—Ahora, cuéntame, mi rey, ¿de qué hablamos? —dijo Violeta, el sarcasmo en su voz era inconfundible.
Él la miró, divertido por su falta de instinto de autopreservación. Asher no podía evitar preguntarse si Violeta se daba cuenta de que ella era la única que le hablaba así y se libraba sin consecuencias. Pero luego, justo eso era lo que le gustaba de ella y lo que esperaba, no una alma temerosa y tímida. Si ella fuera así, después de todo, no sería su reina púrpura.
Sobre todo, si había algo que amaba de ella, era la forma en que lo miraba. Para ser precisos, a sus ojos. No había ni un atisbo de disgusto, ni falsa admiración.
Ella no pretendía estar fascinada; realmente los veía por lo que eran. Esos ojos malditos que siempre había odiado cada vez que se miraba en el espejo, Violeta los contemplaba como si fueran hermosos y mágicos. Eso solo ya lo había conquistado, y ahora, ella era su hermosa y mágica reina púrpura.