Es raro, el hecho de vivir como una cucaracha bajo el control de unos rinocerontes, aplastado, aterrado y sin posibilidad de escape alguna, es difícil de creer; el hecho de que existan dos clases de humanos diferentes.
De acuerdo a los más ancianos, esto no siempre fue así, dicen que alguna vez los comunes vagaron libres por el mundo.
Según la leyenda, cuando los grandes maestros, seres divinos con dominio de los elementos, descendieron a la tierra construyendo los templos sagrados, a su vez derramaron su bendición sobre aquellos que consideraban dignos, creando así a los escarlata, humanos con capacidades inimaginables, con los cuales alguien común no duraría ni dos segundos en una batalla igualada.
Sin embargo, en vez de despedazar a los comunes sin piedad, muchos eran gente de honor y utilizaron sus habilidades para el bien, pero de igual manera, todos decidieron actuar como si los comunes no existiéran.
De esa forma, hubo paz entre ambas especies, al menos hasta aquel día.
De niño, vivía en una tribu de comunes en las montañas del sur, junto con el resto de mi familia. Éramos felices, trabajábamos arduamente para conseguir el alimento y cuidar los cultivos. También solía ir a correr por el valle con mis amigos a diario.
Un día, durante uno de los inviernos más crudos que haya podido contemplar, nos encontrábamos comiendo en nuestra cabaña y la tormenta de nieve hacía sentir su furia golpeando contra la ventana.
Para la ingrata sorpresa de todos, se escuchó un gran estallido proveniente del exterior. La cara de todos los presentes empalideció, ya todo el mundo sabía de que se trataba. Acto seguido, salimos de la cabaña, uno por uno, sin rechistar, corrimos hacia el pueblo a informar acerca de la batalla que estaba librándose entre dos escarlatas, pero antes de siquiera llegar a la mitad del camino, otra explosión provocó una avalancha. Lo último que recuerdo fue un destello blanco, la mirada aterrada de mi madre, y luego nada, silencio absoluto.