06/03/2026 5:00 am. Polonia, Varsovia.
Varsovia se cubría bajo un manto de bruma que transformaba cada esquina en un misterio y cada sombra en un posible enemigo. Los neones de los clubes brillaban a intervalos irregulares, proyectando breves destellos en los rostros de quienes merodeaban en el corazón de la noche. Aquellos que caminaban solos o sin un propósito claro se movían en silencio, con la urgencia de regresar a la seguridad de la penumbra antes de atraer miradas indeseadas.
El ambiente era denso, cargado de una mezcla de humo, humedad y la persistente sensación de peligro que parecía emanar de las propias piedras de la ciudad. Como si la urbe respirara, lenta y agónica, su aire estaba impregnado de decadencia, un eco constante de sus días más oscuros. El ritmo de la vida nocturna se concentraba en los clubes y callejones iluminados por luces intermitentes, mientras las zonas más alejadas permanecían sumidas en un silencio sepulcral.
Dentro de este laberinto de luces y sombras, en el límite entre el caos y un perverso orden, se encontraba "El placer de Margarette." El edificio, cubierto de neones desgastados, se alzaba como un bastión del inframundo de Varsovia, un punto de referencia para aquellos que operaban en las sombras. Allí se reunían criminales, mercenarios y traficantes de secretos, todos buscando un refugio temporal donde los códigos tácitos mantenían el equilibrio.
En el oscuro sótano del establecimiento, el aire estaba cargado de un bullicio denso y casi solemne. Las conversaciones eran susurros apresurados, intercalados con risas estridentes y miradas desconfiadas. En el centro de esta escena se encontraba Madam, la gran mujer que regía aquel lugar con una mezcla de carisma y autoridad indiscutible. Su figura imponente dominaba el espacio; vestía un elaborado conjunto negro adornado con detalles metálicos y tatuajes que parecían narrar historias de antiguos pactos y batallas.
Madam tenía un cigarrillo colgando de sus labios, el humo ascendiendo en espirales que se mezclaban con la penumbra. Sus ojos, cargados de un brillo acerado, parecían observar todo incluso cuando permanecían cerrados. De repente, uno de los hombres del personal, bajo de estatura y con un rostro marcado por nerviosismo, se acercó a ella con pasos apresurados.
"Ya están aquí. Los vieron entrar a la ciudad, Madam," susurró, apenas audible sobre el ruido de fondo.
Madam abrió los ojos con una rapidez inesperada. Sin decir palabra, se levantó con movimientos firmes, su figura alta y robusta atrayendo la atención de todos los presentes. Por un momento, el bullicio pareció detenerse, como si el salón mismo contuviera el aliento. Su mirada recorrió la sala, fría y calculadora, antes de girarse y desaparecer por una puerta lateral.
Madam caminó por un pasillo oscuro que la llevaba a una cámara subterránea oculta bajo el club. Cada paso resonaba con un eco hueco, y las luces intermitentes apenas lograban iluminar el camino. Al llegar a una puerta de acero, realizó una combinación precisa de movimientos que denotaban años de práctica. La puerta se abrió con un chasquido mecánico, revelando una habitación pequeña y sin adornos.
En el interior, un equipo de personas tan sombrías como el propio lugar esperaba en silencio. Eran su red de ojos y oídos, aquellos que mantenían su imperio en funcionamiento. Algunos ajustaban discretamente armas ocultas bajo sus chaquetas; otros observaban con expresiones imperturbables, pero todos estaban atentos.
"Nuestro sol está aquí," dijo Madam con voz grave y solemne. "Quiero saber cada uno de sus movimientos. Si entran en mi terreno, me avisarán al instante. La ciudad nos pertenece, y no permitiré que les pase nada en nuestra propia casa."
Un murmullo de asentimiento recorrió la habitación. Los presentes se miraron entre sí, intercambiando señales antes de dispersarse con eficiencia. Días antes, habían escuchado rumores sobre un nuevo sol que traería tiempos de paz. Sabían que se trataba de una niña, acompañada por un guardián imponente, y que su presencia también significaba el movimiento de Dipugaden. La amenaza era tangible, un recordatorio de que su dominio sobre Varsovia estaba lejos de ser absoluto.
Mientras Madam regresaba al salón principal, sus pensamientos estaban cargados de una mezcla de preocupación y determinación. Las noches en Varsovia habían sido largas y llenas de sacrificios, de luchas por mantener el control sobre su territorio. Ahora, con la llegada de los cazadores de Dipugaden y la aparición del supuesto nuevo sol, cada rincón de la ciudad se veía envuelto en un delicado juego de poder.
De pie frente a la barra, Madam sirvió un trago para sí misma. El licor ardió en su garganta, una chispa de calor que la llenó momentáneamente de fuerza. Observó a su alrededor, viendo cómo el bullicio del club continuaba. Hizo un gesto al hombre que la había alertado antes, llamándolo con un movimiento de la cabeza.
"Quiero que vigiles la zona norte," le ordenó en un tono firme. "Reúne a los mejores. No quiero sorpresas esta noche."
El hombre asintió con seriedad antes de desaparecer entre la multitud, moviéndose con rapidez. Madam giró hacia el oscuro espejo detrás de la barra, contemplando su reflejo con una expresión indescifrable. Por un instante, algo parecido a una chispa de temor cruzó sus ojos, pero fue reemplazado rápidamente por la determinación.
En una esquina oscura del salón, dos figuras sombrías permanecían sentadas, pacientes. Sus rostros estaban parcialmente ocultos por las sombras, pero su presencia era inconfundible. Madam los observó de reojo y pronunció, con voz firme:
"Al amanecer, reúnanse conmigo donde acordamos. Quiero ver al nuevo sol con mis propios ojos."
Mientras tanto, en algún lugar de las afueras de la ciudad, bajo la misma neblina que cubría Varsovia, varios cazadores de Dipugaden se movían con sigilo. Observaban cada calle, cada esquina, dejando apenas rastros de su paso. Las luces intermitentes de los vehículos patrullaban a lo lejos, y los cazadores se deslizaban entre las sombras como espectros. Su objetivo estaba cerca, y sabían que, en las próximas horas, el juego de sombras entre cazadores y cazados alcanzaría un nuevo nivel en la siempre vigilante y siniestra Varsovia.
Algunas horas antes…
Habían pasado bastantes horas en llegar a las afueras de la capital y la noche los había alcanzado, donde se erigían varios puestos de revisión que marcaban la entrada a la ciudad. El puesto de control donde se encontraban era un remanente metálico de tiempos mejores. Las estructuras oxidadas, reforzadas con placas de acero descoloridas, se alzaban como centinelas olvidados de una era en ruinas. Apenas unos pocos focos amarillentos titilaban en lo alto, proyectando sombras alargadas sobre los guardias que parecían más figuras espectrales que seres humanos. La penumbra envolvía el lugar, y solo los murmullos apagados entre los uniformados y el sonido constante del motor del auto rompían el silencio opresivo.
A la distancia, la capital surgía como una colosal bestia dormida. Sus edificios desgastados se alzaban en el horizonte como colmillos de acero y concreto, retando a la oscuridad con una presencia imponente. La bruma nocturna parecía abrazar la ciudad, envolviéndola en un manto que transformaba sus contornos en algo indistinto y casi irreal. Pequeñas luces parpadeaban en la distancia, marcando los rincones donde la vida aún persistía a pesar de todo.
Dentro del auto, Harai no podía apartar la vista de la ciudad. Era la primera vez que sus ojos se posaban sobre un paisaje tan vasto y opresivo. Los "fuegos de la juventud", lámparas de papel que flotaban como luciérnagas fantasmales en el cielo nocturno, destellaban sobre la ciudad. Su brillo intermitente le otorgaba a la escena un aire de nostalgia y tragedia, un ritual dedicado a aquellos que ya no estaban, a las vidas rotas por el tiempo y la represión. Las llamas anaranjadas flotaban como una procesión de almas errantes, ofreciendo un contraste bello y desolador que hipnotizaba a Harai.
"¿Siempre es así?" murmuró Harai, sus palabras apenas audibles mientras sus ojos seguían las lámparas que ascendían lentamente hacia la neblina.
Vlakiev, que había salido del auto para hablar con los guardias del puesto de control, volvió en ese momento. Cerró la puerta con una expresión que combinaba alivio y resignación. No respondió de inmediato, limitándose a arrancar el motor y avanzar. "Varsovia no cambia mucho," dijo finalmente, con un tono neutro que dejaba entrever cierta melancolía.
El trayecto desde el puesto de control los condujo a través de vastas granjas que se extendían a ambos lados del camino, un océano de verde bajo el tenue resplandor lunar. Aunque el abandono era evidente en muchas áreas, con cercas caídas y maquinaria agrícola cubierta de óxido, las tierras cultivadas parecían un santuario natural. Los pastizales ondeaban al compás del viento, y pequeños grupos de animales deambulaban entre las sombras, moviéndose con una libertad que contrastaba con la rigidez de la ciudad. Harai, acostumbrada a paisajes grises y estériles, miraba fascinada este despliegue de vida. Era una imagen bucólica que nunca había experimentado en persona.
"Todo esto... ¿por qué lo dejan así?" preguntó Harai, su voz cargada de curiosidad y algo de tristeza.
"La gente dejó estas tierras cuando la ciudad se volvió el único refugio," respondió Vlakiev, su mirada fija en el camino. "Pero incluso aquí, la naturaleza siempre encuentra la manera de reclamar lo que es suyo."
Cuando finalmente se acercaron a la capital, la avenida principal se desplegó ante ellos como una serpiente iluminada, guiándolos hacia el corazón de la ciudad. Las calles, marcadas por cicatrices de guerra y escombros, estaban salpicadas de luces artificiales que los residentes habían colocado en sus ventanas. Estos pequeños destellos iluminaban los desgastados edificios como faros en una tormenta, revelando grietas, grafitis y muros que parecían susurrar historias de resistencia y supervivencia.
A medida que avanzaban, las calles comenzaron a llenarse de actividad. Un mercado improvisado se desplegaba en una plaza cercana, con puestos construidos a base de tablones y lonas desgastadas. Vendedores gritaban ofertas con voces roncas, sus palabras mezclándose en un coro caótico que llenaba el aire. Los olores de especias, alimentos cocinados y maquinaria engrasada se entremezclaban, creando un aroma único que hablaba tanto de decadencia como de perseverancia.
Harai observaba con fascinación cómo las personas se movían con prisa entre los puestos, negociando precios y cargando bolsas llenas de mercancías. Algunos llevaban ropa remendada y descolorida, mientras que otros exhibían prendas modernas que parecían fuera de lugar en aquel entorno. Los niños corrían entre los adultos, riendo y jugando con una energía que contrastaba con las miradas cansadas de sus mayores. Una mujer con un carrito de madera vendía pequeñas lámparas de aceite, que emitían una luz cálida y vacilante que muchos compraban para sus hogares oscuros.
Cada tanto, un auto cruzaba en el carril contrario, su motor resonando como un rugido distante. Los peatones caminaban por las aceras llenas de grietas, sus rostros marcados por la dureza de una vida implacable. Algunas madres llevaban a sus hijos de la mano, mientras hombres con abrigos pesados intercambiaban palabras en susurros, sus miradas esquivas revelando negocios clandestinos.
El recorrido transcurrió en un silencio casi solemne dentro del auto, interrumpido solo por el eco de sus pensamientos y las luces que parpadeaban al pasar junto a los edificios. La noche era un telón en el que se proyectaba una sinfonía de decadencia y esperanza, una escena agridulce que lograba mantener una frágil belleza.
Después de veinte minutos atravesando aquella mezcla de ruinas y luces, llegaron a un estacionamiento ubicado en una zona más protegida de la ciudad. Era un espacio abierto, cercado con una malla oxidada, donde los pocos autos estacionados parecían más reliquias que vehículos en uso. Vlakiev apagó el motor, inhalando profundamente el aire frío y contaminado de la capital. Harai, aún absorta en las imágenes de la ciudad, se ajustó la capucha de su abrigo mientras miraba a su alrededor.
"Bienvenida a Varsovia," dijo Vlakiev, con un leve toque de ironía en su voz. Harai no respondió, pero su expresión decía todo: asombro, inquietud y una creciente sensación de curiosidad por lo que les aguardaba en aquel lugar.
Antes de bajar del vehículo, Vlakiev giró hacia Harai, su rostro adoptando una expresión de seriedad inusual. Había una sombra de preocupación en sus ojos, apenas perceptible pero suficiente para traicionar la serenidad que intentaba mantener. Su voz, cuando habló, fue firme, pero cargada de un trasfondo de urgencia.
"Harai, escucha atentamente," comenzó, fijando su mirada en ella con intensidad. "No te alejes de mi lado, y si ves algo extraño, dímelo enseguida. Aquí no hay espacio para los errores."
Harai asintió con la inocencia de quien aún no comprende plenamente el riesgo, sus ojos reflejaban una mezcla de emoción y temor. Aunque Vlakiev sabía que su respuesta era sincera, no podía ignorar que, al final, ella seguía siendo solo una niña.
Ambos descendieron del auto con cautela. Vlakiev abrió la cajuela y sacó un par de mochilas; las necesitarían para afrontar lo que estaba por venir: el vasto y peligroso mercado de Union M. Este lugar, un coloso de caos y actividad incesante, era conocido por su tamaño y por la variedad abrumadora de mercancías, tanto legales como ilegales. Pero lo que más lo caracterizaba era la presencia constante de los escuadrones anti mutantes, patrullas sombrías cuyas miradas rastreaban cualquier anomalía entre la multitud.
"Mantente cerca y no llames la atención," le advirtió Vlakiev mientras se colgaba la mochila sobre el hombro y echaba un vistazo rápido a su alrededor, asegurándose de que nadie les prestara atención.
Harai, con una mezcla de nervios y expectación en sus ojos, asintió otra vez. Sus manos temblaban ligeramente mientras ajustaba el cierre de su abrigo, pero seguía cada instrucción con un esfuerzo evidente por mostrarse valiente.
Juntos, se adentraron en el bullicio del mercado. Las luces de neón iluminaban las calles con un destello inquietante, lanzando reflejos vibrantes sobre los rostros de los vendedores y los transeúntes. Los puestos rebosaban de productos de todo tipo: comida callejera, herramientas rudimentarias, dispositivos electrónicos descompuestos que prometían ser reparados, e incluso armas disimuladas entre mercancías más inocuas. Era un caos organizado, una orquesta de sonidos discordantes que llenaban el aire con el eco de regateos, risas y gritos.
Harai observaba todo con fascinación, sus ojos grandes y expectantes moviéndose de un lado a otro, atrapando cada detalle. Los aromas del mercado la rodeaban en un torbellino embriagador: especias picantes, frituras humeantes, dulces caramelizados y el inconfundible olor metálico de la maquinaria oxidada. Cada paso parecía conducirlos hacia un enjambre más denso de personas.
Vlakiev mantenía una mano firme en el hombro de Harai, guiándola con cautela entre la multitud. Su postura era tensa, y sus ojos se movían constantemente, analizando cada rincón, cada sombra, en busca de posibles amenazas. A medida que avanzaban, los policías anti mutantes se hacían más visibles. Sus uniformes oscuros y sus miradas escrutadoras llenaban de tensión el ambiente. Los agentes patrullaban como depredadores en un campo de presas, y cualquier error podía convertirlos en el próximo objetivo de esas miradas.
"Estamos cerca," murmuró Vlakiev, su voz calmada pero cargada de una confianza forzada. "Un poco más, Harai, ya casi llegamos."
Harai se aferró a sus palabras como si fueran un refugio. Su pulso acelerado reflejaba la mezcla de emociones que la invadían: miedo, curiosidad y una débil chispa de esperanza. Paso a paso, se acercaban a su destino, al punto exacto donde el doctor Toya les había ordenado ir. La incertidumbre parecía rodearlos como una sombra persistente, pero la calma férrea de Vlakiev era la guía que los mantenía avanzando.
No habían pasado ni dos minutos desde que abandonaron la entrada cuando la multitud se volvió más densa, envolviéndolos como un río caudaloso que no permitía retroceder. Harai, distraída por los colores y sonidos que llenaban el mercado, se detuvo brevemente frente a un puesto de comida. Vlakiev, ocupado escaneando la multitud, no notó su pausa y continuó avanzando. Cuando se giró para asegurarse de que ella lo seguía, encontró el espacio vacío.
El mundo pareció detenerse para Vlakiev. La percepción de su entorno se nubló un instante, y el mercado se convirtió en un remolino de rostros desconocidos, voces ensordecedoras y movimientos caóticos. Su corazón latía con fuerza mientras giraba sobre sus talones, buscando desesperadamente un destello del rostro de Harai entre la multitud.
"¡Harai!" llamó, su voz mezclándose con el bullicio. Pero su grito fue devorado por el ruido ensordecedor del mercado.
Sus pasos lo llevaron de un puesto a otro, esquivando a los transeúntes que lo miraban con desinterés o lo ignoraban por completo. La desesperación comenzaba a escalar dentro de él como una llama voraz. Cuando alcanzó un puesto de control policial, se lanzó hacia los agentes con voz temblorosa, intentando explicar la desaparición de la niña.
"Una niña, cabello corto, abrigo azul, estaba conmigo... ¡Por favor, ayúdenme!"
Los agentes lo miraron con indiferencia, sus expresiones rígidas y carentes de empatía. Uno de ellos, con una voz lenta y cargada de desdén, respondió: "Aquí no es nuestro problema. Busca por tu cuenta."
La frustración y la angustia se mezclaron en el pecho de Vlakiev, un torbellino que amenazaba con desbordarse. En un reflejo, notó su rostro en una ventana cercana y vio que su aura púrpura, aquella marca de su mutación, comenzaba a rodear sus manos con un fulgor siniestro. Supo que el peligro estaba a punto de intensificarse.
Antes de que pudiera actuar, las miradas de los policías cambiaron de inmediato, desviándose hacia algo detrás de él. Giró lentamente, encontrándose rodeado por los temidos Pétalos Negros, mercenarios reconocidos por su brutal eficacia en la caza de mutantes. Los cascos con forma de calavera de los mercenarios brillaban bajo las luces parpadeantes del mercado, y sus posturas eran tan intimidantes como sus armas, listas para actuar en cualquier momento.
El capitán del escuadrón, un hombre de piel morena y cabeza rapada, era el único que no llevaba casco. Una bandana amarilla en su brazo lo distinguía. Su nombre era Sergei, y su mirada calculadora irradiaba una autoridad implacable. Dio un paso al frente, sus ojos perforando a Vlakiev con una intensidad glacial.
"¿La niña que buscas... es tu hija?" preguntó Sergei, su voz tan gélida que parecía ahogar el ruido del mercado a su alrededor. "¿De dónde vino contigo?"
Vlakiev, atrapado entre el peligro y la necesidad de proteger a Harai, respiró hondo. "Es mi sobrina," respondió con voz controlada, eligiendo cuidadosamente sus palabras. "Vinimos desde el norte, buscando un lugar seguro."
Sergei sonrió, una mueca cruel que destilaba burla y amenaza. "Sabemos quién eres, Vlakiev. Y sabemos de lo que eres capaz. Pero lo que no sabemos es dónde está la niña. ¿Tienes idea del valor que tiene?"
La tensión era palpable. Los mercenarios lo rodeaban como lobos acechando a su presa, sus movimientos lentos pero precisos. Vlakiev mantenía su postura, su mente corriendo a toda velocidad, urdiendo un plan para ganar tiempo.
"No sé de qué hablas," dijo, forzando su voz a mantenerse firme. "Solo quiero encontrarla y llevarla a un lugar seguro."
Sergei inclinó ligeramente la cabeza, su sonrisa ensanchándose. "El juego acaba de empezar, Vlakiev. Y nosotros no solemos perder."
Con un gesto apenas perceptible, ordenó a sus hombres que se dispersaran. Los Pétalos Negros comenzaron a internarse en las sombras y callejones del mercado, desapareciendo como espectros. Vlakiev los observó alejarse con el corazón acelerado, sabiendo que su tiempo se agotaba. Harai estaba en peligro, y aquellos mercenarios ya lo sabían todo.
Sin perder un segundo más, comenzó a planear cómo distraer al escuadrón y ganar ventaja en su búsqueda. A medida que la noche caía, las luces del mercado parecían volverse más siniestras, alargándose en sombras inquietantes que reflejaban su desesperación. Ahora tenía un plan, pero la ejecución sería un riesgo absoluto.
Mientras con Harai…
En el bullicioso corazón del mercado, entre la maraña de puestos y la sinfonía de voces, la figura menuda de Harai se perdía en la multitud como un susurro ahogado en el bullicio. Era una niña de piel pálida y ojos grandes y rojizos que brillaban con una inocencia casi desarmante. Su cabello, lacio y de un tono oscuro como la noche, caía en mechones desordenados alrededor de su rostro. Observaba, fascinada, la vitrina de un puesto de pasteles, sus ojos fijos en una rebanada decorada con frutas y crema, como si aquella pequeña tentación fuera su más grande tesoro.
El mercado era un espectáculo de vida y caos. Los colores vibrantes de los puestos, con sus toldos deshilachados y decoraciones improvisadas, creaban un mosaico que parecía bailar bajo la luz cambiante de las lámparas de neón. Aromas embriagadores llenaban el aire, mezclándose en una atmósfera cargada de movimiento y ruido. Los gritos de los vendedores se alzaban sobre el bullicio, algunos ofreciendo especias de lugares lejanos y otros promocionando tecnología obsoleta con promesas de reparación mágica. Entre la muchedumbre, niños corrían con risas chispeantes, esquivando a adultos que llevaban paquetes voluminosos o conversaban con gestos animados.
Harai estaba cautivada por la escena. Sus ojos se movían de un lado a otro, intentando absorber cada detalle, como si el mercado fuera un tesoro que debía capturar en su memoria. Cada puesto parecía contar una historia: cestos llenos de frutas de colores vivos, estantes rebosantes de botellas opacas llenas de líquidos misteriosos, y herramientas oxidadas que parecían tan viejas como el tiempo mismo. Pero su fascinación se interrumpió cuando el vendedor del puesto de pasteles, un hombre corpulento de mirada severa y voz áspera, se dirigió a ella con desdén.
"¿Qué quieres, niña?" gruñó, sus palabras cargadas de impaciencia y desprecio. Harai retrocedió ligeramente, sus hombros se encogieron como un reflejo de protección, pero su mirada permaneció fija en el pastel que tanto había llamado su atención. Era un pequeño pedazo de algo hermoso en medio de un mundo que se sentía tan grande y aterrador.
"No vendemos a cualquiera," agregó el hombre, su tono cortante. "Especialmente no a chiquillas como tú."
Los ojos de Harai se apagaron un poco. Sus labios temblaron, y la tristeza comenzó a asomar en su rostro. Bajó la mirada, sus pequeños dedos jugando nerviosamente con el borde de su abrigo mientras el bullicio del mercado, que antes le resultaba fascinante, comenzaba a sentirse distante y hostil. El bullicio que la rodeaba parecía disminuir en intensidad, sus colores y sonidos convertidos en una masa opaca por su decepción.
Entonces, como un destello que atravesaba la tormenta, una mujer de presencia imponente irrumpió en la escena. Su cabello, negro como la medianoche, caía en una coleta alta que resaltaba sus facciones afiladas y elegantes. Sus ojos, de un azul profundo y penetrante, eran fríos y calculadores, pero se suavizaron apenas cuando se posaron en Harai. Vestía completamente de negro, con un abrigo de cuero que se ceñía a su figura alta y esbelta. A su lado izquierdo colgaba la empuñadura de un estoque finamente tallado, una joya letal que insinuaba precisión y dominio absoluto.
La mujer no dudó en intervenir. Con una mirada penetrante que parecía capaz de atravesar el alma, se dirigió al vendedor con voz firme. "Dame ese pastel," ordenó, su tono bajo, cargado de una autoridad innegable. El hombre, que momentos antes había rechazado a Harai, tartamudeó mientras envolvía apresuradamente la rebanada y se la entregaba con manos temblorosas.
Riha tomó el pastel y se volvió hacia Harai. Su expresión, aunque sutil, transmitía un calor inesperado. Extendió la rebanada hacia la niña y, con una voz suave pero segura, preguntó: "¿Te gusta este, pequeña?"
Harai parpadeó sorprendida, sus mejillas se encendieron de emoción mientras aceptaba la rebanada con manos temblorosas. "Gracias, señorita…", musitó finalmente, su voz apenas audible por encima del bullicio.
"Riha Terji," respondió la mujer con una leve inclinación de cabeza. "Puedes llamarme Riha." Sus labios esbozaron una sonrisa amistosa, y sus ojos adquirieron un matiz cálido, casi fuera de lugar en su rostro usualmente imperturbable. "¿Te gustaría que comamos juntas?"
El rostro de Harai se iluminó como si el mundo volviera a ser brillante y lleno de posibilidades. "¡Sí, por favor!" exclamó con entusiasmo, olvidando por un momento la tristeza y el temor que la habían acompañado durante su viaje.
Mientras caminaban juntas, Harai no podía evitar admirar a Riha. La mujer se movía con una gracia casi felina, cada paso calculado y seguro, como si cada rincón del mercado fuera parte de un tablero de ajedrez que ella dominaba. Su porte sereno era una máscara que ocultaba una tensión constante, una preparación para cualquier eventualidad. Aunque su agarre sobre la mano de Harai era suave, había una firmeza en él que transmitía protección y control.
El mercado, por otro lado, se transformaba en un espectáculo vibrante a medida que avanzaban. Las luces de neón proyectaban sombras inquietantes en las paredes y los techos improvisados de los puestos. Los olores intensos de especias, carnes asadas y frutas maduras llenaban el aire, mezclándose con el sonido constante de regateos, risas y pasos apresurados. Los niños corrían con globos que reflejaban los colores cambiantes de las luces, mientras los adultos se desplazaban con propósitos variados, algunos con sonrisas y otros con expresiones endurecidas por la vida.
De repente, la voz grave y distorsionada que emergió del auricular de Riha rompió el ritmo del momento. "Señorita Terji, hay un mutante que busca a una infante. Coincide con el perfil del informe. ¿Sabe algo al respecto?"
Riha miró a Harai de reojo. La niña saboreaba su pastel, ajena a cualquier peligro. Con un tono bajo y firme, Riha respondió: "Estoy con la niña. Tengan cuidado con el sujeto. Me verán en breve."
Cortó la comunicación sin perder la compostura. Luego, con una sonrisa tranquilizadora, se dirigió a Harai. "No te preocupes," dijo, dándole un apretón suave en la mano. "Pronto estaremos a salvo. Pero necesitamos caminar un poco más."
Harai asintió, aferrándose con fuerza a la mano de Riha mientras continuaban avanzando. Para Harai, Riha era como un faro en medio de una tormenta, una presencia poderosa y reconfortante. Pero en la mirada aguda de Riha, había una frialdad calculada, una conciencia constante de que el peligro estaba siempre cerca.
Al acercarse a la gran noria del mercado, Riha detectó una figura en las sombras. Era un hombre de porte delgado y ojos oscuros que parecían perforar la penumbra, cubierto por una densa capa de color negro. Su postura era relajada, pero había algo depredador en su presencia, como si cada movimiento estuviera cargado de intención. Riha sostuvo su mirada, y un silencio pesado se formó entre ambos, lleno de amenazas no dichas.
Sin alterar su paso, Riha continuó avanzando, sosteniendo a Harai con firmeza. La tensión en el aire parecía alargarse como las sombras que las rodeaban. La figura en las sombras no las siguió, pero sus labios se curvaron en una sonrisa torcida, como si supiera que su encuentro era inevitable.
Riha, sin embargo, no dejó que esa tensión la distrajera. Cada paso que daba era una declaración de su fortaleza y determinación. Harai, aferrada a su mano, sentía que, mientras estuviera con ella, no había nada en el mundo capaz de hacerle daño.
Nuevamente con Vlakiev…
La noche envolvía el mercado con una capa de sombras densas y ominosas, y en medio de aquella penumbra, Vlakiev se hallaba atrapado en el centro de una telaraña invisible, donde cada hilo era un posible detonador de caos. Frente a él, el capitán Sergei lo miraba con una intensidad gélida y calculadora; ambos estaban inmersos en una conversación que más parecía una danza macabra, una batalla silenciosa de palabras y gestos al borde de un abismo. Vlakiev, de complexión robusta y con una mirada ágil y cautelosa, escudriñaba los movimientos del capitán, consciente de que un mal paso podría sellar su destino bajo el juicio de los Pétalos Negros.
A su alrededor, los soldados mantenían una postura tensa, sus miradas clavadas en él con desconfianza. De vez en cuando, el susurro distorsionado de las radios rompía el silencio, como el siseo de una serpiente en acecho. Aquellos hombres, con sus trajes oscuros y semblantes inexpresivos, se movían con la precisión de máquinas, pero Vlakiev notaba en ellos un brillo ominoso en los ojos, una ansia latente por la violencia. Sentía el peso de sus miradas sobre él, como un tribunal de sombras listo para dictar sentencia.
El aire a su alrededor era opresivo, cargado de un silencio que parecía devorar los ruidos del mercado. Las luces parpadeantes de los faroles apenas iluminaban las facciones de los presentes, proyectando sombras largas y distorsionadas que parecían bailar en las paredes y el suelo. Vlakiev apretó los puños, su cuerpo reaccionando de forma instintiva. Su mutación, un secreto latente en él desde hacía años, comenzaba a activarse en sus manos, como un tenue calor que escalaba en su piel. Era un recordatorio, una advertencia sutil de que el peligro estaba cerca y que debía estar listo para lo que fuera.
En ese momento, un tenso silencio descendió sobre el mercado, y el mundo entero pareció contener el aliento. Entonces, como un rayo de luz que perfora la oscuridad, la figura de Riha emergió de las sombras. Su presencia era firme y decidida, irradiando una autoridad que no se podía ignorar. Sus ojos azules, fríos como el hielo pero tan penetrantes como una llama, recorrían a cada uno de los soldados, dejando claro que ella no toleraría resistencia. A su lado, Harai saboreaba su pastel con una dulzura inocente, ajena a la tensión, como una pequeña mariposa despreocupada atrapada en una trampa mortal.
Vlakiev, sin vacilar, hizo algo que sorprendió a todos los presentes. Casi como una bala, se abalanzó hacia Harai y la envolvió en un abrazo protector, como si su misión en ese instante fuera apartarla de cualquier peligro que pudiera asomarse. Aquella acción inesperada desató una oleada de murmullos entre los Pétalos Negros; sus manos se alzaron instintivamente hacia sus armas, listos para actuar. Sin embargo, un movimiento sutil de Riha detuvo cualquier reacción. Ella alzó una mano en señal de paz, y en su mirada había algo entre la sorpresa y la admiración, como si acabara de vislumbrar una faceta oculta de Vlakiev.
Con voz firme, Riha ordenó a los Pétalos Negros que bajaran sus armas. La calma se reinstauró, aunque de forma frágil, como el fino cristal de una copa en medio de una tormenta. A continuación, se dirigió a Vlakiev con un tono directo, revelando una verdad inesperada. "Soy Riha Terji, cazadora de Dipugaden," dijo con una voz que parecía cortar el aire. "Mi misión es encontrar a dos personas: tú y la niña."
Las palabras de Riha perforaron el ambiente como un cuchillo afilado. Bajo la tenue luz de un farol, sus facciones, atractivas pero endurecidas por la vida, se delinearon con una seriedad imponente mientras escrutaba a Vlakiev. En ese momento, él supo que no se trataba de una cazadora cualquiera; la precisión con la que hablaba, el control absoluto en sus gestos, incluso la postura relajada pero alerta de su cuerpo… cada aspecto de Riha gritaba peligro.
Vlakiev entrecerró los ojos, la desconfianza apoderándose de su expresión. Con los músculos tensos, lanzó una pregunta con voz dura, exigiendo una explicación sobre la llegada de un comando de cazadores tan repentinamente. "¿Qué quiere Dipugaden con nosotros?" preguntó, sus palabras cargadas de una mezcla de desafío y cautela.
En respuesta, el capitán Sergei, un hombre de rostro curtido por los años y con una voz autoritaria que imponía respeto, dio un paso al frente. Su tono era firme, pero sus ojos parecían disfrutar de la tensión. "Las órdenes de Dipugaden no se cuestionan," dijo con una calma implacable. "La resignación es la única opción que tienes."
Riha, sin embargo, interrumpió la conversación con una explicación más directa. "El doctor Muhai los quiere vivos," dijo, su voz teñida de gravedad. "Son su objetivo principal, Vlakiev. Y no estoy aquí para fallar."
El nombre de Muhai resonó en la mente de Vlakiev como un eco sombrío, trayendo consigo una ráfaga de advertencias, de secretos y de viejas heridas no cerradas. Aquel nombre, cargado de connotaciones siniestras, parecía una sentencia en sí mismo. La mención de Muhai y la inminente llegada de sus verdugos hicieron que un escalofrío recorriera su espalda. Sabía que enfrentarse a ellos significaba desafiar a la muerte misma.
Aunque el pánico asomaba en sus ojos, se obligó a mantener la calma. "Si somos tan importante para Muhai, ¿por qué no nos lleva él mismo?" preguntó, intentando ganar tiempo.
Riha esbozó una ligera sonrisa, una mueca sin humor que reflejaba tanto cansancio como determinación. "Porque no le gusta ensuciarse las manos," respondió. "Pero eso no significa que estés fuera de peligro. Tú y la niña tienen un papel que jugar en todo esto."
Con el transporte de Dipugaden esperando en el aeródromo al noroeste del mercado, la única incógnita era cómo escapar de las miradas vigilantes de sus escoltas. Riha, junto a uno de los mercenarios, ajustaba la frecuencia de una radio portátil. Sus dedos se movían con precisión, y su rostro permanecía impasible mientras calculaba los próximos movimientos. Finalmente, con un gesto imperceptible, le indicó a Vlakiev que el momento de moverse había llegado.
Sergei lideraba al resto del escuadrón, sus pasos pesados marcando el ritmo mientras se internaban en el mercado. Harai y Vlakiev estaban en medio de la formación, rodeados por un círculo de soldados que se movían como sombras en la noche. Las luces parpadeantes del mercado proyectaban sus figuras en las paredes, creando formas distorsionadas que parecían acecharlos con cada paso.
La tensión era palpable. Vlakiev sentía el calor de su mutación crecer en sus manos, como si su cuerpo se preparara para una lucha inevitable. Harai, aferrada a su lado, miraba a su alrededor con una mezcla de curiosidad y temor. Su pastel, olvidado en sus manos, temblaba ligeramente mientras el peligro invisible los rodeaba.
"Mantente cerca," murmuró Vlakiev a Harai, sus palabras apenas un susurro. "No importa lo que pase, no me sueltes."
Ella asintió con ojos grandes y asustados, confiando completamente en él. A medida que avanzaban, el mercado parecía volverse más oscuro y hostil, sus colores vibrantes desvaneciéndose bajo el peso de las sombras que se alargaban a su alrededor. Cada paso los acercaba más a un destino incierto, pero en la mirada decidida de Riha, había una promesa silenciosa: pase lo que pase, ella cumpliría su misión.
Al acercarse a la gran noria, los sonidos vibrantes del mercado llenaban el aire como una sinfonía discordante, pero para Vlakiev, aquel bullicio parecía lejano, una mera sombra en el fondo de su mente. La inmensa rueda, iluminada con luces de colores que parpadeaban intermitentemente, giraba lentamente, su estructura destacándose contra el cielo nocturno como una bestia colosal que respiraba de manera pausada. Para la mayoría, era un símbolo de la vida incesante y caótica de la ciudad, un faro de entretenimiento en la penumbra de Varsovia. Pero para Vlakiev, representaba algo diferente: un escape incierto, una promesa vacía de libertad que parecía burlarse de su situación.
Mientras avanzaban, la paranoia se apoderaba de Vlakiev. Su mente registraba cada sonido y cada movimiento con una precisión dolorosa. Escuchaba el cuchicheo constante de las voces del mercado, el crujido de las maderas de los puestos al ser pisoteadas y el eco distante de una risa que se desvanecía como un susurro fantasmal. Cada destello fugaz de movimiento en la periferia de su visión se convertía en una amenaza potencial, alimentando una inquietud que crecía como una tormenta en su interior.
La noria, ahora directamente frente a ellos, se alzaba imponente, su estructura metálica proyectando sombras alargadas y deformadas bajo la luz parpadeante. Los engranajes chirriaban con un sonido agudo y penetrante que resonaba en el aire, y su sombra oscilante parecía envolver a Vlakiev en una sensación sofocante de peligro inminente. Deteniéndose en seco, sintió cómo su respiración se volvía más pesada, como si el aire mismo se resistiera a entrar en sus pulmones. El peso de la noche y la presión de la situación parecían aplastarlo lentamente.
Sergei, siempre alerta, notó el cambio en la postura de Vlakiev. Su ceño se frunció, y se acercó con pasos deliberados. Su voz grave rompió el silencio con una precisión quirúrgica, como un cuchillo que corta a través del aire cargado.
—¿Qué ocurre, Vlakiev?—preguntó, con un tono que mezclaba curiosidad y advertencia. Pero Vlakiev no respondió. Su mirada estaba fija en un punto lejano, perdida en una visión que solo él podía ver. Algo en la estructura misma de la noria le evocaba una sensación de peligro inminente, como si fuese un catalizador de los eventos que estaban por suceder.
Mientras tanto, Riha y el Pétalo Negro que lideraba la marcha seguían ajustando la frecuencia de la radio, inmersos en una conversación técnica que parecía ignorar la tensión palpable del momento. La distracción fue suficiente para que Sergei llamara con urgencia por su radio personal, su voz cortante despertando una alerta inmediata en el grupo. Riha giró hacia ellos, sus ojos azules reflejando una alerta repentina mientras evaluaba la tensión en el rostro de Sergei.
Fue entonces cuando una sensación helada recorrió la espina dorsal de Vlakiev, como una sombra que se arrastraba dentro de él, trayendo consigo una premonición oscura. Antes de que pudiera procesar el origen de su temor, actuó por instinto. Sin titubear, y casi sin control sobre sus movimientos, alzó a Harai en brazos y, con un salto que desafiaba las leyes de la física, se desplazó varios metros hacia atrás.
En ese instante, un crujido metálico desgarrador retumbó en el aire, seguido de un impacto demoledor que sacudió el suelo como un trueno. Una masa de carne enorme cayó desde las alturas, aplastando al Pétalo Negro que iba al frente del grupo y levantando una densa nube de polvo y escombros. Los fragmentos volaron en todas direcciones, y los gritos de alarma llenaron el aire, rompiendo la calma tensa que había dominado hasta entonces. Harai se aferró con fuerza al cuello de Vlakiev, sus pequeñas manos temblando mientras intentaba procesar el caos que se desataba a su alrededor.
La nube de polvo envolvió a todos, reduciendo la visibilidad a un par de metros. Los soldados se alinearon en una formación defensiva, sus armas levantadas y listas para disparar ante cualquier movimiento sospechoso. Cada inhalación era pesada, el aire denso cargado de tensión y fragmentos de polvo que se adherían a la piel. La confusión reinaba, y en medio de aquel clima de miedo y desesperación, un estallido de disparos irrumpió desde la retaguardia.
—¡Contacto!—gritó uno de los soldados, disparando hacia la oscuridad. Los destellos de las balas iluminaban la penumbra a intervalos intermitentes, y en uno de esos parpadeos, el escuadrón vislumbró la aterradora figura de una criatura del terror.
Ante ellos, una silueta imponente se perfilaba en la negrura, sus alas extendidas como si quisiera engullirlos en una sombra abrumadora. La criatura, una aberración alada de proporciones monstruosas, avanzaba lentamente, sus movimientos acompañados de un ruido sordo que resonaba como un tambor en la distancia. Su presencia llenaba el aire con una sensación de muerte inminente.
El caos estalló cuando el Pétalo Negro al final de la formación fue atrapado por una larga cola que lo atravesó con precisión letal. Su cuerpo se contorsionó grotescamente antes de explotar en una nube sangrienta, salpicando los alrededores con restos que se mezclaron con el polvo en el aire. Los soldados, abrumados por el horror, comenzaron a disparar frenéticamente hacia aquella dirección, tratando de contener una amenaza que parecía demasiado poderosa para ellos.
Por su parte, Riha reaccionó con velocidad, su estoque en mano listo para el combate. La enorme criatura que había aplastado antes al cazador Pétalo Negro se puso de pie rápidamente, sus movimientos resonando con un estruendo que hizo temblar el suelo. Sus ojos incandescentes brillaban como dos faros infernales, y su cuerpo descomunal proyectaba una sombra imponente que devoraba todo a su alrededor. Con un rugido que parecía provenir de las entrañas de la tierra, levantó sus enormes cuatro brazos y atacó a Riha con una ferocidad incesante.
Cada golpe de la bestia era un vendaval de fuerza bruta, obligando a Riha a esquivar con movimientos calculados. La precisión de su estoque era magistral, desviando algunos ataques y creando pequeñas aperturas que no tardó en aprovechar. Con un grito de esfuerzo, canalizó su poder interno, activando su mutación. Un destello de energía emergió de su cuerpo, impactando a la criatura y obligándola a retroceder varios metros. Fue un respiro momentáneo, pero suficiente para que Riha evaluara la situación.
Sus ojos se movieron rápidamente, buscando desesperadamente a Vlakiev y Harai entre el caos. Finalmente, los divisó. Harai, aferrada con fuerza al cuello de Vlakiev, parecía aterrorizada, sus ojos grandes y brillantes reflejaban el horror de lo que presenciaba. Aquella mirada sacudió a Riha profundamente, despertando en ella un impulso protector que no pudo ignorar.
—¡SÁCALA DE AQUÍ! —gritó Riha, su voz un grito de desesperación y urgencia que cortó el rugido de la bestia y el estruendo del combate—. ¡YO LO DETENDRÉ!
La voz de Riha penetró el caos y llegó a Vlakiev, quien asintió con determinación. Sin perder un segundo, alzó a Harai en brazos y se lanzó hacia el noroeste, cada fibra de su ser concentrada en el escape. Apenas habían avanzado veinte metros cuando una enorme sombra los cubrió desde atrás. Vlakiev no se atrevió a mirar, pero el peso de la amenaza era casi tangible, una presencia ominosa que parecía abrazarlos como una condena.
En un instante fugaz, Vlakiev logró ver a uno de sus perseguidores: un ser colosal, de piel púrpura y ojos amarillos, con músculos que parecían tallados en piedra y cuatro brazos extendidos como garras en búsqueda de su presa. La criatura, con una presencia abrumadora, avanzaba con una velocidad sorprendente para su tamaño, cada paso suyo retumbando como un tambor de guerra.
Antes de que el monstruo pudiera alcanzarlos, Riha lo interceptó, lanzándose a su encuentro con una agilidad y velocidad sobrehumanas. Blandió su estoque con movimientos precisos, desviando los ataques del coloso y frenando su avance. Cada golpe del estoque dejaba destellos de energía que chisporroteaban en la piel del monstruo, una prueba del dominio absoluto de Riha sobre su arma y su poder. Pero la criatura no cedía; su búsqueda era implacable, y parecía estar impulsada por una furia tan primitiva como mortal.
Vlakiev, mientras tanto, mantenía a Harai firmemente abrazada, sus pies golpeando el pavimento en una carrera desesperada. El sonido de los rugidos de la bestia y los choques metálicos del combate entre Riha y el coloso llenaban el aire como un coro de destrucción. Harai enterró su rostro en el hombro de Vlakiev, su pequeña figura temblando con cada estruendo.
—No mires atrás, Harai. No mires—le susurró Vlakiev, su voz apenas un murmullo entrecortado por el esfuerzo. Pero su propia mente estaba llena de imágenes del coloso, y el miedo de que no lograran escapar lo carcomía desde adentro.
La persecución se extendió por varias manzanas, con Riha jugando un peligroso juego de caza y evasión. Con movimientos fluidos, utilizaba el entorno a su favor: callejones estrechos, techos bajos y escombros acumulados se convertían en obstáculos que ralentizaban a la criatura. Sin embargo, cada vez que parecía ganar una ventaja, el coloso rompía las barreras con una fuerza abrumadora, reanudando su avance con un rugido ensordecedor.
En un momento crítico, la bestia logró arrinconar a Riha contra una pared, levantando sus cuatro brazos para aplastarla de un solo golpe. Riha, sin perder la compostura, canalizó toda su energía en un ataque devastador. Con un grito que resonó como un trueno, lanzó un corte en cruz que impactó directamente en el torso del monstruo, enviándolo hacia atrás y dejando un rastro de energía que chisporroteaba en el aire. Aprovechó el momento para continuar distrayéndolo, su mente siempre enfocada en darle más tiempo a Vlakiev y Harai.
Mientras tanto, Vlakiev corría a toda velocidad, alejándose del bullicio del mercado. Las luces y los sonidos quedaban atrás, reemplazados por el silencio inquietante de una zona muerta de la ciudad. Allí, las sombras eran más densas, y el aire mismo parecía cargado de una pesadez que ralentizaba cada movimiento. A pesar del terror, Harai alzó la cabeza y miró a su alrededor, su curiosidad infantil asomándose a través del miedo.
—¿Estamos a salvo? —preguntó, su voz temblorosa pero llena de esperanza.
—Aún no —respondió Vlakiev, apretando los dientes. Sus ojos analizaban cada esquina, cada rincón oscuro, buscando cualquier señal de peligro. Sabía que el coloso no se rendiría tan fácilmente.
Finalmente, en un cruce de callejones, lograron despistar al monstruo. Un rugido gutural resonó a la distancia, haciendo temblar las paredes de los edificios cercanos. Vlakiev se detuvo un momento, sus pulmones ardiendo por el esfuerzo, mientras dejaba a Harai en el suelo.
—Escucha, Harai. Pase lo que pase, no te separes de mí —le dijo, su voz cargada de una mezcla de firmeza y preocupación. Harai asintió con seriedad, sus ojos grandes reflejando una confianza absoluta en él.
Ahora la batalla se había dividido en varios frentes. Riha continuaba enfrentándose al coloso, sus movimientos un ballet de supervivencia contra una fuerza aparentemente invencible. Vlakiev y Harai, por otro lado, se adentraban cada vez más en la zona muerta de la ciudad, donde el silencio era profundo y las sombras parecían susurrar secretos oscuros. Solo quedaba la incertidumbre y la desesperación, cada paso una apuesta por la vida en un mundo que parecía decidido a devorarlos.
Mientras las sombras de la noche cubrían la ciudad como un manto de muerte, Vlakiev avanzaba por callejones oscuros y abandonados, buscando cualquier rincón que los protegiera. Los edificios en ruinas parecían ser testigos de su desesperación, reflejando su estado de ánimo: destrozado y tambaleante. Los escombros se apilaban como monumentos olvidados de un tiempo más próspero, y las calles desiertas susurraban promesas de peligro. Cargando a Harai en sus brazos, finalmente encontraron un edificio que parecía lo suficientemente estable para ofrecer refugio. El aire denso, cargado de polvo y recuerdos muertos, parecía aferrarse a ellos, como si supiera que su refugio sería apenas un respiro fugaz.
Vlakiev cruzó el umbral con pasos pesados, y el eco de sus botas resonó en el interior vacío. Las paredes, manchadas de hollín y cubiertas de grietas, parecían cerrar el espacio a su alrededor, mientras Harai se acurrucaba más contra él. Se adentraron hasta un rincón donde la luz apenas arañaba las paredes, y Vlakiev dejó a Harai suavemente en el suelo. La pequeña, con sus grandes ojos llenos de miedo, lo miraba con una mezcla de confianza y angustia que le rompió el corazón. Las luces parpadeantes de la ciudad, visibles a través de una ventana rota, proyectaban destellos inciertos que apenas iluminaban sus rostros.
—¿Qué va a pasar ahora, tío Vlakiev? —preguntó ella, su voz temblorosa, apenas un susurro en el silencio. Sus manos, pequeñas y temblorosas, se aferraban al abrigo de él como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento.
Vlakiev la envolvió en un abrazo, apretándola contra su pecho. Era un intento desesperado por calmarla, aunque él mismo estaba a punto de derrumbarse. Apretó los labios, tragándose las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Las palabras de consuelo que surgieron de su boca estaban cargadas de una fragilidad que apenas podía ocultar.
—Estaremos bien, pequeña —le dijo, forzando una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Te lo prometo.
Harai asintió lentamente, pero sus ojos, llenos de una inocencia dolorosa, no podían ocultar la duda que sentía. Su confianza en Vlakiev era absoluta, pero incluso a su corta edad podía percibir la gravedad de la situación. El frío del suelo y el silencio sepulcral del edificio parecían devorar cualquier sensación de seguridad.
En el silencio de aquel refugio temporal, el sonido de las respiraciones entrecortadas de Vlakiev y Harai era lo único que llenaba el espacio. La ciudad entera parecía mirarlos desde las sombras, como un depredador hambriento esperando el momento oportuno para atacar. Aun así, había algo de resistencia en sus corazones; una chispa de esperanza, pequeña y tambaleante, pero lo suficientemente brillante como para mantenerlos avanzando.
Vlakiev se puso de pie con esfuerzo, sus músculos protestando por el agotamiento, y extendió una mano hacia Harai. Ella la tomó con fuerza, su tacto pequeño pero firme le dio a Vlakiev una pizca de fortaleza renovada. Con el corazón latiendo como un tambor en su pecho, la cargó de nuevo y se dirigieron varias decenas de manzanas más hacia el almacén abandonado donde se supondría que verían a un contacto del doctor Toya al amanecer. Sus pasos resonaban en el edificio, y cada sonido parecía un eco de su vulnerabilidad. Cada sombra que pasaban parecía moverse, y el peso de las miradas invisibles se sentía en su espalda.
Finalmente, al llegar al almacén, Vlakiev dejó a Harai en el suelo y, frenético, comenzó a buscar la entrada del búnker del cual le habían informado previamente. Movía cajas, barría polvo con las manos, cada movimiento cargado de desesperación. La tensión en el aire era palpable, y Harai lo observaba en silencio, sus ojos grandes reflejando tanto miedo como esperanza.
Finalmente, al tropezar con una placa metálica oculta, la descubrió. Tiró con todas sus fuerzas, sus manos sangrando al raspar la superficie oxidada. Su respiración era un jadeo entrecortado, y el sudor le corría por la frente mientras luchaba contra la resistencia de la escotilla. Con un último esfuerzo, la placa cedió y cayó de espaldas, jadeando y con los ojos ardiendo por el esfuerzo.
Las escaleras hacia el búnker estaban a la vista, pero algo se rompió en su interior al ver su propia sangre manchando la placa. ¿Cuánto tiempo podría realmente proteger a Harai? ¿Cuánto podría resistir antes de ceder al horror que los acechaba? La presión, la impotencia, el cansancio… todo se le vino encima como una ola oscura, ahogando cualquier atisbo de calma.
De repente, Harai lo abrazó por la espalda, sus lágrimas silenciosas empapando su camisa. Vlakiev sintió el temblor en su cuerpo, la inocencia rota de esa niña que, pese al miedo, se aferraba a él como si fuera su último refugio. Sus pequeños brazos lo rodeaban con desesperación, y su llanto ahogado resonaba en el silencio opresivo del búnker. La pequeña, entre sollozos y con la voz quebrada, le susurró al oído:
—T-te protegeré… no quiero que mueras… te quiero mucho… no quiero que me dejes sola… como mamá.
Las palabras atravesaron el corazón de Vlakiev como un cuchillo, el eco de la última promesa que había hecho a Vivka resonando en su mente. Esa memoria lo destrozó por dentro. Intentando calmar su respiración, se secó las lágrimas con brusquedad, poniéndose de pie mientras un nudo se formaba en su garganta. Necesitaban un plan, y rápido.
A su alrededor, la sangre en el suelo se hacía cada vez más visible, su olor metálico llenando el ambiente. Las sombras que proyectaban las cajas y escombros parecían moverse con vida propia, recordándole que no había tiempo que perder. Sabía que, si no se alejaba, el ogro podría encontrarlos. No había más opción: Harai tenía que quedarse sola en el búnker, y él debía sacrificarlo todo para despistar al monstruo. La idea lo aterraba, pero no había otra salida.
Se agachó junto a Harai, tratando de mantener la calma. Le acarició el rostro con ternura, sus dedos trazando círculos suaves en su piel mientras intentaba calmar el temblor en sus pequeños hombros. En un tono más ligero, buscó las palabras adecuadas para consolarla, incluso cuando su propio corazón se quebraba.
—Hey, pequeña… —dijo con una sonrisa torcida, disfrazando su propio dolor—. ¿Por qué lloras? Estamos jugando al escondite, y yo soy el mejor jugador que hay. Pero si queremos ganar, tienes que quedarte en este escondite secreto. Es parte del plan.
Harai lo miró con ojos llenos de lágrimas, tratando de sonreír pero sabiendo que algo iba mal. Su intuición, aunque infantil, le decía que las palabras de Vlakiev escondían algo mucho más oscuro. Sin embargo, la calidez en su voz y el brillo forzado en su sonrisa lograron calmarla lo suficiente para asentir débilmente. La niña, con un puchero, murmuró:
—Pero… ¿y si pierdes? Yo puedo ayudarte… no quiero estar sola otra vez.
La sinceridad en sus palabras atravesó a Vlakiev como un golpe. Cerró los ojos por un momento, respirando hondo para mantener el control. Luego, con una ternura que rara vez mostraba, tomó sus pequeñas manos entre las suyas.
—No voy a perder. Pero necesito que seas mi cómplice. Tienes que quedarte aquí, bien escondida, hasta que vuelva. Y cuando todo termine, haré ese pay de queso que tanto amas, ¿te parece?
Harai lo miró con una mezcla de duda y esperanza, sus ojos grandes parpadeando rápidamente mientras asimilaba sus palabras. Finalmente, asintió, aunque su expresión seguía mostrando un rastro de tristeza. Vlakiev suspiró, y, en un acto de desesperación, activó su mutación, haciendo que el cerebro de Harai produjera una oleada de dopamina. La niña se calmó de inmediato, una pequeña sonrisa extendiéndose en su rostro mientras su cuerpo dejaba de temblar. Pero para Vlakiev, aquello no era un alivio, sino una carga más en su conciencia.
Con cuidado, la ayudó a bajar al búnker, su pequeña figura desapareciendo lentamente entre las sombras. Deslizó su mochila junto a ella, asegurándose de que tuviera algo con qué entretenerse y mantenerse tranquila. Sabía que debía cerrarlo rápido antes de que su resolución flaqueara, pero no podía evitar prolongar ese momento.
Justo antes de cerrar la escotilla, Harai lo abrazó de nuevo, su voz un susurro apenas audible:
—Prométeme que ganarás… porque si no lo haces, voy a regañarte mucho cuando te vea otra vez. ¿Lo prometes?
El abrazo de Harai le rompió el alma. Sintió sus pequeñas manos aferrándose con toda su fuerza, y, por un instante, deseó poder protegerla para siempre. Deseó poder detener el tiempo y quedarse allí, en ese instante, donde el mundo exterior no pudiera alcanzarlos. Pero sabía que no era posible. Lentamente, la soltó y le devolvió una sonrisa forzada y con la voz entrecortada Vlakiev le prometió que volvería, antes de cerrar la escotilla, sellando su destino.
Fuera del búnker, Vlakiev se permitió quebrarse. Un llanto silencioso se escapó de su pecho, las lágrimas cayendo al suelo y mezclándose con el polvo. Colocó cajas y escombros sobre la entrada para ocultarla, sus manos temblando mientras trabajaba. Cada movimiento era un recordatorio de la carga que llevaba, de la promesa que le había hecho a Harai. Sabía que no podía fallar, que debía ser fuerte, pero el peso de la realidad lo aplastaba con una intensidad insoportable.
El olor a sangre y sudor llenaba el aire, y los ecos distantes de los rugidos del ogro resonaban como campanadas de muerte. Vlakiev, con la mandíbula apretada y los ojos ardiendo de determinación, se puso de pie. Su cuerpo, agotado y herido, se tensó mientras giraba hacia la entrada del almacén. Con un último vistazo al búnker, dejó escapar un suspiro profundo, como si estuviera dejando atrás una parte de sí mismo.
—Adiós, Harai… —murmuró, sus palabras apenas un susurro en la inmensidad del silencio.
Se ajustó la chaqueta y salió corriendo, sus pasos resonando en el suelo como tambores de guerra. Su mente estaba invadida por un único pensamiento: darle a Harai la oportunidad de vivir. Cada callejón que atravesaba, cada esquina que doblaba, era un paso más lejos del búnker, un paso más cerca del horror que lo acechaba. Sabía que no tenía garantías, que probablemente no regresaría, pero eso ya no importaba. Harai era lo único que importaba.
Y mientras el eco de sus pasos y gritos se perdía en la noche, en lo profundo del búnker, Harai se aferraba a su mochila, susurrando para sí misma:
—Tío Vlakiev… te quiero. No pierdas… por favor… no pierdas.