La clínica clandestina era un lugar oscuro y frío. Héctor la acompañó hasta la entrada, pero no le permitieron entrar. Se quedó afuera, esperando, con los nervios destrozándolo por dentro.
Horas después, su celular sonó.
—Héctor… hay complicaciones —dijo Liz con voz débil—. Tengo que quedarme 72 horas.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Cuando finalmente la dieron de alta, Héctor la llevó a su pequeño departamento. Apenas tenía un colchón y una mesa vieja, pero en ese momento, era el único refugio seguro para ella.
Las siguientes 72 horas fueron un infierno. Liz tenía fiebre, temblores, dolor. Héctor no se apartó de su lado.
—Tienes que comer algo —le insistió, llevándole un plato de sopa caliente.
—No tengo hambre… —susurró, girando el rostro.
—Tienes que comer. Y tomarte las medicinas.
Se sentó junto a ella, colocando un trapo frío en su frente y otro en su abdomen.
—Vas a estar bien —murmuró, aunque él mismo no estaba seguro de sus palabras.
Durante esas noches en vela, Héctor entendió lo que significaba amar de verdad. No era solo admirar a alguien a la distancia, era estar ahí cuando más te necesitan.
Y lo estaba.