Recostado en el asiento del escritorio de su estudio, mordisqueándose el labio inferior, Darcy revisaba una vez más las cartas de referencia que tenía en la mano. Satisfecho tras memorizar todos los detalles de la primera, la dejó a un lado y procedió a tomar la segunda, cuando el reloj barroco que había sobre la chimenea marcó las ocho y media. Con precisión milimetrada, en ese mismo instante se abrió la puerta del estudio y entró el señor Reynolds, acompañado de un lacayo que traía una bandeja con el café matutino y una tostada para su patrón.
—Reynolds. —Darcy levantó la vista de su lectura y le hizo señas al lacayo para que dejara la bandeja sobre el escritorio—. Espere un momento, por favor.
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle? —El anciano le indicó al lacayo que podía marcharse y le pidió que cerrara la puerta al salir.
El caballero dejó el resto de las cartas sobre el escritorio y levantó la vista para observar fijamente al miembro más antiguo de la servidumbre de Pemberley. El conocimiento que Reynolds tenía sobre los detalles de la vida de la casa no lo poseía nadie más, y durante y después de la enfermedad del antiguo señor Darcy, su infalible orientación en todas las cosas relacionadas con la mansión había sido tan necesaria para Darcy como la de Hinchcliffe en el ámbito de los negocios. En resumen, Reynolds era un hombre que respetaba el apellido Darcy tanto como el propio Darcy y éste tenía en él absoluta confianza.
—Me parece que voy a ponerlo en una posición terriblemente incómoda, Reynolds, pero el asunto es de tanta importancia que debo pedirle toda su comprensión y ayuda.
—¡Desde luego, señor! —afirmó Reynolds, deseoso de mostrar su buena disposición, aunque en su rostro apareció reflejada una cierta sorpresa al oír el preámbulo de su patrón.
Darcy apartó la mirada de su amable empleado, sintiéndose muy molesto al tener que hacer aquella petición.
—Bueno, no hay una manera delicada de plantear esto, así que iré directo al grano —dijo, volviendo a clavar los ojos en Reynolds—. ¿Qué puede decirme de la dama de compañía de la señorita Darcy, la señora Annesley?
—¿La señora Annesley, señor? —Reynolds enarcó las cejas. Se balanceó lentamente sobre las puntas de los pies, antes de responder—: Bueno, señor… Ella es una señora muy amable, señor, discreta y honorable.
—¿Y…? —insistió Darcy, tan incómodo por tener que presionar a Reynolds para que le diera más respuestas como éste por tener que darlas.
—¿Y qué, señor?
—La mujer lleva cuatro meses aquí —observó Darcy de manera tajante, contrariado por la aparente falta de comprensión del mayordomo—. ¡Debe de haber más cosas que pueda decirme sobre ella!
Reynolds frunció el entrecejo, arrugando sus pobladas cejas blancas, al tiempo que se llevaba un dedo al cuello, colocándoselo. Tardó algunos segundos más en aclararse la garganta. Luego se enderezó todo lo que pudo y se dirigió a Darcy con un tono cargado de desaprobación.
—Como usted bien sabe, no me gustan los chismes, señor Darcy. No les presto atención y tampoco los propago. —Entrecerró los ojos para mirar la actitud de su joven patrón y, al ver la insatisfacción que ésta reflejaba, agregó con cuidado—: Todo lo que diré es que ella no se siente superior y que es amable con todos los criados, desde el de mayor rango hasta el más humilde, señor. —Se movió un poco bajo la inquisitiva mirada de Darcy antes de añadir—: La señorita Darcy la quiere mucho. —El hombre buscó un gesto que lo liberara de la obligación de decir más, pero al no encontrar ninguno, pareció luchar un poco consigo mismo antes de confesar, por fin—: Y yo la bendigo, señor Darcy, la bendigo a todas horas por lo que ha hecho por la señorita; y eso, señor, es todo.
—Entonces eso será suficiente, Reynolds. —Darcy despachó al mayordomo y torció la boca ante lo que era, para Reynolds, una inspirada defensa de la dama. La señora Annesley tenía la aprobación de Reynolds y eso significaba mucho. Tal vez ahora podía concederle un poco más de credibilidad a toda la admiración que surgía de esas referencias que tenía delante de él y que tenían que ver con la señora en cuestión. Estiró los brazos hacia la bandeja y sirvió un poco de leche fresca en la taza; luego la llenó hasta el borde con la aromática bebida, antes de volver a tomar las otras dos cartas y buscar la tercera. Se llevó la taza a los labios y sopló con suavidad mientras memorizaba los detalles de la tercera misiva. El contenido de las cartas no le resultaba desconocido. Las había leído con el mismo cuidado el mismo día que llegaron, cinco meses atrás, cuando estaba buscando frenéticamente una nueva dama de compañía para Georgiana de la que pudiera fiarse. Pero esta vez trataba de averiguar algo más revelador sobre la dama, aparte de sus impecables referencias y los testimonios normales de sus anteriores patrones. Pero ese «algo» todavía no lo había encontrado.
Dejó las cartas sobre la mesa y se levantó con la taza en la mano para contemplar la plácida vista que ofrecía la ventana. Antes de que su padre muriera, ese estudio solía ser su refugio privado; con las paredes revestidas de madera, había sido un lugar misterioso durante su infancia y un sitio relacionado con los juiciosos dictámenes de su padre durante su adolescencia. Era una habitación íntima que había servido de archivo para los libros de la propiedad hasta que, tres cuartos de siglo antes, los planes de su bisabuelo para mejorar Pemberley incluyeron una enorme y elegante biblioteca. Aunque ahora seguía albergando preciados tesoros de los patriarcas de la familia, el estudio servía principalmente para alojar la colección personal de libros de Darcy y guardar los papeles y documentos en donde se registraban los negocios y estados financieros de la propiedad desde que se tenía registro.