Bingley soltó una carcajada.
—Acepto tus buenos deseos, a pesar de que sé que fue difícil ofrecérmelos, y coincido de todo corazón. No tenía idea de la sensación que causaríamos sólo por el hecho de asistir a la iglesia. —Sacudió la cabeza con incredulidad—. ¡Ya has visto el resultado! No alcanzaba a terminar una frase cuando ya me estaban inundando con cinco nuevas preguntas o invitaciones.
—La señorita Bennet, según recuerdo, no formaba parte del corrillo —señaló Darcy.
—No, ni ella ni su hermana, la señorita Elizabeth Bennet. —Fue la melancólica respuesta. Darcy decidió ignorar la última observación—. Ambas estuvieron todo el tiempo absortas en una prolongada conversación con el vicario y su esposa.
—¿Sin sonrisas? —preguntó Darcy, pero de inmediato deseó haberse abstenido del comentario sarcástico.
—En realidad, sí —contestó Bingley en tono neutro, sin estar totalmente seguro de la intención de la pregunta, pero evidentemente decidido a no dejarse intimidar—. Alcancé a ver su mirada antes de que Caroline nos apresurara para que nos subiéramos al coche. —Hizo una pausa y adoptó una actitud dramática, poniéndose la mano sobre el corazón—. Fui recompensado con una sonrisa que ha mantenido mis esperanzas durante casi… veinticuatro horas. —En ese momento, él y Darcy soltaron una carcajada, tanto por la actuación de Bingley como en señal de alivio por haberse reconciliado.
Cuando recuperaron la compostura, Bingley se levantó.
—Ya casi es hora, ya sabes. Venía a decirte que un mozo del establo trajo la noticia de que había visto un carruaje a poco más de un kilómetro de la puerta. —Hizo una pausa, respiró profundamente y, mirando directamente a Darcy, prosiguió—: Sé cuánto te molestan estas cosas y me considero afortunado por el hecho de que hayas aceptado acompañarme. No sé cómo…
—No hay necesidad, Bingley —interrumpió Darcy, girando un poco la cabeza—. Tu amistad es suficiente razón y recompensa para cualquier servicio que pueda prestarte. —Se dirigió rápidamente hacia una mesita sobre la que había una licorera—. Ahora, completemos nuestra preparación para la mañana que nos aguarda. ¿Qué te parece un vasito de licor antes de enfrentarnos a los dragones de Meryton? —Anticipándose a una respuesta positiva, Darcy retiró la tapa de cristal y sirvió el líquido amarillo en los vasos. Bingley se apropió de uno y, levantándolo, brindó con Darcy. Su amigo le devolvió el gesto con solemnidad.
Instantes después de haber dejado los vasos sobre la bandeja, oyeron un golpe en la puerta de la biblioteca, que se abrió para dejar entrar a la señorita Bingley. Casi antes de que la dama se incorporara después de hacer su reverencia, le tendió la mano a su hermano y miró a los dos caballeros con una sonrisa espléndida.
—Charles, señor Darcy, nuestros primeros invitados están bajándose del coche y acaban de decirme que han visto otro carruaje no muy lejos. Tendremos una numerosa asistencia, no me cabe duda.
—Y tú la dirigirás maravillosamente, Caroline —dijo Bingley, mirando a su hermana—. En muy poco tiempo estarás dominando la sociedad de Meryton.
La señorita Bingley agradeció el cumplido de su hermano con una sonrisa forzada.
—Ya veremos, hermano —dijo y luego se giró hacia Darcy, con una expresión totalmente distinta—. Señor Darcy, debo agradecerle nuevamente que haya compartido su libro de plegarias conmigo ayer. No entiendo cómo he podido perder el mío. ¡Es tan irritante! Estoy segura de que lo encontraré pronto. Nunca puedo tenerlo muy lejos, ya sabe. —Durante ese extraordinario discurso, Bingley miró con gesto inquisitivo a su hermana, pero al oír su última afirmación se sobresaltó visiblemente y dirigió la vista a Darcy para ver su reacción ante esta última solicitud de aprobación por parte de Caroline.
Darcy necesitó de todo su autodominio para reprimir un gesto delator en sus labios, mientras que, con una solemnidad digna de un obispo, le aseguraba a la señorita Bingley que estaba seguro de que su búsqueda pronto tendría éxito.
—No obstante —concluyó—, tanta constancia en el estudio de sus versículos debe restarle importancia al hecho de haberlo perdido, pues usted seguramente conoce de memoria la mayoría de las plegarias. —El anuncio de la llegada de invitados salvó a la señorita Bingley de la necesidad de responder. Después de hacer una pronunciada reverencia y en medio del susurro que producía el roce de su falda, abandonó rápidamente la biblioteca.
Bingley se contuvo únicamente hasta que se aseguró de que su hermana se había alejado suficientemente.
—¿Qué es toda esa historia acerca de su libro de plegarias? —logró decir entre jadeos. La mirada inocente de Darcy no lo engañó ni por un instante—. ¡Vamos, tienes que contármelo! Caroline no había vuelto a mirar su libro de plegarias desde que salió de la escuela para señoritas, ni a prestar atención a un sermón. Cuando tú bajaste ayer a desayunar, preparado para asistir a los servicios religiosos, creí que a mis hermanas se les salían los ojos de las órbitas. Me parece que voy a tener que recompensar a sus doncellas con una guinea extra por la conmoción que tuvieron que soportar al ayudarlas a arreglarse por segunda vez en una mañana.
—¿Por qué habrían de asombrarse por el hecho de que yo asistiera a la iglesia? —preguntó Darcy—. Me han visto hacerlo regularmente en Derbyshire y con seguridad saben que tengo un banco en St…, en Londres, que Georgiana y yo rara vez dejamos de ocupar.
—No estoy seguro. Tal vez porque no estamos en Derbyshire ni en Londres. —Al ver la expresión de desconcierto de Darcy, Bingley elaboró un poco más la idea—: Creo que ellas piensan que tú lo haces sólo para que te vean —se apresuró a explicar—. Ellas sólo asisten si saben que va a ir algún personaje influyente. El que tú asistas con más frecuencia se justifica, supongo, por el hecho de que debes sentirte obligado a darles ejemplo a tus arrendatarios y a tu hermana, y porque tu posición exige que guardes ciertas apariencias para mantener determinadas relaciones. —Bingley cayó en un silencio incómodo.
Darcy había enarcado significativamente la ceja izquierda durante la explicación de Bingley y, cuando su amigo concluyó, dio un paso hacia atrás y le dio la vuelta al sillón para dejarle ver el libro que había tenido la intención de comenzar: el primer volumen de Las obras del reverendo George Whitefield. Bingley se puso colorado y luego soltó una confusa carcajada.
—Desde luego, ellas no te conocen tanto como yo. Qué ideas tan estúpidas…
Darcy se inclinó sobre el respaldo del sillón, tomó el volumen y, con una sonrisita sarcástica, se lo lanzó a Bingley, en cuyo rostro apareció de inmediato una oleada de alivio.
—Es posible que ellas no estén tan equivocadas en su apreciación, Charles. No puedo negar que mi motivación más frecuente ha sido el deber, más que cualquier cosa que se parezca a la verdadera devoción. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el libro que reposaba en las manos de Bingley—. Al menos, ésa sería la opinión del reverendo Whitefield.
Bingley colocó el libro rápidamente sobre el escritorio, como si de repente se hubiese vuelto demasiado caliente para tenerlo en las manos.
—Pero tú quieres saber qué significa lo del libro de plegarias. —Darcy se rió brevemente—. En realidad, es bastante simple. Tú recuerdas, claro, que llegamos con retraso a la iglesia de Meryton debido a que tus hermanas se cambiaron de ropa. Cuando por fin encontramos sitio y abrimos nuestros libros de salmos, algo llamó poderosamente mi atención: una voz femenina que se oía detrás de nosotros. Nunca había oído a una soprano tan refinada y potente fuera de un coro de Londres, así que, en contra de mi voluntad, me giré un poco para ver quién podía ser.
—La señorita Elizabeth Bennet, ¿no es así, Darcy? —Al ver el gesto de asentimiento de su amigo, Bingley continuó—: Sí, yo también la oí y estaba muy complacido escuchándola. Su voz ocultaba el maullido al que Louisa llama cantar.
—No comentaré nada sobre el talento de tu hermana, pero por lo que respecta a la voz de la señorita Elizabeth Bennet, estoy completamente de acuerdo. —Darcy hizo una pausa, tratando de evocar el momento—. Fue un inesperado placer oír cantar los salmos con tanto sentimiento y belleza. Confieso que eso fue lo que me inspiró a intentar leer otra vez a Whitefield, después de evitarlo durante algún tiempo. —Se estremeció un poco—. No obstante, la señorita Bingley notó mi distracción y la causa de ella. Poco después, descubrió que había perdido su libro de plegarias y, como era correcto, yo le ofrecí la posibilidad de compartir el mío. Casi no lo necesito, pues yo me sé los salmos más comunes de memoria. Creo que ella también lo notó y, si ponemos los incidentes de la mañana uno junto al otro, llegamos a la explicación de la conversación de hace unos minutos.
Bingley sacudió la cabeza con una expresión de consternación, mientras abría la puerta de la biblioteca.
—Debo decir que has actuado muy bien, Darcy. —Luego asomó la cabeza para echar un vistazo al corredor y, guiñando un ojo, se dio la vuelta y exclamó—: ¡No hay moros en la costa! —Luego avanzó por el pasillo hacia el salón.