—Bienvenido, bienvenido, señor Bingley. Sean bienvenidos usted y todos sus distinguidos acompañantes —exclamó sir William Lucas, mientras los miraba a todos con una gran sonrisa—. Nos sentimos muy honrados con su presencia en nuestra pequeña fiesta. Desde luego, estamos todos ansiosos por conocer a sus respetables invitados… —Sir William dejó la frase en suspenso, mientras miraba expectante a Darcy y a las hermanas Bingley.
Con gran entusiasmo, Bingley hizo las presentaciones reglamentarias. Darcy respondió al saludo del adulador hombrecillo con una simple inclinación de cabeza. Sin embargo, en lugar de disminuir la deferencia de sir William hacia él, ese gesto tuvo, para desgracia de Darcy, el desafortunado efecto de aumentar su interés y reafirmar sus continuos esfuerzos por entablar una conversación con él. Finalmente, después de que las damas y el señor Hurst fueron presentados, sir William los acompañó a todos hacia la mesa donde estaban los refrescos y la señorita Lucas, su hija mayor, en compañía de su madre y su familia. Allí todo el grupo conoció al resto de la familia Lucas y Bingley, que sabía perfectamente cuáles eran sus obligaciones sociales, se ofreció a bailar con la señorita Lucas la siguiente pieza. Sir William le ofreció el brazo a la señorita Bingley y los Hurst siguieron a las otras dos parejas hasta la pista de baile.
Cuando la música comenzó a sonar y los otros bailarines ocuparon sus puestos, Darcy buscó un sitio contra la pared, lejos de la mesa y los círculos de vecinos y parientes que rodeaban el salón. Mirase adonde mirase, veía ojos entrecerrados que lo examinaban con descaro, o que batían las pestañas con pretendida modestia. Endureciendo su expresión, Darcy se refugió en una actitud de estudiada indiferencia que enmascaraba el frío desdén que combatía en su pecho contra una ardiente furia, mientras observaba ante él el ir y venir de la sociedad provinciana.
¿Por qué había accedido a desperdiciar de esa manera la velada? A excepción de sus propios acompañantes, no había en todo el salón ni el más mínimo atisbo de belleza, charla interesante o buen gusto. En lugar de eso, estaba rodeado de gente común, insulsa y banal, esa clase de pequeños burgueses cuya idea de conversación se limitaba a un intercambio de vulgares rumores, como aquellos de los que él estaba siendo objeto en ese momento. Darcy no pudo evitar comparar aquella situación con la última vez que estuvo en Tattersall's en busca de un nuevo semental Thoroughbred, apropiado para sus potrancas. Allí mismo juró en secreto que nunca volvería a comprar caballos en una subasta.
Cuando la música llegó a su fin, Darcy buscó con la mirada a Bingley con la esperanza de aliviar un poco la solitaria inquietud que sentía. Finalmente, lo localizó al otro lado del salón, en el momento en que le presentaban a una matrona rodeada de varias mujeres jóvenes. Darcy miró con resignación mientras Bingley se inclinaba ante cada una de ellas durante la presentación y luego le ofrecía el brazo a la muchacha más agraciada, comprometiéndose para el siguiente baile. La facilidad con que su amigo se movía en cualquier reunión social en que se encontrara era algo que siempre le había causado admiración. ¿Cómo hacía uno para conversar con unos completos desconocidos, pasando por encima de los límites de clase o posición y en un lugar como ése? Un torrente de reservas y restricciones adquiridas a través de los años flotó de manera sombría sobre su cabeza, haciendo más intensa su incomodidad y su reticencia con respecto a las relaciones sociales. Sus ojos siguieron a Bingley y su pareja durante los primeros pasos del baile y luego volvieron a fijarse en la matrona y su entorno. Lo que allí vio le hizo soltar una exclamación de desaprobación que sorprendió a un joven que pasaba a su lado y que, tras lanzarle una rápida mirada a su impasible rostro, se apresuró a continuar su camino.
La mujer que le había provocado semejante disgusto tenía la expresión de un viejo gato atigrado y gordo, al que le acaban de servir un tazón de leche. El gesto de satisfacción y avaricia de la mujer mientras observaba atentamente a Bingley y a la muchacha era casi palpable. ¿Su hija? Probablemente, dedujo Darcy, aunque no se parecen mucho. No tuvo la menor duda de la dirección de los pensamientos de la mujer; había visto esa mirada demasiadas veces para dejarse engañar. Había que prevenir a Bingley para que no manifestara ningún interés particular en esa dirección. Si apreciaba la más mínima deferencia, aquella mujer terminaría acampando en la puerta de Netherfield, la casa de su amigo.
Darcy se acercó a la mesa en la que habían dispuesto los refrescos, con la espalda tiesa ante la desagradable perspectiva de tener que prevenir a su amigo. Después de aceptar una copa de ponche que le ofreció la muchacha que estaba detrás de la mesa, soportó sus sonrisas y risitas con una compostura que estaba lejos de sentir.
En ese momento, Bingley apareció junto a él, tomó una copa de manos de la muchacha con una sonrisa y un guiño y, dirigiéndose a él, dijo:
—Bueno, Darcy, ¿alguna vez en tu vida habías visto tantas jovencitas adorables reunidas en un solo lugar? ¿Qué piensas ahora de los modales campesinos?
—Pienso lo mismo que siempre he pensado, pues esta noche ciertamente no he tenido ninguna razón para cambiar de parecer.
—Pero, Darcy, no es posible que te hayas ofendido por las atenciones de sir William. —Bingley sonrió con compasión—. Es un buen tipo, un poco insistente, pero…
—Al responder a tu pregunta, no estaba pensando precisamente en las atenciones de sir William. No es posible que no te hayas percatado del vulgar chismorreo del que somos objeto incluso en este momento. —Darcy apretó la mandíbula, molesto, tras echar un rápido vistazo al salón para confirmar la veracidad de su afirmación.
—Probablemente se están preguntando, al igual que yo, por qué aún no has bailado esta noche. Vamos, Darcy, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes. Hay muchas muchachas bonitas que, sin duda, estarían…
—¡No pienso hacerlo! Sabes cómo detesto bailar, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como ésta me resultaría insoportable —dijo, recorriendo el salón con una mirada de desprecio—. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay aquí sería como un castigo para mí.
—¡No deberías ser tan exigente y quisquilloso! —se quejó Bingley—. ¡Por lo que más quieras! Te juro por mi honor que nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas que son particularmente bonitas.
—Tú estás bailando con la única muchacha guapa del salón —replicó Darcy, mirando a la última pareja de baile de Bingley.
—¡Ah! ¡Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero, ven, ella tiene una hermana encantadora que creo que podría ser de tu agrado, al menos por esta noche. Déjame presentártela. Está sentada al lado de la pista, por allí.
—¿A cuál te refieres? —preguntó Darcy, girándose y siguiendo la mirada de Bingley. Sentada a escasa distancia de donde ellos estaban, había una jovencita de alrededor de veinte años que, a diferencia de él, obviamente estaba disfrutando de la velada. A pesar de estar sentada debido a la escasez de caballeros, sus pequeños pies se negaban a ser desplazados del baile y se movían discretamente bajo el vestido, llevando el ritmo. De ojos brillantes y entretenida en la contemplación de la escena que tenía frente a ella, parecía ser bastante popular entre la gente, pues la saludaban tanto las damas como los caballeros que pasaban a su lado. Estaba lo suficientemente cerca de ellos como para que un ligero cambio en la dirección de su mirada hiciera que Darcy se preguntara si habría escuchado la conversación. Sus sospechas se confirmaron cuando la sonrisa de la muchacha pareció adoptar una apariencia más sugerente.