El bullicio de la corte se extendía por los
amplios pasillos de mármol blanco. Las paredes del mismo color, en un vano
intento de mantener entre sus lados la algarabía, permitían recorrer el lugar
en una ligera calma.
Toda mi vida había experimentado los
cambios que ocurrían con la llegada de cada estación, pero sin duda el verano
hacía del sequito más eufóricos y con la lengua mucho más suelta para divulgar
chismes.
Hoy mis doncellas habían decidido que el vestido de seda negro con
el corsé de cuero del mismo color, con bordados en rojo qué representan el
emblema de nuestra casa, sería el más apropiado.
Ellas consideraban el atuendo
fresco, para mí, era estar cocinándome lentamente y por partes.
Al no querer lastimar sus
sentimientos, por esforzarse en seleccionar lo adecuado, no insistí en quitármelo. Ellas
sabían que podía usar cualquier atuendo siempre y cuando ocultara la gran
cicatriz qué tenía en el pecho, justo donde se hallaba mi corazón.
Por los amplios marcos, los rayos del sol
besaban las zonas descubierta de mis brazos. La brisa mecía mechones de mi pelo
negro y lacio. Las joyas en mis muñecas tintineaban al chocarse unas con otras
por mí andar. La única pieza que parecía estar soldada a mí era el Tikka, con
su rubí tan rojo como la sangre, el dorado de su elaborado borde cubría parte
de mi frente. El collar de oro con pequeños rubíes era amplio y precioso, aunque
un poco recargado para mis gustos.
En una sociedad cada vez más superficial,
donde la elegancia y extravagancia iban de la mano yo debía encajar, me gustara
o no, después de todo soy la única heredera del mayor imperio forjado por mis
padres.
Un largo suspiro salió de mí inconsciente.
Como si la naturaleza de Aldora conociera
mi procedencia, hermosas mariposas tornasol rodearon mi cuerpo, como una
bienvenida.
Del palacio imperial, el jardín era mi
lugar favorito, el único en donde la corte no metía sus narices; quizás el
polen los alejaba y por ello me fascinaba. Era el espacio más fresco en estas
temporadas, y venía diario admirar la vida tranquila que llevaban los pocos animales
que habitaban en este espacio.
Camine entre las flores, tratando
de distanciarme de los guardias asignados a mi protección. Sus enormes alas me
incomodaban sobremanera, e intenté persuadir a mis padres para que no me
siguieran a todas partes; pero fue en vano, no sucedería tal acontecimiento. Y
es que, mis padres me sobreprotegen de tal manera que me hace pensar que aun me
ven como una niña.
Las doncellas también me seguían,
aunque ellas disfrutaban del buen aspecto físico de mis guardias reales.
Respire hondo y por quinta vez desde
que salí de mi alcoba, miré hacia atrás con la esperanza que se hubieran ido y por quinta vez la
decepción llego a mí.
Una vocecilla en mi interior me
decía que ejerciera mi poder como realeza, y así me libraría de ellos por un
rato, aunque otra se negaba a desobedecer a mis padres.
¿Qué debía hacer?
Tan solo unos minutos de soledad es lo que
pido en este lugar inundado de hipocresía y vanidad. Ni en mi alcoba eso
sucedía. Siempre estaba la molesta de Lady Sierra, conocida en la corte por su
ligera lengua, y pulir los zapatos de mi madre. Hasta que esté en un profundo
sueño por las noches, no se retira de mis aposentos.
Muchos la soportan por el simple
hecho de pertenecerle el condado de Adhara, rico en piedras preciosas y
semipreciosas, así como también su
excelente mármol en toda Aldora. Las joyas de la realeza son fabricadas con las
piedras de esa localidad y muchos lores gastan fortunas por una esmeralda o
rubí. Pero el poseer excelentes tierras y una exquisita dote, no la hace una
buena compañía, inclusive mi madre se hastía de verla, y lo sé porque la
conozco como a nadie en este lugar, aunque trate de disimularlo de la manera
más real posible.
Vagando en mis pensamientos, y en
la rabia que me causaba el recordar a Lady Sierra mordí mi labio inferior hasta
tal punto de sangrarme. Posé los dedos en la herida y ellos se mancharon de una
gota de sangre. Como un rayo, el guardia que recién había comenzado su turno y
se presento ante mí como Declan, llegó hasta donde estaba inspeccionando
cualquier herida oculta y cubriéndome con sus imponentes alas negras, mientras
que Nolan verificaba el área con sus alas rojizas desplegadas y su mano derecha
en la empuñadura de su espada.
—¡basta! Nadie me ha herido.
¿Quién podría osar a desafiar la furia de mis padres? Me parece exagerado el
que me estén siguiendo día y noche como si no tienen cosas más importantes de
las que ocuparse.— Di un manotazo donde Declan intentaba revisarme.
—¡alteza! ¿Cómo ha podido ser tan
descuidada y lastimarse? —mi doncella Camille se acercó con intensiones de
observar el pequeño daño causado por mi ira.
Declan replegó sus alas como el
fuego ardiente, y con el ceño fruncido le gruñó en advertencia a Camille.
—Cuide sus palabras lady Camille.
Las mejillas de Camille se
sonrojaron de inmediato.
—Perdone mi imprudencia su
Alteza. Me exalte y no fue mi intención ofenderla.
Los risos rubios de Camille cayeron
hacia el frente cuando realizo una reverencia. Ella era la que más tiempo
llevaba conmigo y aún así, algo en ella no me hacía considerarla mi amiga. Podía
sentir en su mirada una pizca de envidia o quizás eran cosas mías, pero no me
daba confianza.
—Esta bien, puedes retirarte
Camille. Estaré aquí en el jardín un rato y se que no te gusta estar mucho
tiempo acá.
Sus ojos eran de un color
caramelo claro, tan claros como la miel más pura. Ella los abrió sorprendida.
—¡Alteza por favor, le ruego me
perdone!— Camille no dejaba de ver a Declan.
Le dedique una sonrisa que apenas
se podría ver —ya te dije que no pasa nada. Solo quiero estar sola.
Camille se inclino ligeramente y
tomo de la mano a la doncella nueva. Ambas se retiraron a pasos apresurados.
Declan retrocedió hasta que se
fue a la entrada del jardín. Él y Nolan conocían mi gusto de estar aquí por un
rato, aunque las veces que me acompañaba Camille solo duraba minutos, pues ella
comenzaba a quejarse de las mariposas luminiscente que al sentir mi presencia, revolotean
a mi alrededor.
Cuando se vive en un lugar lleno de algarabía, y la privacidad es un
lujo, estos momentos de silencio se valoran más que piedras preciosas. Veinticinco
años han transcurrido desde mi nacimiento, y desde tal acontecimiento he vivido
rodeada de personas. Algunas las he visto envejecer y otras ni recuerdo sus
nombres o rostros.
Lady Sierra constantemente me recuerda lo agradecida que debo estar
por pertenecer a la mejor casta:
—miles de jóvenes desean estar en tu lugar Lady Eyre, enorgullécete
y por sobre todas las cosas, obedece en todo a tus padres. Se callada. Jamás,
jamás lleves la contraria a tus superiores.
No había día, hora, ni segundo que dejara de mencionar esto. Había momentos que deseaba con todo mí ser,
explotar y decirle que callara, que se fuera del palacio y atendiera sus
propios asuntos. Y aun así todo eso quedaba en mi memoria sin sentirme lo suficientemente
valiente para expresarlo en voz alta.
Mientras pensaba me fui adentrando en el lugar y comencé a admirar
una vez más el espacio. Nunca paraba de sorprenderme por la belleza del
recinto.
El jardín poseía un eje central, comprendido por una terraza con
balaustrada. Rodeada por veinte fuentes pequeñas y una grande en su centro. Se
podía descender al eje secundario por medio de dos escaleras de mármol,
ubicadas en los extremos. En esta etapa podías ingresar a una sección donde la
escultura de una ninfa descansaba, y a sus pies un guerrero se clavaba un puñal
a un costado de su abdomen.
Una inscripción acompañaba la melancólica y salvaje obra: "un
hombre moriría por salvar su honor".
Cuando era pequeña, solía escaparme de la institutriz y a su vez de
lady Serra, siendo esta cueva mi lugar favorito. Me sentaba junto a la ninfa y
soñaba que era yo, implorándole a mi amado no cometer tal acto egoísta. Y él,
por haberme fallado decidía entregar su vida a mis pies.
Me refugie una vez más en mi lugar secreto
Con la vista puesta en la ninfa, intenté controlar el torrente de
emociones que abrumaban mi día. La carga emocional pesa demasiado al ser la
heredera de una nación. El tener que cumplir las altas expectativas de los
demás es agotador. Ñ
Un suspiro involuntario emergió.
—No sabía que alguien de este reino le gustara el silencio y
privacidad— una voz grave, profunda y oscura se escuchó a mi espalda.
Los vellos de mi piel se erizaron ante la sensación de
vulnerabilidad en la que me hallaba. ¿Cómo no había sentido presencia alguna en
el sitio? Voltee lentamente, para enfrentar al inesperado compañero.
Mis ojos se posaron en el ser majestuoso que se presentaba ante mí.
De una altura que superaba el metro noventa. Lo mire desde la cabeza hasta los
pies con la boca ligeramente abierta. Su pelo lacio y blanco como la nieve
llegaba hasta su cintura, entre hebras de pelo unas orejas puntiagudas
sobresalían encantadoramente. Sus cejas y labios mostraban la diversión que le
causaba mi impresión. El color de sus ojos me cautivo, de un violeta claro. Su
nariz era perfecta para la simetría de su rostro.
Poco sabia yo, que esos labios rosados serían mi perdición.
No había besado a nadie, exceptuando aquellos llenos de inocencia en
la mejilla a mi padre y a mi madre. Pero juraría que los suyos eran tan suaves
como algodón.
La túnica que cubría su cuerpo era negra con un broche en forma de runa,
qué unía la tela en el centro de su pecho. No podía percibir su musculatura pero
la silueta dejaba entrever qué su complexión no era simple. La anchura de sus
hombros vislumbraba una espalda ancha, dando sentido a su altura.
—¿Qui… quién es usted? —mi voz vaciló al principio, pues me hallaba idiotizado
por él.
Una sonrisa apareció en su rostro y sentí mi cuerpo reaccionar ante
su gesto.
—un humilde servidor, su Alteza—. Con una gracia sin igual, realizo una
reverencia.