Aparte de la decoración típicamente masculina representada por pesadas sillas y mesas, una exhibición de armas exquisitamente repujadas y grabados de caza, las numerosas ventanas del estudio ofrecían una soberbia vista. Con el hombro apoyado contra el marco, Darcy se quedó mirando el jardín diseñado por su abuela muchos años atrás. Estaba cubierto por un resplandeciente manto de nieve y su prístina blancura contrastaba delicadamente con la variedad de árboles de hojas perennes que lo adornaban y el sendero de ladrillos rojos que serpenteaba con gracia entre ellos.
A pesar de la hermosura del paisaje, éste fue desplazado rápidamente por las imágenes de Georgiana durante la cena de la noche anterior. La cena que ella había ordenado resultó más que satisfactoria, pues constaba de muchos de sus platos favoritos y un buen vino que lo complementaba todo. La mesa estaba dispuesta de forma exquisita con un bonito arreglo de flores y ramas que ella misma había preparado, según se enteró Darcy cuando hizo referencia a él. Georgiana se había sonrojado un poco al ver el gesto de aprobación de su hermano y le había agradecido el cumplido con una gracia que él nunca antes había visto en ella.
La conversación había girado alrededor de asuntos locales: los niños que habían nacido en las familias de sus arrendatarios, las muertes ocurridas en el pueblo, la fiesta de la cosecha en Lambton y el servicio anual de acción de gracias en la iglesia de St. Lawrence el mes anterior. Durante toda la velada, Darcy la había observado, sorprendiéndose a cada instante de la magnitud de los cambios que apreciaba en aquella nueva criatura en la que se había convertido su hermana. Todavía había momentos de timidez y vacilación. Ocasionalmente Georgiana había respondido a algunas de sus bromas con miradas de desconcierto, pero, en general, había contestado a todas sus preguntas sobre los arrendatarios y vecinos con un tono seguro y amable, y un sentimiento de compasión recientemente adquirido que cubría su semblante cuando hablaba. Al final de la cena, Darcy se había limitado a contemplarla, maravillándose con lo que veía.
Georgiana se había levantado cuando retiraron el último plato para dejarlo disfrutar tranquilamente de una copa de oporto, pero él había declinado el ofrecimiento, declarando que, después de todos esos meses y varias cartas que daban constancia de su dedicación, seguramente ella debía tener alguna pieza que interpretar. La muchacha se había reído, animada por la verdadera felicidad que le producía el hecho de estar en compañía de su hermano, y había dejado que él la condujera de nuevo al salón de música, donde ella tocó para él durante media hora. Luego Darcy había sacado su abandonado violín y se había unido a ella en el piano, para tocar duetos hasta que los dedos le dolieron.
El caballero bajó los ojos para examinarse la mano izquierda y la flexionó a pesar del dolor, pero un ruido en la puerta lo hizo levantar la cabeza. Apretó los labios con determinación. La dama había llegado antes de tiempo, pero tanto mejor. Tal vez ahora podría obtener algunas respuestas.
—Entre —dijo, pero la única respuesta fue un ruido como si alguien estuviese manipulando la manija de la puerta y un extraño golpeteo—. ¡Entre! —repitió y la manija giró lo suficiente como para permitir que la puerta se abriera un poco. Confundido, Darcy se enderezó y avanzó un paso—. ¿Qué es lo que está…?
De repente, la puerta giró sobre los goznes y una enorme sombra de color café, negro y blanco se abalanzó dentro del estudio. Darcy corrió al escritorio y dejó la taza sobre la mesa antes de que el remolino pudiera alcanzarlo.
—¡Trafalgar, siéntate! —gritó Darcy, preparándose para el impacto, pero tan pronto las palabras salieron de su boca, las patas traseras del sabueso se asentaron sobre el brillante suelo de madera. El animal resbaló varios metros, mientras trataba desesperadamente de frenar con las patas delanteras, antes de chocar contra la bota de Darcy. Una inmensa lengua rosada lamió la punta negra de la bota, antes de que el animal levantara, contento, los ojos hacia la cara de su amo.
—¡Señor Darcy! ¡Ay, señor… Lo lamento mucho, señor! —Cuando Darcy apartó la vista de la mueca de burla que tenía su impetuoso animal, vio a uno de los mozos de cuadra más jóvenes, parado en el umbral, balanceándose mientras retorcía una gorra entre las manos—. Estaba trayéndolo, tal como usted ordenó, señor Darcy. Pero se me escapó, señor. Es muy astuto.
Darcy bajó la vista hacia Trafalgar, que mientras tanto había girado la cabeza para observar al mozo. Si no supiera que era imposible, habría jurado que el perro se estaba riendo. Darcy sacudió la cabeza.
—Puede dejarlo conmigo, Joseph, pero si se le vuelve a escapar, llévelo otra vez a la entrada de servicio, en lugar de dejarlo entrar en mi estudio. Hay que obligarle a que aprenda algunos modales, por lo menos. —Darcy se inclinó, agarró el hocico del sabueso y lo levantó hasta la altura de sus ojos—. Eso es, si quieres seguir siendo el perro de un caballero. —Trafalgar gimió un poco al oír el tono de su amo, pero luego ladró para mostrar su acuerdo, que selló con un ligero lametazo a la mano de Darcy.
—¡Pero, señor Darcy, yo no lo dejé entrar!
—¿No abrió usted la puerta, Joseph?
—No, señor. ¡De ninguna manera, señor! Él ya estaba en su estudio cuando yo di la vuelta a la esquina. —Los dos hombres miraron con curiosidad al sabueso, que por el momento estaba totalmente concentrado en mostrar un comportamiento apropiado para el animal del más distinguido de los caballeros.
—¿Me está diciendo que él ha abierto la puerta por sí mismo? —preguntó Darcy con incredulidad. El joven mozo volvió a retorcer la gorra y se encogió de hombros.
—Discúlpeme, pero es bastante posible que el perro haya abierto la puerta él solo —dijo de repente una voz femenina, modulando suavemente cada palabra. Ya he visto ese truco, aunque primero hay que entrenar al animal. —El mozo se apartó de la puerta y se inclinó ante la dama, mientras ella se detenía a su lado. La mujer sonrió, haciendo un gesto de asentimiento, antes de volverse hacia Darcy y hacer una reverencia—. Señor Darcy.
—¡Señora Annesley! —Darcy miró el reloj de reojo. Mostraba que, en efecto, eran las nueve y había llegado la hora de su cita con la dama de compañía de Georgiana. No era así precisamente como había previsto que comenzara aquella entrevista. Pero Darcy ocultó hábilmente cierta molestia que le causaba el hecho de haber sido atrapado fuera de lugar—. Por favor, entre señora. —Darcy dio un paso atrás y señaló una silla.