En el principio, el Sol, estrella de fuego eterno, forjó la esencia del sistema. Su calor, inquebrantable, surgió de la oscuridad primordial, dando forma a los mundos en su órbita. Una esfera ardiente que, en su fulgor, sostiene todo lo conocido. Es el centro de un vasto orden, pero también el reflejo de la creación misma, un ser que da y consume, que da vida mientras se consume en su propia energía.
Alrededor de él, en su danza infinita, giran los planetas, cuerpos que nacen y mueren bajo su mirada. Mercurio, el primero, jamás tocado por el frío del vacío, siempre cerca del sol. Un mensajero de fuego, su cercanía le otorga un destino de angustia, pues su calor incesante arrastra todo lo que se aproxima.
A la siguiente órbita, Venus resplandece en el firmamento, con una belleza oscura y un brillo que esconde tormentas implacables. Su atmósfera oculta una verdad peligrosa, pues bajo su manto, se oculta el caos de lo primordial, el principio de lo inestable. Un planeta de contradicciones, cuyas profundidades son un misterio sin resolver.
Marte, el rojo guerrero, es la prueba de lo que queda tras el desgaste del tiempo. Su superficie quemada y desolada refleja la memoria de lo que fue y la sombra de lo que podría haber sido. Un planeta sin vida, pero lleno de historia, su quietud es testigo de antiguos días.
PLANETAS GASEOSOS
Los planetas gaseosos, alejados del calor abrasante del Sol, nacieron de los vientos cósmicos y la materia primordial que flotaba en la vasta oscuridad del espacio. Lejos de la influencia directa del calor estelar, los gases ligeros como el hidrógeno y el helio, que estaban dispersos en la nebulosa solar, se agruparon por la acción de las fuerzas gravitacionales. Estos gigantes de gas, inmensos y poderosos, crecieron a partir de las partículas que el Sol no pudo consumir, absorbiendo lo que quedaba en el vacío.
Júpiter, el primero en formarse, fue una esfera de gas que atrapó a su alrededor las partículas más ligeras. Con el tiempo, su gravedad lo convirtió en un gigante. Al reunir estos elementos, Júpiter se convirtió en el coloso que conocemos hoy: una atmósfera densa, con vientos desmesurados y tormentas eternas que ocultan su núcleo. En su vasto ser, Júpiter refleja la fuerza incontrolable de lo primitivo, la misma que dio origen al universo, como si la creación hubiera querido plasmar su poder en un solo ser.
Saturno, a su lado, siguió un camino similar. Sus anillos, formados por restos de cometas y asteroides atrapados por su gravedad, fueron creados de los mismos elementos ligeros que el Sol no pudo absorber. En su quietud y majestuosidad, Saturno guarda el equilibrio del sistema, su atmósfera rica en hidrógeno y helio refleja la constante lucha entre lo estable y lo fugaz.
Más allá, Urano y Neptuno, los gigantes azules, son los últimos vestigios de esa danza cósmica. Su formación, alejada de la cálida influencia del Sol, se dio bajo la fría mirada del espacio profundo. Estos mundos no fueron creados por el calor, sino por las mismas fuerzas gravitacionales que unen y separan, atrapando los gases que existían en la nebulosa sin que su proximidad al Sol interfiriera en su formación. En sus atmósferas de metano y gas, Urano y Neptuno llevan consigo los secretos de la lejanía, la quietud de lo distante, como los vigilantes de un reino olvidado.