El anuncio de Aerolíneas por los altavoces del aeropuerto sacan al Dr. Esteban Fuentes de sus pensamientos y conjeturas.
Toma su bolso azul, su maletín ejecutivo de cuero de diez años de antigüedad y un sobretodo negro. Se coloca en la fila. Poca es la gente que viaja en aquel vuelo del mediodía hacia el sur del país. Cuando sale al exterior, es recibido por el fresco aire del playón de aeroparque.
La visión de los aviones dispuestos, esperando a los pasajeros para embarcar a los diferentes destinos, es un espectáculo para sus ojos. Desde pequeño le ha gustado observar los aviones y contemplar su magnificencia, preguntándose cómo esas máquinas de cientos de toneladas, eran capaces de mantenerse en el aire, pero en contraste con la admiración que siente al ver los aviones, detesta viajar en ellos, siente un miedo que a duras penas puede controlar.
Sube la escalera angosta y empinada que lo conduce al interior de la nave, y tiene la sensación de estar siendo engullido por un ave de rapiña gigantesca, marchando, sin chances de resistirse, al interior de las entrañas de hierro y plástico. Frunce el ceño y mueve la cabeza en forma negativa para espantar esos absurdos pensamientos, tratando de enfocar su mente en el problema que realmente representaba este viaje obligado. Se ubica en la ventanilla de los asientos de la parte trasera, cerca del baño. Siempre elige ese lugar cuando indefectiblemente tiene que viajar en avión, pues siempre le dan ganas de orinar y detesta recorrer todo el largo del pasillo siendo observado por cientos de ojos en su trayecto, intuyendo lo que piensan cada una de esas personas: "A éste le agarró ganas de cagar. Es un maricón".
Al lado de él se sienta una señora bastante obesa con una inmensa cartera de cuero de color negro, que más que cartera parece un bolso, seguramente conteniendo un sinfín de artefactos innecesarios. "Producto de su falta de confianza en sí misma", piensa Esteban observando a la mujer. Ésta extrae del interior de su gigantesca cartera un diario de Comodoro, y una inmensa barra de chocolate con almendras, "¡Dios mío, esta vieja va explotar!, lo único que falta es que se cague y me vomite encima. Cartón lleno", piensa Esteban.
— ¿Quiere? —pregunta la mujer con la boca llena, haciendo un ademán con la mano que sostiene el chocolate, y ofreciéndoselo a Esteban.
— ¡No, gracias! , sólo miraba la tapa del diario.
— ¿Usted es de Comodoro?
—Soy de Comodoro, pero hace muchos años que vivo en Buenos Aires.
—Tome. Léalo. Es de ayer.
— ¡Está bien, gracias, no se moleste!
— ¡No, no! Tome. Yo ya lo leí —insiste la mujer con su boca manchada de chocolate.
—Gracias —dice Esteban aceptando el ofrecimiento.
No alcanza a hojear la primera página, que el avión se pone en movimiento, y sus dedos se crispan alrededor del periódico arrugando sus hojas.
— ¿Su primer viaje? —pregunta la mujer.
—No, no es mi primer viaje. Sólo es que no me gusta andar en avión.
—Lo comprendo. A mí tampoco me gustaba al principio, pero con el tiempo uno se acostumbra. Soy Cecilia Miranda de Rodríguez —dice la mujer extendiendo una mano rechoncha, cuyos dedos parecen las ubres de una vaca repleta de leche.
—Esteban Fuentes —contesta Esteban estrechando esa mano deforme—. ¿Usted viaja mucho?
—Tres veces por mes, algunas veces hasta cuatro o cinco, depende del requerimiento de mi trabajo. Soy asesora del gobernador de Chubut. ¿Usted a que se dedica?
—Soy psicoanalista, me encargo de solucionar los problemas de la gente pero no puedo resolver mis fobias —contesta Esteban sonriendo.
—Eso es normal. Uno siempre sabe dar un consejo pero no ponerlo en práctica. En casa de herrero cuchillo de palo.
—Tiene toda la razón.
El avión se detiene para iniciar su alocada carrera, y el sonido de las turbinas va en aumento. Es lo único que le gusta a Esteban, el despegue, aunque si se hubiese enterado de antemano que el despegue y el aterrizaje comprenden los dos puntos más críticos y con mayores posibilidades de accidente de un avión, habría cambiado de opinión al respecto.
El avión acelera a fondo y comienza a carretear sobre el pavimento. El destartalado aparato se sacude cual coctelera se tratase, rechinando en toda su estructura. Esteban mira por la ventanilla como corren todos los edificios del aeropuerto cada vez más rápido, como si una película muda en blanco y negro se estuviera proyectando, hasta que de pronto todos los sonidos de la estructura se calman y el avión se suspende en el aire. Poco a poco va ganando altura, agarrando uno que otro pequeño pozo de aire en su ascenso, desplazando el placer a la velocidad por el vértigo y el miedo.
La metrópolis se va haciendo más pequeña, y pronto todas sus construcciones se transforman en un perfecto plano de enorme dimensiones, con figuras geométricas delimitando grandes espacios en diferentes tonalidades. El avión alcanza su altura de crucero y pronto se anuncia por los altavoces que ya se pueden desabrochar los cinturones de seguridad.
— ¡Ahora sirven la comida! —dice la ansiosa mujer, asomando su cabeza cada tanto por el pasillo a ver si ya venían las azafatas trayendo el carrito con los alimentos y bebidas. Esteban sólo le sonríe, e intenta concentrarse en el diario para no tener que hablar más con ella. Simula leer, procurando olvidar que vuela, pero cada tanto una leve sacudida le hace recordar que está a merced de un cascajo de chapas y al impulso de sus pobres motores.
El viaje es un martirio, por un lado la mujer gorda que no para de hablar y comer, y por otro las sacudidas del avión que lo mantienen con el corazón a punto de salírsele por la boca. El aterrizaje en el aeropuerto Jorge Newbery de Comodoro Rivadavia, es todo lo movido que se puede esperar de una zona ventosa. Se despide de su casual acompañante de viaje y jura no volver a dirigirle la palabra a persona alguna en un próximo vuelo. "Eso me pasa por mirón", se dice así mismo.