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Chapter 106 - Capítulo 106.- La naturaleza de la clemencia VIII

Después de que una amable sonrisa remplazara la expresión de enojo de su rostro, Fitzwilliam tomó suavemente la mano de Georgiana y le estampó un beso sobre los dedos enguantados, mientras confesaba:

—Tienes mucha razón, mi querida niña, y haré lo que dices. Darcy, confío en que tú me perdones. —Le hizo una ligera inclinación a su primo y tomó el mismo camino que su hermano había seguido hacia la puerta.

Los dos hermanos se quedaron observándolo un momento y luego se miraron el uno al otro, mientras Darcy le ofrecía el brazo a Georgiana. Ella lo tomó con elegancia y juntos avanzaron hacia las antiguas puertas de la iglesia.

—Estoy aterrado por el comportamiento de nuestros primos y no puedo entender cómo pueden olvidarse de que están en tu presencia, Georgiana. ¡Pero debo decir que has actuado a la perfección! —Darcy casi suelta una carcajada—. Rara vez había visto a Richard tan arrepentido en un lapso de tiempo tan corto. ¡Ése sí que ha sido un milagro!

—¿Milagro? —A Georgiana se le asomó el hoyuelo al oír el elogio de Darcy—. Te agradezco el cumplido, pero ya sea dentro de estas santas paredes o fuera, no puedo atribuirme semejante mérito.

—El hecho de que lo digas te honra —contestó él en voz baja. Ya habían salido de la iglesia y estaban llegando al carruaje. Darcy le dio la mano a Georgiana y se subió detrás de ella. Tras asegurarse de que su hermana estaba bien acomodada y darle al cochero la señal de salida, se recostó contra los cojines. El coche arrancó lentamente, mientras James maniobraba para conducir a los caballos por el sendero que bajaba de Church Hill y a través de las estrechas callecitas de Lambton. Minutos después estaban cruzando el antiguo puente de piedra sobre el Ere y se acercaban a la entrada de Pemberley.

Aunque Georgiana miraba por la ventanilla del carruaje, Darcy podía ver la expresión de su delicada barbilla bajo el borde del sombrero. La observó en silencio, mientras ella iba ensimismada en sus pensamientos. Alcanzó a oír varias veces pequeños suspiros que él no debía haber escuchado, pero que le hicieron tomar la decisión de esperar hasta que ella quisiera hablar.

Por fin la muchacha se giró hacia él, con actitud vacilante.

—Fitzwilliam, ¿recuerdas las palabras de la liturgia de esta mañana?

—¿Cuáles, querida? —Darcy la miró con seriedad.

—La oración acerca de la gracia y la clemencia de nuestro Señor en la parte que Él nos permite dirigir. —La voz le tembló un poco y Darcy se dio cuenta de que Georgiana parecía muy emocionada.

—Sí, las recuerdo —respondió.

—Cuando dijiste que había hecho que el primo Richard se sintiera arrepentido, eso no fue obra mía. Eso es… clemencia. Estoy segura de que la motivación de su arrepentimiento fue la clemencia del perdón, que se da tan libremente como se recibe. —Georgiana tembló de tal manera al terminar la frase que Darcy se quitó el abrigo de viaje y lo colocó sobre los hombros de su hermana. Luego, tomando sus manos, las frotó entre las suyas.

—Pero, Georgiana, la clemencia tiene su propio poder. Está por encima de la «autoridad del cetro», si hemos de creer a Shakespeare, y tiene más efecto que «la corona de un monarca sobre su trono». Es…

—«… dos veces bendita» —citó Georgiana—. «Bendice al que la concede y al que la recibe». Fitzwilliam, sólo dio a Richard lo que yo he recibido, y por eso me siento tan agradecida como él.

Darcy soltó un pesado suspiro y metió las manos de Georgiana debajo de la manta del coche, como solía hacerlo cuando ella era una niña.

—Quisiera hacerte una pregunta. El pasaje de esta mañana que decía, «Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento…». ¿Es eso lo que has estado tratando de decirme? ¿Que tu recuperación de… de todo se debe a…? —No pudo seguir hablando porque le faltaron las palabras.

—¿Se debe a la clemencia divina? —completó Georgiana con ternura—. Sí, mi querido hermano, exactamente eso. —El coche redujo la marcha para tomar la curva del sendero que conducía hasta la puerta, pero la disminución del golpeteo no animó a ninguno de los dos ocupantes del vehículo a seguir hablando. En lugar de eso, cada uno miró al otro en medio de un silencio reflexivo que ninguno de los dos pudo romper.

Cuando todos se reunieron finalmente en la mansión y Darcy les rogó a sus tíos que se sentaran a la mesa para disfrutar de la estupenda comida que su cocinero tenía el orgullo de ofrecerles a los invitados de Pemberley, era evidente que los hijos del conde habían arreglado sus diferencias. La conversación entre los dos y las miradas que intercambiaban eran una muestra de tolerancia mutua que llamó la atención de todos los que estaban sentados a la mesa e hizo que su padre enarcara las cejas de vez en cuando a medida que la comida avanzaba.

—Darcy, por favor pídele al lacayo que me traiga un vaso de soda y agua, porque me temo que esta demostración de civismo y urbanidad me va a resultar indigesta —pidió finalmente el conde de Matlock, después de observar otro amable intercambio entre los dos hermanos.

—¡Padre! —exclamó Fitzwilliam—. Yo diría que tu digestión va a mejorar, ahora que Alex y yo hemos declarado una «tregua».

—¿Una tregua? —El conde de Matlock miró a su alrededor para ver si alguno de los presentes era consciente de la forma en que su hijo pequeño había explicado este nuevo acuerdo—. D'Arcy, ¿qué dices tú?

—Es tal como dice Richard, su señoría —respondió enseguida D'Arcy y bebió un sorbo de vino—. Al menos de momento. —Colocó la copa sobre la mesa con delicada precisión, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa traviesa.

—Entonces que el momento presente se extienda por toda la eternidad —suspiró lady Matlock—, porque eso es precisamente lo que yo deseo. Me ofrezco como testigo de tu tregua, Alex. —Miró a su hijo de manera penetrante y luego a Richard—. ¡Richard, si mantenéis los términos del acuerdo al menos hasta el día de Reyes, no quiero otro regalo de Navidad!

Los dos hijos tuvieron la elegancia de ruborizarse, pero fue Fitzwilliam quien se puso de pie y tomó la mano de su madre entre las suyas, antes de decir:

—Será como tú desees, madre. Para hacer honor a la época en que estamos y honrarte a ti, los hombres de nuestra familia descansarán en medio de la alegría.

Darcy miró con disimulo a Georgiana, para ver su reacción ante la inesperada escena que se desarrollaba ante ellos. Con lágrimas en los ojos, la muchacha observó cómo Richard se inclinaba ante la mano de su madre y le estampaba un afectuoso beso. Cuando Alex se unió a ellos desde el otro lado y se inclinó para besar la mejilla de su madre, Georgiana cerró los ojos. Darcy la observó mientras ella recitaba en silencio lo que supuso era una plegaria de agradecimiento y luego vio cómo la lágrima, que hasta entonces había contenido, se deslizaba solitaria por su mejilla. Pero antes de que ella pudiera darse cuenta de que él la observaba, desvió la mirada.

La cena transcurrió en un ambiente tan alegre que los caballeros prefirieron prescindir del brandy y el tabaco para quedarse con las damas y disfrutar del entretenimiento que les habían prometido. Georgiana se levantó, acercándose a su tía, que todavía estaba muy conmovida por la reconciliación de sus hijos. Lady Matlock tomó el brazo de su sobrina con tanta alegría que la jovencita se olvidó por un momento de todos los años que parecía haber ganado debido al sufrimiento y su corazón saltó de alegría mientras conducía a su tía por el corredor.

Darcy se sintió feliz y muy aliviado al ver aquella especie de regreso de su hermana a la infancia, y siguió con la mirada a las dos mujeres que se dirigían al salón de música. Pero en lugar de seguirlas a ellas o a D'Arcy, decidió esperar a su tío. Al dar media vuelta para ver si el conde estaba listo, vio que estaba concentrado en un emotivo diálogo con su hijo menor, y se estrechaban fuertemente las manos. Salió entonces sigilosamente del comedor para esperarlos en el pasillo, mientras sentía un ataque de nostalgia que lo oprimía en su interior y lo dejaba sin aire. Todavía no estaba bien. El dolor por la muerte de su padre, fallecido hacía cinco años, aún se apoderaba de él y lo golpeaba de tal forma que podía arrancarle lágrimas si no se controlaba enseguida.