A la mañana siguiente, Kuro caminaba de regreso a su casa.
Era temprano, y el frío de la mañana se colaba por su ropa, calándole hasta los huesos. Pero no le importaba. Su mente seguía atrapada en las palabras de Kaishin y Tsume, repitiéndose una y otra vez como un eco persistente.
También recordaba las últimas palabras de su padre la noche anterior.
Cada paso que daba lo acercaba a su hogar, pero por primera vez, sentía un peso extraño en el pecho al verlo a la distancia. Antes, su casa era simplemente eso: el lugar donde vivía. Pero ahora, la miraba con recelo.
No sabía qué sucedería al cruzar esa puerta.
No sabía si su padre querría hablar con él… o si seguiría decepcionado.
Pero ya no era momento de acobardarse.
Kuro respiró hondo, tragó su miedo y giró la manija de la puerta.
Al entrar, su voz salió más baja de lo que esperaba.
—Estoy en casa…
Por un momento, solo escuchó silencio.
Pero a medida que avanzaba en la casa, los sonidos familiares comenzaron a envolverlo: el chisporroteo del desayuno cocinándose, el suave murmullo de su madre moviéndose en la cocina y el aroma reconfortante de la comida flotando en el aire.
Cuando llegó al comedor, vio a su padre sentado en la mesa con una taza de té en la mano.
El hombre levantó la vista al notar su presencia. Kuro sintió la presión de su mirada, pero antes de que pudiera decir algo, un torbellino de preocupación lo embistió.
—¡Kuro! —Su madre se lanzó hacia él, revisándolo de pies a cabeza con ojos ansiosos—. ¿Estás bien? ¿No te sucedió nada? ¿Tienes fiebre?
—Estoy bien… —respondió Kuro, un poco incómodo por la situación.
Su madre lo tocó en la frente para asegurarse, y al confirmar que no tenía temperatura, dejó escapar un suspiro de alivio.
Mientras tanto, su padre no se movió de su lugar. Seguía sosteniendo su taza de té con calma, pero su mirada seguía fija en Kuro.
El niño sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.
Sabía lo que tenía que hacer.
Cuando su madre por fin lo soltó, Kuro apretó los puños, respiró hondo y se arrodilló en el suelo, inclinando la cabeza.
—Madre… Padre… —Su voz temblaba levemente—. Por favor, perdónenme.
El silencio en la sala se volvió pesado.
—Lo que dije anoche estuvo mal… —continuó, cerrando los ojos con fuerza—. Perdónenme… Sé que lo único que quieren es protegerme, pero…
Las palabras se atoraron en su garganta, y por un momento, Kuro sintió que su pecho se oprimía.
No podía ver la reacción de su padre, pero podía sentir el peso de su mirada sobre él.
Finalmente, su madre fue la primera en romper el silencio.
—Kuro… —susurró con ternura, colocando una mano en su hombro.
Pero él no se atrevió a levantar la cabeza.
No hasta escuchar lo que su padre tenía que decir.
El sonido de la taza posándose sobre la mesa alertó a Kuro.
Seguido de eso, escuchó pasos firmes acercándose a él.
Su cuerpo se tensó, preparándose para lo que vendría.
Esperaba cualquier cosa… menos lo que sucedió a continuación.
Sintió una mano fuerte apoyarse sobre su hombro, pero en lugar de dureza, había calidez en el gesto.
—Levanta la cabeza, Kuro —dijo su padre con voz firme.
Kuro obedeció de inmediato y, al hacerlo, quedó sorprendido.
La expresión en el rostro de su padre no era de enojo ni de decepción. Era preocupación.
Antes de que pudiera reaccionar, su padre pasó una mano sobre su cabeza con ternura.
—Tranquilo, hijo… No estoy enojado contigo —susurró—. Al fin y al cabo, eres mi hijo. Eres lo más importante para mí.
Las palabras fueron como un golpe directo al corazón de Kuro.
No pudo evitarlo. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos sin control, y sin pensarlo, se lanzó hacia su padre, abrazándolo con fuerza.
Su padre, sin dudarlo, correspondió el abrazo, sosteniéndolo con firmeza.
—Sé que tu sueño será difícil de cumplir… —prosiguió—. Pero yo te apoyaré hasta donde mi vida lo permita.
Kuro levantó la mirada, sus ojos aún empañados por las lágrimas.
—¿De verdad…?
Su padre asintió con seriedad.
—Pero dime, Kuro… ¿Estás seguro de seguir con ese sueño?
Kuro se secó las lágrimas con el dorso de la mano y respiró hondo.
—Sí —respondió con determinación.
Su padre lo observó por un momento antes de asentir nuevamente.
—Bien. No tengo nada más que argumentar. Como dije, te apoyaré.
Kuro apretó los puños, sintiendo que el peso en su pecho se disipaba.
—Gracias, papá… —murmuró, su voz apenas un susurro.
Su padre se inclinó levemente, soltándolo del abrazo, y se dirigió hacia la puerta.
—Bueno, es hora de ir al trabajo. Y tú también, Kuro. Prepárate para la escuela.
Kuro sonrió ampliamente, limpiándose los rastros de lágrimas.
—Sí, no te preocupes. Les prometo a ti y a mamá que haré todo lo posible por cumplir mi sueño. ¡Seré un Reiken!
Su padre esbozó una leve sonrisa, asintió con orgullo y, antes de marcharse, besó a su esposa en la frente.
—Nos vemos en la noche.
Dicho esto, salió por la puerta, dejando atrás un ambiente mucho más cálido que la noche anterior.
Kuro miró a su madre, quien le devolvió una sonrisa de alivio.
Sabía que al no poseer un elemento ese sueño era casi imposible de cumplir, pero por hoy, por primera vez en mucho tiempo, se sentía en paz.
Mientras Kuro disfrutaba de su desayuno, el ambiente en la casa parecía volver a la normalidad. El aroma de la comida, el sonido de los cubiertos chocando suavemente contra los platos, todo le hacía sentir que, después de días de tensión, por fin podía respirar con tranquilidad.
Pero la calma duró poco.
Desde el segundo piso, unos pasos apresurados bajaron por las escaleras, seguidos de una voz llena de energía que rompió la tranquilidad.
—¡Buenos días!
Antes de que pudiera girarse, Kuro sintió un impacto repentino.
—¡Kuro-nii!
Mio, su hermana menor, se abalanzó sobre él con la emoción de siempre, rodeándolo con sus pequeños brazos en un fuerte abrazo.
Kuro rió suavemente mientras le revolvía el cabello.
—Buenos días, Mio.
La calidez del momento le recordó cuánto había extrañado esa simple sensación de hogar.
Sin embargo, la paz no duró mucho.
Aiko, su hermana mayor, apareció detrás de Mio con los brazos cruzados y una mirada afilada.
—¿Dónde demonios te metiste anoche, idiota?
Kuro tragó saliva. Aiko nunca había sido alguien sutil cuando se trataba de reprenderlo.
—Pasé la noche en casa de los tíos Kaishin y Tsume —respondió, levantando las manos en un gesto de rendición.
Aiko lo miró fijamente, evaluándolo con los ojos entrecerrados. Después de unos segundos, infló las mejillas con evidente molestia antes de darle un golpe en el hombro.
—Más te vale que te hayas disculpado con papá.
Aunque su tono sonaba como una amenaza, Kuro sabía que en realidad estaba preocupada por él.
—Sí, ya lo hice. Todo está bien ahora, lo prometo.
Aiko mantuvo la mirada seria un momento más antes de suspirar.
—Está bien. Pero escucha… si vuelves a hacer llorar a mamá, te las verás conmigo.
Aunque sonaba como una advertencia en broma, Kuro supo que no era del todo mentira.
—Lo prometo, Aiko-nee… No volverá a pasar.
Mio, aún colgada del brazo de su hermano, rió divertida.
—Aiko-nee siempre está enojada —comentó con una sonrisa traviesa.
—¡No es cierto! —protestó Aiko, pero Kuro y Mio rieron juntos.
El ambiente en la casa, que había estado tenso por días, finalmente volvía a sentirse normal.
Una sensación que Kuro no sabía cuánto había extrañado hasta ahora.
Cuando terminó de desayunar, se levantó y llevó sus platos al fregadero.
—Gracias, mamá —dijo mientras colocaba los cubiertos en el lavadero.
Su madre, que lo observaba en silencio, notó algo y frunció levemente el ceño.
—Kuro… ¿de dónde sacaste ese uniforme?
Kuro bajó la mirada al uniforme algo desajustado y se encogió de hombros.
—El tío Kaishin me lo dio. No quería que fuera a la escuela con la ropa rota.
Su madre lo miró por un instante y luego sonrió con ternura.
—Dales las gracias a tus tíos la próxima vez.
Kuro asintió mientras ajustaba el cinturón del uniforme antes de dirigirse a la puerta.
—Nos vemos luego, mamá.
La brisa fría de la mañana lo recibió nuevamente al salir, pero esta vez, en lugar de sentir incomodidad, el aire fresco lo llenó de energía.
Caminó con paso firme hacia la escuela, sabiendo que, aunque aún quedaban desafíos por enfrentar, había dado un primer paso hacia la reconciliación consigo mismo y con su familia.
Y eso, pensó, era suficiente por ahora.