Dextera Dei había pasado nueve meses trabajando arduamente, enfrentando el desafío más grande desde su resurrección. Había logrado unificar a los pueblos Nefilim, humanos y otras criaturas que alguna vez se habían mantenido separados por la desconfianza, el odio y la diferencia de linajes. A lo largo del año, su persistente esfuerzo había rendido frutos, aunque no sin resistencia. El nuevo orden comenzaba a consolidarse, y poco a poco, Dex estaba creando una sociedad en la que la justicia y la libertad prevalecían sobre el caos.
Una tarde, mientras caminaba por las amplias calles de la ciudad que había ayudado a construir, la armonía aparente no podía borrar los ecos de sus antiguas luchas internas. El imponente casco que solía llevar estaba guardado, y aunque su armadura aún lo hacía destacar, sus interacciones con la gente eran más cercanas. Pero sobre todo, había algo que no había previsto: su creciente afecto por Emilia.
La niña de nueve años lo había conquistado, no con grandes gestos, sino con su inocencia y honestidad. Emilia lo seguía por las calles, siempre con una sonrisa y mil preguntas. Solía correr delante de él, con su cabello enredado al viento, mostrándole cosas simples que ella consideraba asombrosas. Para Dex, esas interacciones, tan puras, eran un refugio en medio del caos de sus pensamientos.
Un día, mientras la acompañaba de regreso a su hogar, Emilia le preguntó algo que lo sorprendió:
—¿Por qué no sonríes más, Lamec?
Dex miró al horizonte, donde el sol se estaba ocultando, iluminando la ciudad con un resplandor dorado.
—No es fácil para alguien como yo sonreír, Emilia. —respondió, su voz profunda, pero con una suave amabilidad que reservaba solo para ella.
—Mi papá dice que cuando las personas tienen el corazón roto, es más difícil ser felices. Pero yo no lo creo... —dijo Emilia, caminando junto a él, mirando el suelo con sus pequeños pies pateando piedras—. Creo que las personas pueden sanar, como las heridas.
Dex se detuvo por un momento, mirando a la niña. Había una inocente sabiduría en sus palabras, una esperanza que él había perdido hacía mucho tiempo. Convivir con ella y ayudar a su padre en las tareas cotidianas le estaba proporcionando algo que no había tenido en siglos: un sentido de pertenencia más allá de las batallas y la guerra divina.
Emilia vivía con su padre, un hombre sencillo que trabajaba como artesano. Dex comenzó a pasar más tiempo ayudándolo, reparando herramientas, cargando suministros, y en general, siendo una presencia tranquilizadora en la vida de ambos. El padre de Emilia lo respetaba y apreciaba su ayuda, pero sobre todo, confiaba en él para proteger a su pequeña hija.
A veces, mientras trabajaba junto a él, el hombre se atrevía a preguntarle sobre su pasado, aunque siempre con cuidado. Dex, en su acostumbrada reserva, compartía solo lo necesario, dejando que el aire de misterio persistiera. Pero la forma en que tomaba el martillo o cargaba los pesados materiales le revelaba algo a quien lo observaba: el semidiós no estaba exento de emociones humanas.
Con el tiempo, la nueva sociedad bajo el liderazgo de Dextera Dei empezó a tomar forma. Se implementaron leyes basadas en justicia, equidad y respeto. Aunque los Nefilim y los humanos compartían ahora los mismos derechos, la memoria de las antiguas batallas aún resonaba en los corazones de muchos. Era un proceso lento y delicado, y Dex lo sabía. Su presencia, con el aura de poder que irradiaba, imponía respeto y evitaba que la violencia se apoderara de las calles.
Sin embargo, había momentos en los que Dex se sentía fuera de lugar. Había reformado esta sociedad, pero su destino aún lo mantenía distante de cualquier verdadero lazo. Lo único que parecía ser una excepción era Emilia. Con ella, él se sentía en paz, aunque solo fuera por instantes breves.
Una tarde, mientras ayudaba al padre de Emilia a reparar una carreta, la niña se acercó con una flor en la mano.
—¡Mira, Lamec! Esta flor es la más bonita de todas. —dijo Emilia, sosteniendo la pequeña flor de pétalos blancos con orgullo.
Dex la miró, y por primera vez en mucho tiempo, sintió una calidez dentro de su pecho que no provenía de la furia o el conflicto. Se agachó y aceptó la flor.
—Es hermosa. Gracias. —respondió, algo torpe, pero con sinceridad.
La niña sonrió ampliamente y se sentó a su lado mientras él volvía al trabajo. Por un momento, todo parecía en paz. Y, aunque fuera solo un destello en el vasto océano de su vida, Dex supo que estos momentos eran los que realmente importaban.
Pero en el fondo, siempre existía una incertidumbre. Sabía que el destino de la nueva sociedad aún era incierto. La amenaza de los ángeles y los antiguos enemigos no había desaparecido, y Dex no podía quedarse demasiado tiempo en ese refugio de tranquilidad.
A medida que los días pasaban, Dextera Dei continuó luchando, no solo en el campo de batalla, sino también en su mente y corazón. La conexión con Emilia y la vida pacífica que ella le ofrecía eran un recordatorio de lo que él podría tener, si alguna vez decidía soltar las cadenas de su deber divino.