—Me parece un enorme descuido por parte del señor haber dejado que se le escaparan de las manos, después de haber sido avisado —observó Manning, con aire de desinterés.
—¿Descuido? ¿O parte del plan? —replicó Trenholme—. El hijo traidor y sus hombres huyeron a través de estos campos, pero al llegar a un lugar fueron interceptados por su padre, que iba acompañado de su guardia personal. El señor le gritó a su hijo que depusiera las armas, pero éste lo insultó y pidió a sus hombres que resistieran. Formaron un círculo, la mejor manera de protegerse mutuamente la espalda, e hicieron una barrera contra el señor y su guardia, retándolos a luchar. Todos, menos uno. El traidor, o mejor, el caballero que todavía era leal al señor, salió del círculo y se pasó al otro bando. Sin poder contener la ira hacia el hombre gracias al cual se había desvanecido su sueño, el hijo sacó un cuchillo de su bota y lo arrojó. Surcó el aire con perfecta puntería y el caballero leal cayó muerto a los pies de su señor.
—¡Oh! —exclamaron lady Felicia y la señorita Avery, con los ojos tan abiertos como los botones del abrigo de Manning. Darcy sonrió. Sí, Trenholme era realmente bueno. Ahora sólo faltaba la maldición. Siempre había una maldición. Darcy miró a Sayre y descubrió que su expresión había cambiado de la burla al terror. ¡La mano con la que tenía agarrado el bastón estaba temblando! Y con la otra se aflojaba el nudo de la corbata, tratando de respirar normalmente para no atraer la atención de sus acompañantes. ¡Por Dios, el hombre estaba claramente desencajado! Darcy entrecerró los ojos y miró a Trenholme.
—¡Así es! —prosiguió el narrador—. El señor se arrodilló al lado del caballero caído y le sacó el cuchillo del cuerpo. Luego se levantó y se enfrentó a su hijo. Al decirle que lo repudiaba, lo llamó traidor y cosas peores. Los rebeldes se mofaron y golpearon sus escudos con las espadas. «¿Estos son los perros que te han jurado fidelidad, hombres comprados que sobornaste con lo que te correspondía por nacimiento?», preguntó el señor. Su hijo no dijo nada, pero sus ojos dijeron todo lo que había en su negro corazón.
Trenholme hizo una pausa y luego continuó:
—«Esta noche te maldigo», dijo el señor, «a ti y a todos los que vendan su patrimonio. Y a ti te concedo el don de cazar con estos perros para que te acompañen aquí, en este lugar, para siempre». Tras decir estas palabras, arrojó el cuchillo ensangrentado al suelo, a los pies de su hijo, y en un instante todos quedaron convertidos en piedra.
La señorita Avery lanzó un grito al oír el final de Trenholme y se levantó para sentarse entre su hermano y lady Felicia. Manning tragó saliva varias veces antes de poder soltar una carcajada.
—Sayre tenía razón, Bev, eso no es más que basura, apropiada sólo para asustar a los niños. —En ese momento el grupo alcanzó a ver las piedras a través de un pequeño valle. Los conductores de los trineos se salieron del camino principal y tomaron uno preparado para el paso de los invitados de Sayre.
—Una historia espeluznante, señor Trenholme. —Lady Felicia se sacudió el abrigo—. No me sorprende que su bisabuelo quisiera cambiar el nombre. —Hizo una breve pausa y luego preguntó—: Pero ¿por qué «susurrantes»? ¿Acaso hay algo que no nos ha contado, señor?
—Claro que lo hay, milady —contestó Trenholme como si ella le hubiese recordado algo que había olvidado—. Se dice que los caballeros rebeldes vigilan las tierras que formaban parte del dominio de su antiguo señor, buscando al que se atreva a dividir la propiedad o a venderla por partes. Y si encuentran a alguien que tenga esa intención, le dan un aviso de advertencia para que se arrepienta antes de que ellos vengan a buscarle.
—¿Un aviso de advertencia? —preguntó Darcy, mientras en su mente crecía una apabullante sospecha.
—Sí, Darcy, susurran su nombre.
Mientras los conductores de los trineos detenían los caballos al pie de la colina desde la cual los Caballeros mantenían su famosa vigilancia, Darcy desmontó y le entregó el caballo a un mozo del establo que apareció de repente detrás de una roca menos siniestra. Era evidente que el grupo había sido precedido por varios de los sirvientes de Sayre. A un lado del camino, se veía ahora un trineo del que estaban descargando bebidas para los invitados y al otro lado los estaba esperando un acogedor fuego. Observando cómo se bajaban los ocupantes del trineo, Darcy no pudo decidir cuál parecía más afectado por la historia de Trenholme, si la señorita Avery o Sayre. Una vez fuera del vehículo, la señorita Avery dejó claro su deseo de mantenerse cerca de su hermano y se aferró a su brazo. Pero Manning mostró, con la misma claridad, su deseo de que ella estuviera en otro lado y finalmente la envió a sentarse junto al fuego, con la orden de «beber algo caliente y tratar de dejar de portarse como una tonta». Tan pronto descendieron, Sayre se fue directamente hacia el fuego y pidió que le alcanzaran una petaca de whisky, al que se apresuró a darle un largo trago, mientras miraba las piedras con ojos amenazadores.
Los que no habían tenido el privilegio de oír la historia de Trenholme avanzaron hacia el camino que conducía al círculo de piedras labradas por el tiempo y cubiertas de líquenes, que reposaban en un suelo casi libre de nieve a causa del viento.
—Vamos, Sayre, ¿no vienes con nosotros? —gritó Trenholme desde el grupo de invitados, y parecía tan contento por el terrible estado en que se encontraba su hermano que a Darcy le pareció que, bajo esas circunstancias, su actitud no sólo era de mal gusto sino inquietante—. ¡Tal vez oigamos algún que otro susurro!
—Vete al diablo —gritó Sayre, dando media vuelta para alejarse de las piedras y de las burlas de su hermano.