El mundo no siempre fue como lo conocemos. Hubo un tiempo en que el caos era absoluto. Bestias colosales, encarnaciones vivientes de los elementos primordiales, gobernaban con una ferocidad que desafiaba toda imaginación. Tan poderosas eran que incluso Erebus, el dios de la creación y el equilibrio, temía enfrentarlas. Bajo su sombra, las razas mortales no eran más que un eco frágil, condenadas a una lucha desesperada por sobrevivir.
En aquel entonces, todo giraba en torno a la Energía Elemental, una fuerza ancestral que fluía a través de la esencia misma de la existencia. Para los mortales, era apenas una chispa inalcanzable. Para las bestias, una extensión natural de su poder. Por donde caminaban, las montañas se alzaban, los océanos se agitaban y las tormentas desataban su furia. Para Erebus, estas criaturas eran más que una amenaza; Eran el caos personificado, una afrenta directa a su creación y al equilibrio que había jurado proteger.
No pudo quedarse de brazos cruzados. Lleno de pesar, el dios descendió al mundo para enfrentarlas. La batalla que siguió fue como ninguna otra. Los cielos se desgarraron y la tierra tembló bajo la magnitud del enfrentamiento. Pero ni siquiera Erebus podía destruirlas; Eran demasiado poderosas. Finalmente, encontré una solución. Utilizó su poder divino para separar las almas de las bestias de sus cuerpos, vendiéndolas en prisiones que existían más allá del tiempo y el espacio. Con ello, el mundo fue liberado de su amenaza. Pero el precio fue alto: Erebus quedó debilitado, y la tierra misma, marcada por las cicatrices de su sacrificio.
Con las bestias fuera de escena, llegó una era de prosperidad. Los mortales construyeron reinos, exploraron los secretos de la Energía Elemental y vivieron en paz. Pero esa paz no es difícil. Desde las sombras surgieron los demonios, una raza despiadada liderada por el temible Rey Demonio. Con él marchaban los Akumas, criaturas salvajes sin voluntad propia, y sus más temidos generales: los Siete Ángeles de la Muerte. La oscuridad que trajeron consigo fue devastadora. Uno a uno, los reinos cayeron bajo su asalto, dejando tras de sí un mundo teñido de sangre y desesperanza.
Desesperados, los mortales clamaron una vez más a Erebus. Aunque debilitado, el dios escuchó su llamado. Pero esta vez no había bestias que vender ni una solución fácil ya que aún se encontraba débil. Así que tomó una decisión drástica: sacrificó lo que quedaba de su divinidad y, con ello, forjar las primeras Reikens. Espadas, imbuidas con fragmentos del alma de las bestias que combatió y selló hace mucho, otorgaban a su portador un poder inimaginable.
Con las Reikens, los mortales finalmente tuvieron esperanza. Pero el Rey Demonio, astuto y despiadado, no tardó en contraatacar. Capturó a Erebus y lo obligó a forjar Reikens para su ejército. Estas armas, eran corruptas y envueltas en la oscuridad. Una vez completadas, Erebus fue ejecutado sin piedad.
Lo que siguió fue una guerra sin precedentes: Reiken contra Reiken. Las batallas dejaron al mundo al borde del colapso. Los demonios parecían invencibles hasta que, un guerrero anónimo, un héroe, surgió para liderar la resistencia. Su habilidad y valentía rivalizaban incluso con los Siete Ángeles de la Muerte y el propio Rey Demonio. Con otros portadores de Reikens a su lado, se enfrentó a las fuerzas demoníacas en una batalla final que sacudió los cimientos de la creación. Al final, el Rey Demonio junto a los siete ángeles de la muerte fueron derrotados y los demonios, desterrados a las tierras áridas de las Sombras Eternas, un lugar donde la luz jamás llega.
Sin embargo, la victoria no fue completa. Muchas Reikens se perdieron, el guerrero anónimo cayó, y su Reiken desapareció en el olvido. Los sobrevivientes aprendieron una amarga lección: la paz nunca es eterna. Es por eso que se dedicaron a entrenar a nuevas generaciones de guerreros, manteniendo vivo el legado de los Reikens.
Hoy, más de diez mil años después, el mundo parece haber olvidado aquella guerra. Pero las cicatrices del pasado nunca desaparecen y la paz nunca es eterna.