anfitriones, Darcy no tenía ganas de seguir especulando sobre el asunto. Desechó la sospecha que había surgido en su mente durante la narración de la historia acerca del posible propósito de Trenholme, por considerar que era absurda y ponía en evidencia la confusión de sus propios pensamientos, más que las perversas intenciones del narrador. Desde los tiempos de Eton, Sayre y su hermano siempre habían sido muy competitivos, recordó Darcy, y seguramente tal rivalidad viniera ya desde la cuna. El hecho de que esa animadversión hubiese aumentado en los años que habían transcurrido desde entonces no era de extrañar, aunque parecía haber tomado un matiz peculiar. Darcy nunca habría imaginado que ninguno de los dos fuese de una naturaleza más supersticiosa que la de cualquier hombre adicto al juego. Al menos habría rechazado la idea de que creyeran en historias de fantasmas y maldiciones, pero era innegable que Sayre estaba profundamente afectado. Mientras Darcy lo miraba, Sayre le dio otro sorbo al whisky, haciendo que su nariz se volviera cada vez más rosada sobre su rostro cada vez más pálido.
El caballero dio media vuelta y, reuniéndose con los que iban caminando, comenzó a subir la empinada colina. A la cabeza del grupo, Trenholme hacía las veces de guía. Poole y Monmouth lo seguían de cerca, al igual que la señorita Farnsworth, que se había recogido la cola del vestido con el brazo y ahora exhibía un esbelto par de tobillos, mientras caminaba con los caballeros. Tras ellos, lady Sayre se apoyaba en el brazo de lord Chelmsford, pues lady Chelmsford había decidido quedarse junto al fuego para disfrutar del calor, y los dos parecían absortos en una conversación íntima y privada, subiendo lentamente detrás de los demás. Habiéndose librado de su hermana, Manning acompañaba a lady Felicia, aprovechando todas las oportunidades que le ofrecía el terreno para ponerle manos en la cintura con intención de ayudarla.
Darcy notó que sólo había una persona del grupo que subía sola hacia los Caballeros Susurrantes, y que parecía estar esperándolo a él.
—Ya ve, señor Darcy, parece que me he quedado atrás. —Lady Beatrice le sonrió con impotencia, a medida que él se acercaba. La dama se levantó de la piedra sobre la que estaba descansando—. Me temo que el camino es muy empinado.
—Por favor, permítame ofrecerle mi brazo, milady. —Darcy tendió el brazo, mientras crecían sus sospechas sobre el verdadero propósito de la dama al esperarle y seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que ella mostrara sus intenciones.
—Gracias, señor. Veo que tiene usted unos modales más corteses que los de los tiempos actuales. —Lady Beatrice frunció los labios durante un minuto, mientras levantaba la vista para observar a todos los caballeros que habían tenido la descortesía de dejarla sola, y luego se giró hacia Darcy con una sonrisa.
—Es usted muy amable, señora —respondió Darcy con cortesía. Lady Beatrice no era exactamente una joven viuda, rondaría los cuarenta años, aunque no se podía decir que revelara su edad. Con esa figura, esa delicada piel de porcelana y esos modales tan elegantes, era la culminación de lo que en su hija todavía era una promesa. No obstante, Darcy estaba bastante seguro de que la dama realmente quería hablar sobre su hija. Cualquiera que fueran las intenciones de la lady Beatrice, Darcy no las descubriría todavía, pues un grito procedente de su espalda detuvo su marcha.
—M-milady, s-señor D-darcy —dijo jadeando la señorita Avery, mientras se apresuraba a alcanzarlos—. Les ruego m-me p-perdonen, pero ¿p-puedo acompañarlos? No quiero qu-quedarme con lord… se detuvo y se mordió el labio—. Es d-decir, L-lord Sayre no está… ¡Oh, Dios! ¡D-debo ver a mi he-hermano!
—Claro, querida. —Lady Beatrice retiró la mano del brazo de Darcy y entrelazó el brazo de la jovencita con el suyo—. Claro que puede usted acompañarnos, ¿no es así, señor? —Darcy asintió, mientras miraba hacia el fuego y observaba a lord Sayre, que todavía estaba agarrado a la botella. ¡Condenado hombre! ¿Acaso era tan insensato como para deshonrar su nombre y luego asustar a su joven invitada con su imprudente comportamiento… todo gracias a una leyenda? ¡Y Manning! Darcy levantó la vista para mirar al barón y censuró mentalmente la integridad de un hombre que mostraba más interés por la prometida de otro que por la seguridad y el bienestar de su propia hermana.
—G-gracias, milady —dijo la señorita Avery con alivio. Retiró el brazo del de lady Beatrice y se adelantó un poco, de manera que lady Beatrice volvió a apoderarse del brazo de Darcy.
—Pobre chiquilla —comentó lady Beatrice, sacudiendo la cabeza—. ¿No tiene usted una hermana más o menos de la misma edad que la señorita Avery, señor?
—Sí, señora. La señorita Darcy es un año menor que la señorita Avery. —En ese momento Darcy pensó en lo diferente que era Georgiana de la señorita Avery. Sí, su hermana solía ser reservada y todavía era un poco tímida, pero Darcy no recordaba haber visto en sus ojos aquel temor crónico que parecía ser la eterna compañía de la señorita Avery. Por el contrario la manera de ser de Georgiana siempre se había apoyado en su confianza en la bondad del mundo que la rodeaba… hasta que Wickham lo había destrozado. Últimamente, sin embargo, a partir de su recién adquirido interés por los temas religiosos y la serenidad que éstos parecían haberle brindado, Georgiana mostraba una madurez mental y social que superaba mucho la frágil capa de sofisticación social de la señorita Avery.