Aparte del nuevo régimen de «caridad dominical» de Georgiana, al cual se había sometido contra su voluntad, Darcy encontró que los días antes de Navidad evocaban la alegría tradicional de la época y sus agradables costumbres. Todos los criados, desde el artesano más refinado hasta el mozo más humilde de las caballerizas, parecían realizar su trabajo con una alegría de ánimo y una sonrisa que atestiguaba la gran expectativa que despertaba el gran día. La noticia de que Pemberley volvería a recuperar las tradiciones del pasado después de guardar cinco años de luto por la muerte del último amo se había extendido más allá de los límites de la propiedad, llegando a los vecinos y al pueblo de Lambton, e incluso hasta las proximidades de Derby. Así que se había convertido en algo habitual que Darcy levantara la vista de su libro o de los papeles que estaba leyendo para ver a un alegre Reynolds que venía a anunciar la llegada de otro vecino que esperaba ser recibido en el salón o de otro grupo de personas que querían deleitarse con la decoración de los salones de Pemberley que estaban abiertos al público.
Aunque seguían estando en silencioso desacuerdo en lo relativo al tema de sus visitas y sus actos de caridad, Darcy no pudo evitar caer rendido ante la felicidad de su hermana mientras participaba en los preparativos para las fiestas. Pasaban los días en afectuosa armonía, preparándose para la visita de sus parientes. Por las noches, cuando Darcy unía su voz a la de Georgiana en una canción, o la acompañaba con su violín, la cálida atmósfera del salón de música se llenaba con las melodías de sus dúos, rebosantes de alegría.
Darcy podría haber dicho que se sentía feliz, si no fuera por una cierta inquietud que ensombrecía sus días y acechaba sus noches. Le resultaba difícil caminar por los engalanados salones de su casa, perfumados con pino y canela, sin que lo asaltaran los recuerdos de navidades anteriores, cuando sus padres todavía vivían. La sombra de sus padres lo asaltaba en los momentos más inesperados, obligándolo a aguzar la vista, y cuando se desvanecía, Darcy sacudía la cabeza mientras se reprendía a sí mismo. Georgiana no parecía tan afectada por los recuerdos, pues siendo más joven, Darcy suponía que estos no debían ser tan intensos como los suyos. Pero aquellas evocaciones del pasado no eran la única causa de su pesadumbre. Una permanente inquietud, una sensación de estar incompleto lo invadía a cada momento.
Con el paso de los días todo estuvo dispuesto para las festividades. La víspera de la llegada de sus tíos, Georgiana estaba practicando tranquilamente al piano la parte que le correspondía del dúo que iban a interpretar, pero Darcy deambulaba por el salón de música, sin poder sumergirse en la calma de las actividades que solía desarrollar mientras esperaba a que su hermana terminara. Finalmente la muchacha dejó de tocar.
—Hermano, ¿te pasa algo? —La voz de Georgiana lo hizo detenerse.
—No, sólo estoy un poco nervioso, supongo —dijo suspirando—. Por el viaje de nuestro tío. —Darcy se volvió hacia Georgiana y tomó su violín—. ¿Estás lista para que toquemos juntos?
—¿Nervioso, Fitzwilliam? —Georgiana frunció un poco el ceño—. Si eso es cierto, entonces has estado «nervioso» desde que regresaste. —Darcy acomodó el instrumento contra su barbilla y deslizó el arco sobre las cuerdas para comprobar la afinación.
—Estoy seguro de que son imaginaciones tuyas. —Darcy descartó enseguida la preocupación de su hermana—. En todo caso, ya pasará. —Tomó su posición detrás de ella, junto al piano—. ¿Empezamos desde el principio?
—¿De verdad? —contestó Georgiana, poniendo las manos sobre el regazo y girándose hacia él—. Me gustaría que empezaras desde el principio y me dijeras la verdad. Fitzwilliam, ¿qué es lo que te tiene tan distraído?
—Te ruego que me creas cuando te digo que son imaginaciones tuyas, Georgiana. —Darcy no quería mirarla a los ojos, así que mantuvo la mirada fija en la partitura que estaba detrás de ella. ¿Cómo podía decirle algo que ni siquiera él mismo sabía?
—Yo creo que te sientes solo y echas de menos a alguien —insistió Georgiana con voz suave.
—¡Solo! —exclamó Darcy, al tiempo que apartaba el violín de su barbilla.
—Y creo que ese «alguien» es la señorita Elizabeth Bennet —concluyó Georgiana con seguridad.
Un largo silencio se extendió entre ellos. Darcy observó a su hermana, tratando de contrastar la teoría de Georgiana con sus propias emociones. La muchacha le dio unas palmaditas en el brazo y luego se levantó del taburete y se dirigió hasta una mesa, de donde tomó un libro del que colgaba un arco iris de hilos de bordar. Tras abrir cuidadosamente el libro, agarró el entramado de hilos que reposaba entre las páginas y se lo mostró, extendido sobre la palma de su mano.
—Este es un marcador de páginas poco usual para un caballero, Fitzwilliam. —Una sonrisa traviesa cubrió su rostro—. A menos que también sea un recuerdo especial, el preciado recuerdo de una dama especial. —Georgiana avanzó hasta donde estaba Darcy, tomó su mano y le puso el entramado de hilos sobre la palma—. Tú observas el aire, estudias una habitación o miras los jardines cubiertos de nieve, y es como si yo no estuviera aquí. O mejor, como si alguien más estuviera aquí. En esos momentos, por tu rostro cruzan las expresiones más interesantes: a veces es la tristeza, a veces, la inflexibilidad, y en otras ocasiones tus ojos reflejan una soledad tan grande que no puedo soportar mirarte.
Darcy bajó la mirada hacia la trenza de hilos brillantes que reposaba en la palma de su mano; luego, endureciendo el corazón, cerró los dedos sobre ella.
—Tal vez tengas razón, Georgiana, pero debes unirte a mí y rogar para que no sea así, porque la dama en cuestión y su familia están tan claramente por debajo de la nuestra que una alianza sería impensable. Convertirla en mi esposa, y madre del heredero de Pemberley, sería degradar el apellido Darcy, cuyo honor he jurado mantener en todos los aspectos. —Al contemplar la imagen que conjuraron sus palabras, sintió que la voz se le quebraba en la garganta.