Ewan sujetaba el volante de su coche, sus nudillos blanqueaban por la fuerza de su agarre. Las calles se desdibujaban a su paso, una corriente de luces de la ciudad que cascaban mientras corría para llegar a casa.
Su mente era un torbellino caótico de pensamientos, cada ola chocando con otra. Atenea. Fiona. Cena. Suicidio.
—¡Maldición! —murmuró entre dientes, clavando la mirada en el asiento del pasajero vacío junto a él, donde debería haber estado Atenea.
Si no fuera por la llamada, la habría llevado a casa después de la cena. Fue por eso que había liberado temprano a su conductor de su trabajo. Sin embargo, todos sus planes se habían venido abajo.
El recuerdo del rostro de Atenea—hermoso e inexpresivo—lo perseguía. ¿Qué habría pensado cuando él se marchó apresuradamente? ¿Se sintió abandonada?
La mera idea le hizo estremecerse, un sentimiento de culpa le arañaba las entrañas.