16/08/2017 9:27 pm. Milán, Italia.
La niebla espesa cubría cada rincón de las calles de Milán, transformándolas en un laberinto sombrío donde la oscuridad parecía devorar el resplandor de las pocas luces que aún osaban desafiarla. Los edificios, erguidos como sombras titánicas, proyectaban su decadencia sobre un paisaje ya marcado por el abandono y la desesperanza. El aire estaba impregnado de un silencio inquietante y pesado, que oprimía el pecho de aquellos pocos lo suficientemente valientes —o insensatos— como para aventurarse en aquella noche maldita.
El teatro se alzaba en medio de esta penumbra como un mausoleo de tiempos mejores, testigo mudo de un esplendor que había desaparecido hacía décadas. Sus columnas de mármol, antes orgullosamente relucientes, ahora estaban cubiertas por una pátina de abandono y suciedad. La hiedra trepaba con avidez por sus paredes, envolviéndolas en un abrazo asfixiante, como si buscara ocultar los secretos oscuros que allí habitaban. Una tenue luz anaranjada parpadeaba en su entrada, ofreciendo una bienvenida sombría que pocos se atreverían a aceptar.
Dentro del teatro, la atmósfera era aún más opresiva. El olor a polvo y a madera vieja impregnaba el aire, mientras murmullos dispersos se mezclaban con el crujir de los asientos y los pasos discretos de figuras envueltas en capas y abrigos oscuros. La tenue iluminación parecía temer revelar demasiado, dejando gran parte del espacio sumido en penumbras. Allí, en el centro de esta atmósfera cargada, destacaba Malaki Paporov, una figura imponente y poderosa de Dipugaden. Su traje carmesí, impecablemente cortado, contrastaba con el gris apagado del entorno, transformándolo en el foco de todas las miradas, aunque estas se apartaban rápidamente, como si temieran atraer su atención.
Malaki avanzaba con pasos firmes hacia el interior del edificio, rodeado por un séquito cuidadosamente calculado. Las mujeres que lo acompañaban reían de manera superficial, sus risas resonando en un eco vacío que no lograba disipar la densidad ominosa del ambiente. Sus guardaespaldas, rígidos y atentos, flanqueaban sus movimientos como sombras disciplinadas, aunque incluso ellos parecían inquietos. Sus ojos recorrían constantemente el lugar, buscando amenazas invisibles en cada rincón.
El teatro, como si poseyera vida propia, parecía murmurar advertencias. Los crujidos de sus pisos de madera y el goteo constante de agua en sus paredes mohosas creaban un sonido que resonaba en los oídos de Malaki, amplificando una sensación de peligro que no podía ignorar. Su pecho se sentía pesado, y cada paso hacia el interior lo llenaba de una creciente sensación de fatalidad. Las sombras a su alrededor parecían cobrar vida, sinuosas y amenazantes, como si fueran espectros emergidos de la misma oscuridad, reclamando algo que solo él podía darles.
Entre el movimiento discreto de los camareros que atendían a los invitados, uno destacaba de manera sutil. Su postura era meticulosa y sus movimientos calculados, sus pasos silenciosos y precisos como un reloj bien calibrado. Una gorra proyectaba sombras sobre sus ojos, escondiendo su identidad mientras se desplazaba con una habilidad casi sobrenatural. Sus manos, hábiles y seguras, llevaban bandejas con copas y bebidas, pero sus ojos grises, fríos y observadores, evaluaban cada detalle del entorno, buscando algo o alguien entre los presentes.
Cuando Malaki llegó a su palco privado, el camarero se adelantó para abrir la puerta con un movimiento fluido. Su tono, impecablemente cortés, no reveló nada más allá de su papel aparente. "¿Desea algo más, señor?"
"Gracias, pero estoy bien," respondió Malaki con una sonrisa forzada, ajustando su postura como si buscara alejar una incomodidad creciente. Su mirada evitó la del camarero, pero la sensación de ser observado persistió, como un susurro en su subconsciente que no podía ignorar del todo.
El palco privado era un espacio reducido pero ostentoso, adornado con cortinas de terciopelo rojo que ahora estaban raídas y descoloridas. Una pequeña mesa sostenía copas de cristal que relucían tenuemente bajo la luz parpadeante. Malaki se sentó con cierta rigidez, rodeado por dos mujeres que parecían más interesadas en la actuación que en su compañía. En el escenario, una figura enmascarada comenzó una danza macabra, narrando sin palabras una historia de traición y muerte. Las notas de la orquesta eran discordantes, casi abrasivas, como si buscaran alimentar la tensión que ya se sentía en el aire.
A pesar de sus esfuerzos por concentrarse en el espectáculo, la paranoia seguía aferrándose a la mente de Malaki. Las voces de las mujeres a su alrededor se desvanecían en un murmullo distante, y cada sonido en el teatro parecía amplificarse: un crujido lejano, un roce de tela, un murmullo entre los espectadores. Todo parecía conspirar para aumentar su incomodidad.
El camarero regresó, esta vez con una bandeja que sostenía una copa de champán. "Un obsequio de la casa, señor," dijo, su tono carente de emoción pero perfectamente ejecutado.
Malaki aceptó la copa, buscando consuelo en el frío burbujeante del líquido. Tomó un sorbo, dejando que el champán intentara calmar sus pensamientos. Sin embargo, la paz fue efímera. Cuando un ruido seco resonó desde el palco vecino, Malaki se tensó, su mirada buscó de inmediato a uno de sus guardaespaldas.
"Investiga," ordenó con un tono que intentaba ser autoritario pero que traicionaba su nerviosismo. El hombre asintió y desapareció en las sombras, dejando a Malaki con las mujeres y el camarero, quien comenzaba a recoger la copa vacía.
En ese instante, mientras inclinaba la bandeja hacia Malaki, el camarero colocó una mano firme sobre la cabeza del hombre. Un destello púrpura —breve y apenas perceptible— recorrió la piel de Malaki. La mutación del agresor había hecho efecto, provocando un infarto cerebral silencioso que dejó a su víctima paralizada en su asiento. El rostro de Malaki, congelado en una expresión de desconcierto, perdió todo color mientras su cuerpo caía inerte.
Las mujeres a su alrededor tardaron en notar lo sucedido. Cuando finalmente lo hicieron, el camarero ya se había desvanecido en las sombras, dejando tras de sí un aura de misterio y una muerte que, a ojos del mundo, parecía perfectamente natural.
Sin pronunciar una palabra más, el camarero se deslizó fuera del palco, moviéndose con una precisión casi sobrenatural mientras atravesaba el caos que comenzaba a gestarse en el teatro. Cada paso era calculado, sus movimientos medidos para no llamar la atención más de lo necesario. Las sombras lo abrazaban mientras avanzaba por los estrechos pasillos, que crujían bajo el peso de su andar. Las voces de los presentes, apenas susurros, se intensificaban detrás de él mientras abandonaba el edificio por una salida trasera.
El aire nocturno estaba impregnado de humedad, y la niebla que cubría las calles de Milán parecía más densa que nunca, como si intentara ocultar su huida. Envuelto en sombras, el hombre ajustó el cuello de su abrigo oscuro y se adentró en el frío laberinto de la ciudad. Los callejones desiertos y tortuosos resonaban con el eco de sus pasos, mientras las farolas parpadeaban, proyectando sombras que parecían danzar al ritmo de su escape.
A medida que avanzaba, la ciudad mostraba su rostro más lúgubre. Ventanas rotas y muros cubiertos de grafitis eran testigos silenciosos de una sociedad que había abandonado la esperanza. En los rincones más oscuros, algunas figuras se movían furtivamente, observando con cautela al extraño que pasaba sin detenerse. La tensión en el aire era palpable, pero el hombre no titubeó. Sabía que cualquier distracción podía significar su fin.
En una esquina poco iluminada, un automóvil negro lo aguardaba, silencioso y discreto. Sus neumáticos estaban cubiertos de barro, y su carrocería reflejaba tenuemente la luz mortecina de las farolas cercanas. El conductor, un hombre de semblante severo y ojos cansados, lo observó con un leve asentimiento al verlo aparecer. Sin intercambiar palabras, el camarero abrió la puerta trasera y se acomodó en el asiento. Cerró la puerta con un clic casi imperceptible y dejó escapar un leve suspiro.
El vehículo arrancó con suavidad, deslizándose por las calles desiertas. A través de las ventanas empañadas, Milán se desplegaba como un espectro decadente. Las luces parpadeantes de los barrios en decadencia proyectaban sombras inquietantes, que parecían perseguir al automóvil mientras avanzaba. Los edificios, envejecidos y llenos de grietas, se alzaban como monumentos a un tiempo mejor, ahora reducido a ruinas.
"Todo según lo planeado," murmuró el conductor, rompiendo el silencio. Su voz era baja y monocorde, pero cargada de significado.
El hombre en el asiento trasero no respondió de inmediato. Sus ojos grises se encontraron con los del conductor a través del espejo retrovisor, y un leve asentimiento fue toda la respuesta que ofreció. Las palabras eran innecesarias en ese momento. Ambos sabían que la misión no estaba completa, que lo sucedido en el teatro era solo un eslabón en una cadena mucho más larga y peligrosa.
El automóvil cruzó un puente viejo, cuyas barandas oxidadas parecían a punto de colapsar. Debajo, el agua del canal reflejaba las luces parpadeantes de la ciudad, distorsionándolas en un caleidoscopio de formas ondulantes. Los neumáticos salpicaron algunos charcos mientras el vehículo giraba hacia un barrio aún más desolado. Las calles aquí eran más estrechas, los edificios más altos, y la niebla parecía más densa, como si el ambiente conspirara para mantener todo oculto.
El coche se detuvo frente a un edificio antiguo, cuya fachada desgastada estaba cubierta de grafitis y grietas. Las luces mortecinas del barrio proyectaban un resplandor amarillento que apenas alcanzaba a iluminar la entrada. El hombre salió del vehículo con movimientos deliberados, cerrando la puerta con cuidado antes de dirigirse hacia la entrada. El conductor no dijo nada más y permaneció en el coche, encendiendo un cigarro mientras observaba la figura que desaparecía en las sombras del edificio.
Las escaleras, estrechas y desgastadas, crujían bajo sus botas mientras ascendía. Cada paso parecía más pesado, como si arrastrara un peso invisible de culpa y responsabilidad. Las paredes del pasillo estaban cubiertas de manchas de humedad, y un olor a polvo y moho impregnaba el aire. Rozó la barandilla oxidada con una mano, pero rápidamente la retiró, como si el contacto con el metal corroído le resultará incómodo.
Finalmente, llegó al rellano del tercer piso. La puerta al fondo del pasillo, ligeramente entreabierta, dejaba escapar un tenue destello de luz cálida que contrastaba con la frialdad del edificio. Se detuvo frente a la puerta, respiró profundamente y la empujó con suavidad.
El interior del apartamento era pequeño y modesto, pero limpio. La luz provenía de una lámpara de mesa colocada junto a un sillón desgastado. Una mujer rubia, alta y de porte elegante, lo esperaba de pie en el salón. Sus ojos azules, intensos y penetrantes, se clavaron en él con una mezcla de reproche y urgencia. Llevaba un abrigo largo de lana gris que realzaba su figura esbelta, y sus manos, delicadas pero firmes, estaban cruzadas frente a su pecho en un gesto que denotaba impaciencia.
"Tenemos que hablar seriamente," dijo, su voz firme pero contenida. Había un tono de familiaridad en sus palabras, como si se tratara de una conversación largamente postergada.
Él la observó en silencio durante un instante, dejando que sus ojos recorrieran su figura como si estuviera asegurándose de que realmente estaba ahí. La mujer no esperó más y dio un paso adelante, sus ojos brillando con una intensidad que oscilaba entre la indignación y la preocupación.
"Necesito tu ayuda más que nunca," continuó, su tono bajando ligeramente pero cargado de gravedad. "Escucha con atención. Esto no puede esperar más."
Sin pronunciar palabra, el hombre tomó asiento en el sofá más cercano, sus movimientos lentos pero calculados. Aunque su postura parecía relajada, cada músculo de su cuerpo estaba listo para actuar. La mujer, percibiendo su disposición, se sentó frente a él, apoyando las manos sobre sus rodillas mientras lo miraba fijamente.
"Hay demasiadas cosas en juego," dijo, dejando escapar un suspiro. "Esta noche es solo el principio de algo mucho más grande, Vlakiev necesito realmente tu ayuda."
Vlakiev asintió con lentitud, finalmente rompiendo su silencio. "Empieza desde el principio, Vivka" dijo con voz calmada, pero con una intensidad que revelaba lo atento que estaba a cada palabra que ella iba a pronunciar.