Darcy dejó transcurrir unos instantes antes de seguir a Bingley. Cerró lentamente la puerta de la biblioteca al salir y esperó todavía unos segundos hasta oír cómo se desvanecía por el corredor el eco de la pesada puerta de roble al cerrarse. Avanzó un poco con paso lento y luego se detuvo frente a uno de los grandes espejos situados entre las ventanas que adornaban el pasillo, para revisarse la corbata y arreglarse el chaleco. ¡Farsante!, pensó, acusando al reflejo que el espejo le devolvía. ¡Limítate a deslizarte en silencio, consigue una posición fácil de defender y espera a que termine el desafortunado y tedioso asunto! El rostro del espejo lo miró con desconfianza, aparentemente dudando de la efectividad de dicha táctica. ¡Entonces aconséjame una estrategia mejor y así se hará! La imagen lo miró fijamente un momento, pero como no tenía ninguna sugerencia, bajó la mirada. ¡Eso pensé!, gruñó Darcy mientras tiraba del chaleco hacia abajo.
El ruido de conversaciones y risas comenzó a llegar hasta él y, tras echar un último vistazo burlón a su desgraciado reflejo, enderezó los hombros y se acercó a Stevenson, que enseguida abrió con destreza las puertas del salón y se preparó para anunciar su llegada. Cuando el criado tomó aire, Darcy lo agarró del brazo y le hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que guardara silencio. Haciéndose rápidamente a un lado, Stevenson lo dejó pasar y cerró las puertas.
Darcy observó el salón con gesto adusto. Todavía no estaba lleno, pues aún era temprano. Bingley tenía razón en que la mayoría de los visitantes eran personas que ya conocían. Caroline Bingley estaba desempeñando su papel de anfitriona a la perfección, aunque, pensó Darcy, su sonrisa no reflejaba una sinceridad igual de perfecta. Examinó con cuidado al grupo que la rodeaba: estaba compuesto por una serie de esposas de terratenientes y destacados comerciantes. Bingley ya tenía en la mano una taza de té y estaba absorto en una conversación con el vicario y su esposa, mientras que una bandada de jovencitas merodeaba a su alrededor, lo suficientemente cerca como para escucharlo, esperando ansiosamente, sin duda, que el vicario se fuera. Darcy se giró para observar a los jóvenes caballeros y oficiales militares que habían formado un semicírculo alrededor de la gran ventana en forma de arco desde la cual se divisaba el sendero por el que entraban los carruajes a Netherfield.
—Señor —murmuró una criada que pasaba con una bandeja. Darcy dirigió la vista hacia la bandeja y la inspeccionó—. Con un saludo de parte de la señorita Bingley, señor. —El aroma de su café favorito, preparado de la forma que le gustaba, se elevó desde una taza que reposaba junto a un exclusivo surtido de galletas. Darcy le dirigió una mirada a la señorita Bingley e hizo una leve inclinación de cabeza, al tiempo que ella hacía lo mismo para indicar que había notado su gesto, y agarró la taza. En ese momento, se produjo una agitación entre el grupo de hombres que estaba en la ventana. Varios jóvenes rompieron la formación y comenzaron a dispersarse por el salón, principalmente en dirección a las puertas. Como la curiosidad superó su sentido de discreción, Darcy se deslizó hacia uno de los lugares que quedaron abandonados junto a la ventana, para ver cuál era la causa de tanta expectación.
Un carruaje vulgar, tirado por un solo caballo, recorría el sendero. Apenas se había detenido, cuando se abrió de par en par la portezuela y una confusión de enaguas descendió sobre el sendero de gravilla.
—La señorita Lydia —dijo riendo uno de los hombres que estaba cerca de Darcy.
—¡Ahora sí tendremos un poco de diversión! —exclamó otro, y los dos dieron media vuelta para reunirse con sus amigos en la puerta. Darcy recordaba vagamente haber visto en el baile el rostro que se vislumbraba bajo el sombrero, pero no pudo ubicarlo exactamente en una familia concreta. Le dio un sorbo a su café, con curiosidad por saber quién saldría del vehículo. Lo que vio lo dejó frío mientras bebía. ¡La matrona del otro día! Tragó de un golpe la bebida hirviente. ¡Eso significaba…!
En el exterior, la señora de Edward Bennet estaba arreglándose el vestido y el chal, preparándose para subir las escaleras de Netherfield. Tras ella venían la señorita Jane Bennet y otra hermana, que ayudaban a su madre en esos preparativos, y detrás, asomando ligeramente la cabeza por la portezuela, se encontraba la señorita Elizabeth Bennet. La señora Bennet se dio la vuelta y le hizo un comentario a su hija, cuando bajaba del carruaje. La señorita Elizabeth respondió y luego le lanzó una fugaz sonrisa de complicidad a su hermana mayor, mientras su madre procedía a subir las escaleras. El hecho de haber sido testigo involuntario de ese intercambio íntimo hizo que Darcy se sonrojara de incomodidad y se retirara enseguida de la ventana. Al dar media vuelta, vio un asiento vacío que tenía una excelente perspectiva de la puerta y se apoderó de él.
Desde luego, la agitación que tuvo lugar en la ventana no pasó inadvertida para los hermanos Bingley. Caroline se volvió hacia su hermano con el ceño fruncido, éste se disculpó enseguida con el vicario y se dirigió rápidamente hacia la ventana. Al ver sólo un coche vacío que se retiraba de la entrada, dio media vuelta para buscar a Darcy, cuando se abrieron las puertas del salón. Apareció Stevenson y, con una voz ahogada por la contención de toda emoción, anunció: «La señora de Edward Bennet, la señorita Bennet, las señoritas Elizabeth, Mary, Catherine y Lydia Bennet». Por un instante, se hizo un silencio total en el salón, tan portentoso como el que se produce antes de la aparición de una novia. Sin percatarse de la expectación causada por su llegada, la señora Bennet reprendió a una de sus hijas que venía detrás para que dejara de moverse y entró en el salón para presentarle sus respetos a la anfitriona. Cuando las chicas Bennet finalmente aparecieron en el umbral, todo el salón pareció soltar la respiración contenida. La señorita Bennet, un poco ruborizada, sonrió con delicadeza ante las damas y los caballeros que la saludaron, mientras avanzaba hacia la señorita Bingley. La hermana más joven entró tan pegada a la mayor que casi tropieza con la cola del vestido de ésta, lo cual le proporcionó una excusa para agarrarse del brazo masculino más cercano en busca de apoyo. Riéndose y agitando los rizos, saludó al joven por el nombre y pronto estuvo rodeada de jóvenes caballeros y oficiales, lo cual le hizo olvidar por completo la obligación de presentarle sus respetos a las damas de la casa.