Chapter 7 - Capítulo 4

Cuando desciende del avión, lo recibe un cielo revuelto de nubes desgarradas en jirones, y un día típico de Comodoro: mucho viento y tierra. Hace frío, por lo cual se coloca su abrigo y camina todo lo rápido que puede, a guarecerse de las ráfagas de viento que amenazan con tirarlo. El hall central del aeropuerto muestra un aspecto desolador, los escaparates de revistas y pequeños puestos de negocios de comida rápida están prácticamente vacíos. Pronto en aquella soledad puede identifi­car a una señora bajita de unos 68 años de edad, pelo teñido de castaño oscuro para tapar las canas, algo entrada en kilos, anteojos recetados de escaso aumento. Una falda bordó asoma por debajo de su sobretodo marrón, y una cartera de media­na dimensión de un negro azabache viene aferra­da por su mano derecha.

— ¡Mamá! —exclama Esteban, dejando en el suelo su bolso de viajero y el maletín y espera con los brazos abiertos a su madre Elvira.

— ¡Esteban, hijo! ¿Cómo estás?

—Recuperándome de un viaje horrible, viejita. ¿Cómo está papá?

—Tu padre está un poquito delicado, pero aún no sabe nada lo de Pedro, hijo, aunque ya le llama la atención que no haya venido el fin de semana a verlo. Le dije que estaba de guardia

— ¡Qué problema! Bueno, vamos para casa y des­pués me pongo en contacto con la policía. ¿Sabes quién está llevando el caso?

—Es un tal Toledo, acá en el bolso tengo el nú­mero —dice Elvira comenzando a revolver el mismo...

— ¡Está bien, madre!, No lo busques ahora. Vamos a tomar un taxi y ahí me lo das. Quiero llegar a casa para saludar a papá —culmina Esteban enganchando su brazo izquierdo con el brazo derecho de su ma­dre. Toma el bolso y el maletín con la mano libre y se encaminan hacia las puertas corredizas. Afuera los recibe el frío viento proveniente del oeste, y encorvándose ambos, corren hasta el taxi más cercano, un viejo Ford Falcon bien cuidado.

El trayecto hasta el centro de Comodoro dura más o menos veinte minutos, y desde allí unos siete minutos más hasta el barrio Pueyrredón, en don­de tiene una casa de dos plantas Juan Carlos Ra­mírez, padrastro de Esteban.

La casa luce como siempre en perfectas condiciones. Es una obsesión la de Juan Carlos mantener así aquella casa de más de 30 años. Recientemen­te ha sido pintada de un blanco radiante, contras­tando perfectamente con un techo rojo de tejas es­pañolas. El jardín delante de la casa, se destaca con un césped recién cortado y unos rosales cons­tantemente regados. La puerta de madera del cer­co es de cedro, al igual que la puerta principal, el portón de tres hojas del garaje y las ventanas bal­cón de vidrio repartido. Una pequeña vereda echa de adoquines conducen a Esteban y a su madre ha­cia la entrada principal.

Entran a un amplio comedor bellamente amue­blado con un juego de sillones de cinco partes. Un modular de cedro enorme contiene un sinfín de copas, bebidas y fotos antiguas colocadas en porta­rretratos con marcos dorados. Un reloj de péndu­lo, también enorme y de cedro, cuelga de la pared y marca las tres y cuarto de la tarde, varios cua­dros pintados al óleo con paisajes agrestes de la Patagonia, completan el lugar. Del mismo come­dor surge la escalera de madera lustrada en cedro que conduce al piso superior, lugar de las habita­ciones y un segundo baño. El comedor se comuni­ca a través de una arcada con una cocina amplia y amueblada acorde al resto de la casa.

Una puerta lateral a la cocina transporta al garaje amplio que contiene un enorme fogón, y otra puerta lateral, al fondo del garaje, comunica con un patio grande, custodiado perfectamente por Boby, un doberman un tanto desquiciado ya por la edad. El baño de la planta baja se ubica detrás de la esca­lera de madera, y es un simple baño de servicio.

Juan Carlos Ramírez es un inmigrante español. Había llegado a la Argentina junto con sus padres cuando sólo contaba con cinco años. Vivió los si­guientes tres años en Buenos Aires, pero pronto sus padres no aguantaron la turbulencia de una ciudad en permanente crecimiento, y decidieron buscar una localidad que se ajustase más a sus ca­racterísticas de origen pueblerino. Así fue que sur­gió el viaje a Comodoro, otrora un pueblo que daba que hablar con el abundante trabajo que allí se ofre­cía por parte de la petrolera. El padre de Juan Carlos tra­bajó durante diez años en la empresa estatal, y con el dinero ahorrado, decidió independizarse colocan­do un almacén de ramos generales. Con el tiempo este almacén se transformó en la más importante ferretería de la región.

Juan Carlos sólo cursó los estudios primarios, después se abocó de lleno a ayudar a su padre en la atención del negocio. Jamás reclamó ni pensó siquiera en encarar una tarea independiente. Ya tenía claro que la ferretería sería su futuro cuando su padre ya no estuviese, y esa era la idea de su padre también. La ferretería prosperó y con ella los bienes de la familia Ramírez. A los veintiséis años se casó por primera vez, después de cinco años de noviazgo, con la hija de un farmacéutico.

La di­cha de la pareja no se hizo esperar, y al año y me­dio de casado, Juan Carlos fue padre de su único hijo directo a quien bautizaron con el nombre de Pedro Ramírez. Lamentablemente Cecilia, su esposa, una joven débil de salud, quedó aún más deteriorada físicamente después de un parto por cesárea, y ya no mejoró. La muerte de su mu­jer, sumió a Juan Carlos en una profunda tristeza que ni siquiera el hijo recién nacido pudo aliviar. Se dedicó de lleno al manejo de la ferretería inten­tando olvidar sus penas en el intenso trabajo. Pe­dro creció bajo el cuidado de su abuela materna, siendo visitado esporádicamente por Juan Carlos. Así fue que Pedro tuvo una carencia importante de afecto por parte de su padre, carencia de afecto que en el futuro intentaría remediar Juan Carlos. El padre de Juan Carlos fallece al poco tiempo, dejándole la ferretería y unas cuantas propieda­des. A partir de ese momento sintió la necesidad de acercarse más a su hijo e iniciar lo que había he­cho su padre en el pasado: prepararlo para poder asumir en un futuro la responsabilidad del mane­jo del negocio.

Pedro había comenzado sus estudios secundarios en el colegio salesiano Deán Funes de la ciudad, demostrando apego a los libros. La deci­sión de Juan Carlos era que Pedro pudiese estar el mayor tiempo posible con él en el negocio, pero se vio enfrentado a la negativa de sus suegros, que veían en esta actitud de Juan Carlos, la desapro­bación de que el muchacho continuase con sus es­tudios. Juan Carlos insistió y reclamó la potestad de su hijo y prometió que no interferiría en los es­tudios de su hijo, y, mediante acción judicial, logró sacar de la tutela de sus abuelos a Pedro. La relación del muchacho con su padre era fría, como la de dos extraños que no terminan nunca por conocerse, y la falta de experiencia como padre de Juan Carlos, no pudo jamás franquear esa barrera, chocando siempre con la indiferencia del mucha­cho.

A Pedro no le agradaba el negocio, lo detesta­ba, y sentía ira contra su padre que lo único que pretendía era imponerle un futuro que él no de­seaba. Se prometió que cuando cumpliese la mayo­ría de edad, dejaría aquella casa que le resultaba extraña y que poco a poco lo fue convirtiendo en una persona poco sociable e irascible en su com­portamiento. El colegio ya no lo atraía, pero así y todo, sus notas jamás decayeron y fue destacado cuando se recibió, como el mejor estudiante de su camada. Con un título secundario bajo el brazo y la mayoría de edad por venir dentro de unos meses, decidió enfrentar a su padre y de­cirle que no contase con él para el futuro, que él forjaría su porvenir. La discusión fue tremenda.

Juan Carlos se sintió traicionado y trató a su hijo cual un delincuente. Le sacó en cara todos los gas­tos que había ocasionado su crianza, y que lo me­nos que esperaba de él era que aprendiese el manejo de la ferrete­ría, y hacerse cargo en el futuro de un negocio con el cual no pasaría sobresaltos económicos. Al ver que la negativa del muchacho era indeclinable, deci­dió castigarlo por decirlo de una forma, y lo ame­nazó a que si dejaba la casa, jamás vería un peso y que sería totalmente desheredado en el futuro. Pe­dro se marchó apenas cumplió los veintiún años, y fue a recalar nuevamente bajo el techo de sus abue­los maternos. Allí planificó su futuro, y vio una propaganda de la escuela policial. Eso era lo que buscaba.

Juan Carlos, desilusionado con la ruptura de relaciones con su hijo, prometió que si se casaba nuevamente no cometería el mismo error dos ve­ces de dejar de lado la crianza de un futuro hijo por el trabajo. Su madre murió al poco tiempo, ya muy anciana, y la soledad fue absoluta. Al tiempo cono­ció a su actual mujer, la cual ya tenía un hijo. Si bien la pareja no pudo tener hijos propios, Juan Car­los cumplió su rol de padre con Esteban, como si del mejor padre del mundo se tratase. Esteban, ca­rente del afecto de un padre, pronto encontró en Juan Carlos lo que le faltaba y lo adoptó como su progenitor. A diferencia de las exigencias que qui­so imponerle a su real primogénito, Juan Carlos dejó a su libre albedrío la elección que quisiera to­mar Esteban para su futuro, apoyándolo en todo lo que pudiera. Este cambio de actitud le deparó las satisfacciones de saberse querido y honrado, pero aún tenía una herida sin cicatrizar, Pedro, cuya vida era para él todo un misterio.

Sabía que se ha­bía recibido en la escuela de policía y que estaba ejerciendo en la localidad de Sarmiento. Decidió que su próximo paso sería hacer las paces con su hijo. Se puso en contacto con él, y a pesar de no lo­grar una relación fluida, pudieron llegar a un acuer­do. Una vez al mes, Pedro concurría a casa de su padre para verlo, tomándolo más como una exigen­cia propia que como una visita de placer. El tiempo transcurrió y tanto Pedro como Esteban crecieron y se desarrollaron independientemente uno del otro, tratándose, las muy raras ocasiones en que se veían. Jamás exis­tió entre ellos un síntoma de amistad o de celos fa­miliares, simplemente se trataban como lo que eran, dos perfectos desconocidos.