Darcy le dio los últimos toques a la nota para la señorita Bingley y luego buscó cera en su escritorio para sellar la hoja doblada que contenía las instrucciones que había elaborado junto a Brougham. Mientras lo hacía, su amigo deambuló por la biblioteca, fijando su atención en un libro o en una revista en particular y llevándose ocasionalmente el monóculo al ojo para examinar con detenimiento lo que había encontrado.
—No tienes nada interesante aquí, Fitz.
Darcy levantó la vista de su tarea con sorpresa.
—Entonces no debes haber descubierto mi ejemplar del Sitio de Badajoz. Puedo prestártelo, si quieres. Está ahí, en la estantería de la derecha. Hatchard me lo envió tan pronto como fue publicado.
—¿Dónde? Ah, sí. —Brougham volvió a levantar el monóculo para examinar el lomo del libro—. ¿Ya lo has leído?
—Sí, cuando estaba en Hertfordshire.
—Mmm —respondió su amigo, que seguía husmeando en la estantería—. Pensé que estabas tan ocupado alejando al joven Bingley de las adorables hermanas Bennet que no te había quedado mucho tiempo para leer. Vaya, ¿qué es esto? —Darcy se levantó alarmado, al ver que Brougham tenía en la mano un volumen totalmente distinto de aquel sobre el que estaban hablando y que de su mano colgaba una pequeña trenza de brillantes hilos.
—¡Nada! —Darcy estiró la mano para agarrar los hilos, pero Brougham los quitó enseguida de su alcance, con una ceja levantada y una alegre expresión de burla.
—Eso no es cierto; con seguridad es algo, mi querido amigo, o si no…
—Un marcador de páginas. ¡Es un marcador de páginas! —insistió Darcy, agarrándolo del brazo. Brougham soltó una carcajada y le entregó los hilos, ofreciéndole también el libro en el que estaban guardados. Pero Darcy rechazó el libro, se enrolló rápidamente los hilos en un dedo y los guardó en el bolsillo de su chaleco, al tiempo que volvía a su escritorio—. Entonces, ¿quieres que te preste Badajoz? —preguntó, con la esperanza de distraer la atención de su amigo.
—No, ya lo he leído. —Brougham agitó el volumen que tenía todavía en la mano, antes de volver a ponerlo en la estantería—. Fuentes de Oñoro también, a pesar de ser tan insignificante —añadió bostezando—. Aunque yo no tenía el incentivo de un marcador como ése para sentirme atraído hacia sus páginas.
—¿No crees que sean relatos fieles? —Darcy miró a su amigo con curiosidad.
—¡Fitz! —Brougham giró el rostro hacia él con una expresión de auténtica desilusión—. ¡No es posible que te dejes engañar tan fácilmente!
—¿Por qué? ¿Qué sabes tú? —preguntó Darcy con vivo interés.
—¡Oh, nada! —contestó rápidamente Brougham, que pareció perder interés, al tiempo que la expresión de desilusión era reemplazada por una de burla—. Nada que no revele una cuidadosa lectura de la prosa absolutamente espantosa del libro. ¡El tipo no es más que un adulador! No debe de haber visto más que algunas escaramuzas, ¡y apuesto que ni eso! Probablemente obtuvo parte de la historia de los pobres diablos que sobrevivieron después de estar en el frente de batalla y se inventó el resto.
Un golpe en la puerta los interrumpió antes de que Darcy pudiese hacer alguna réplica a los interesantes comentarios de Brougham. Al abrirse, apareció Witcher.
—Señor Darcy. ¿Su carta?
—Sí, Witcher, aquí está. —El caballero la tomó del escritorio y la puso sobre la palma del viejo mayordomo—. Désela al mensajero y que se vaya, y esperemos que esto sea el final de este asunto. ¿Está listo el té?
—Sí, señor, está preparado. ¿Desea tomarlo aquí?
Darcy miró a Brougham.
—¿Te gustaría ver a Georgiana, Dy?
—Será un gran placer —contestó su amigo de manera formal, pero al bajar la voz añadió—: Hace mucho tiempo.
—¡Bien! Witcher, que lleven el té al salón. Nosotros subimos ahora. —Al mismo tiempo que Witcher se marchaba para organizado todo, los dos salieron al corredor; pero Darcy disminuyó la marcha cuando el hombre se perdió de vista—. La vas a encontrar muy cambiada, Dy —comenzó a decir.
—Eso me imagino —interrumpió Brougham—. ¡Han pasado casi siete años!
—¡Siete! —exclamó Darcy—. ¿Tanto tiempo?
—¡Desde la universidad! La última vez que la vi fue en esta casa, durante la recepción que ofreció tu padre con motivo de tu graduación. Él y Georgiana bajaron durante unos minutos. Creo que la salud del señor Darcy le impidió quedarse más tiempo.
—Sí. —Darcy asintió con la cabeza y frunció el entrecejo al recordar—. Fue la última vez que apareció en público. Yo no me enteré de su enfermedad hasta después de eso. No permitía que nadie hablara de ello, ni siquiera conmigo. —A grandes zancadas alcanzaron finalmente las puertas del salón—. Georgiana —llamó Darcy antes de que el criado que les abrió la puerta pudiera anunciarlos—, un viejo amigo ha venido a verte. ¿Puedes adivinar de quién se trata?
Darcy y Brougham se encontraron a Georgiana profundamente concentrada en una lección, porque al levantar la cabeza de los libros que ella y la señora Annesley tenían desplegados ante ellas, su expresión fue la de alguien que trata de reordenar sus pensamientos para atender un tema muy distinto de aquel en el que estaba absorto. Sonriendo por la intromisión de su hermano, Georgiana se levantó y le hizo una reverencia a su acompañante, pero Darcy no vio en sus ojos ningún indicio de que lo hubiese reconocido.
—Vamos, señorita Darcy, ¡no me diga que no me reconoce! —Brougham le hizo una elegante inclinación y, al levantarse, le dedicó su famosa sonrisa encantadora.
—¿Mi… milord Brougham? —Georgiana volvió a inclinarse, confundida—. Por favor, perdóneme, no le he reconocido.
—¡De inmediato! ¿Quién puede negarse a algo que pida la encantadora señorita Darcy? Pero me temo que acabamos de interrumpir una de sus clases. ¿Acaso su hermano la mantiene siempre entre libros como le sucede a él mismo? —Brougham pasó su monóculo por encima de los libros abiertos sobre la mesita baja—. ¡Debe usted echar de menos un poco de distracción!
—¡Oh, no, milord! La señora Annesley y yo… disfrutamos… disfrutamos b-bastante de nuestras actividades —tartamudeó Georgiana.
—Por favor no me trate usted de «milord», señorita Darcy —dijo Brougham con un suspiro—. ¡Eso me aburre mortalmente! Puede llamarme Brougham, como hace su hermano. —Se llevó el monóculo al ojo y la examinó desde la punta de los zapatos hasta los rizos que rodeaban su rostro—. Pero, Dios mío, ha crecido usted mucho, querida niña.
Georgiana se sonrojó, desconcertada por el curioso personaje que tenía ante ella, cuya cuidadosa apariencia y peculiares modales no se parecían en nada al joven serio que recordaba de la infancia. Dando un paso atrás, señaló a su dama de compañía.
—¿Me permite presentarle a mi dama de compañía, la señora Annesley? Señora Annesley, lord Brougham, conde de Westmarch.
Brougham hizo una reverencia.
—Encantado, señora. Perdóneme por interrumpir su clase, ¿o se trataba más bien de una conversación privada?
—Milord. —La señora Annesley le hizo una reverencia—. Ninguna de las dos, señor. Más bien un estudio conjunto, pero que se puede dejar para otro momento sin problema.
—¡Un estudio! —Los ojos de Brougham brillaron con interés—. Esperaba que la señorita Darcy fuese una alumna aventajada. Después de todo, su hermano y yo competimos hombro con hombro en la universidad. ¡Pero usted me deja pasmado, señora! —Se acercó a la mesa—. ¿Qué está usted estudiando, señorita Darcy?
Preocupado por la posibilidad de que Georgiana quedara expuesta al terrible sarcasmo de su amigo, si Brougham descubría el tema de estudio de su hermana, Darcy intervino.
—¿Y desde cuándo te interesa tanto la educación femenina, Dy? —preguntó, mientras la señora Annesley, al ver su gesto, recogía rápidamente los libros y los colocaba en un montón.
—¿Qué no daría un hombre por comprender la mente femenina, Fitz? —contestó Brougham, irguiéndose en una pose declamatoria a la vez que las damas recogían los volúmenes—. Es uno de los misterios originales de la creación, destinado, sin duda, a recordarnos a los hombres que, dentro de nuestra armadura de lógica y pasión marcial, todavía estamos incompletos sin la hembra de nuestra raza. ¿No es así, señorita Darcy?
Ocupada en ayudar a la señora Annesley a recoger los objetos de su estudio, Georgiana se sobresaltó de repente al oír que Brougham se dirigía a ella. En medio de su sorpresa, los libros que tenía en los brazos comenzaron a resbalar y el más pequeño se escapó de sus manos, aterrizando sobre el pie de Brougham.
—¡Milord! —gritó Georgiana, uniéndose al involuntario aullido de dolor de Brougham, y enseguida se inclinó para recoger el travieso volumen.
—No es nada —dijo Brougham jadeando y mordiéndose el labio. Luego hizo un gesto con la mano para evitar que Georgiana se agachara a recoger el libro—. Por favor, permítame. Como recompensa por el golpe que acabo de recibir, exijo conocer el objeto de su estudio, aunque su hermano me saque a rastras.