En el camino hacia el puerto de Chancay, me encontré con un grupo de personas que, como yo, luchaban por sobrevivir sin caer en la locura. Aunque muchos de ellos habían tenido que matar para protegerse, conservaban algo de humanidad. Entre ellos estaba Nicol, una chica amable y siempre positiva. Nos hicimos amigos rápido. Nicol había perdido a sus padres, algo que yo no podía imaginar porque siempre fui huérfano. No sabía lo que era perder a un padre, pero trataba de entender su dolor.
A unas horas de llegar al puerto, nos detuvimos para descansar y terminamos compartiendo anécdotas sobre la vida antes del apocalipsis. Yo era una persona normal, no resaltaba en nada, mientras que Nicol, que era un año menor que yo, destacaba jugando vóley en un club llamado Regafas. Algunos del grupo se pusieron nostálgicos al recordar tiempos mejores, así que decidimos seguir avanzando antes de que la melancolía nos afectara a todos.
Cuando ya podíamos ver el puerto a la distancia, un grupo de asesinos apareció de repente. No eran como los demás. Tenían habilidades sobrenaturales que usaron para oprimirnos y acabar con gran parte de nuestro grupo. Nicol y yo logramos escapar corriendo con todas nuestras fuerzas, dejando atrás a nuestros compañeros.
Por fin llegamos al puerto, exhaustos y aterrados. Desde lejos, vimos el enorme buque que se había convertido en un refugio. Pero justo cuando creíamos estar a salvo, sentí un dolor punzante: un asesino me había apuñalado a la entrada. Antes de que pudiera reaccionar, uno de los guardias del puerto lanzó una esfera de energía desde su mano, eliminando al atacante. Fue algo impresionante. Todo comenzó a nublarse, y caí al suelo, desmayado mientras Nicol gritaba mi nombre.
Cuando pude despertar, sentí mi cuerpo rejuvenecido y, a mi lado, había una sanadora. Era algo inaudito. Finalmente pude observar con mis propios ojos el buque: era enorme; desde afuera no se veía así.
Después, Nicol y yo fuimos llevados al segundo piso, que resultó ser el centro de mantenimiento. Allí nos explicaron que debíamos trabajar para poder comer. No todo era color de rosas, jaja.
Autor: Alessio Abarca