Escena 1: La llegada
Aaron Lamana no estaba preparado para Nueva York. Las luces, el ruido y la sensación de estar perdido lo abrumaban mientras el taxi lo llevaba a Queens. En la maleta solo llevaba un par de mudas, una foto de su familia y una determinación férrea de hacer que esos seis meses lejos de casa valieran la pena.
Había dejado a su esposa, María, y a sus dos hijos pequeños en España. "Trabaja, ahorra, y vuelve a casa", le había dicho ella al despedirse en el aeropuerto. Esas palabras resonaban en su mente como un mantra mientras veía pasar los rascacielos por la ventanilla.
Al llegar al apartamento compartido, Miguel, un mexicano que llevaba años trabajando en los almacenes, lo recibió con una sonrisa.
—No es mucho, pero es mejor que la calle.
El apartamento estaba lleno de colchones en el suelo y cajas apiladas en las esquinas. Olía a humedad y a comida recalentada. Aaron no se quejó. Sabía que esto era temporal.
Una semana después...
Aaron trabajaba en silencio, descargando cajas pesadas de los camiones bajo la fría luz del almacén. El ritmo era brutal, pero cada caja que movía lo acercaba un poco más a su meta: enviar dinero a casa y asegurar un futuro para su familia.
Esa noche, el turno estaba especialmente agitado. Miguel, su compañero, lo ayudaba a mantener el ritmo.
—Oye, Lamana, ¿estás bien? Te ves cansado.
—Estoy bien —respondió Aaron, secándose el sudor con el dorso de la mano.
Mientras bajaba la última caja de un camión, un grito rompió la monotonía del trabajo. Venía del callejón detrás del almacén. Era un grito agudo, cargado de miedo. Aaron dejó la caja y miró hacia la puerta trasera.
—¿Qué pasa? —preguntó Miguel.
—Hay alguien gritando...
—No te metas, hombre. No es asunto nuestro.
Aaron dudó. Sabía que Miguel tenía razón, pero no podía ignorar lo que había escuchado. Con el corazón latiendo con fuerza, dejó todo y salió corriendo hacia el callejón.
Escena 2: La pelea
En el callejón, a la débil luz de una farola, Aaron vio a un hombre corpulento empujando a una chica rubia contra la pared. Ella forcejeaba, intentando zafarse, pero él era demasiado fuerte.
—¡Déjame, imbécil! —gritaba la chica.
Aaron no pensó.
—¡Eh, déjala! —gritó desde la entrada del callejón.
El hombre se giró, sorprendido. Luego lo miró con desprecio.
—¿Quién diablos eres?
Aaron avanzó unos pasos, sintiendo el miedo apoderarse de él, pero sin detenerse.
—Suéltala —dijo con voz firme.
El hombre rió.
—¿Vas a detenerme tú, paleto?
Aaron miró a su alrededor y vio una barra de hierro apoyada contra un contenedor de basura. La agarró y la levantó, tratando de parecer más seguro de lo que se sentía.
—Te lo advierto.
El hombre se acercó, burlándose, pero antes de que pudiera hacer algo, Aaron lo golpeó en la pierna con la barra. El hombre soltó un gruñido de dolor y dio un paso atrás, tambaleándose. La chica aprovechó la confusión para correr hacia Aaron, refugiándose detrás de él.
—¡Esto no ha terminado! —espetó el hombre, cojeando mientras se alejaba maldiciendo en voz baja.
Aaron soltó la barra y respiró hondo.
—¿Estás bien? —le preguntó a la chica, que aún temblaba.
Ella asintió, ajustándose el abrigo. Tenía un corte en el labio, pero su mirada era firme.
—Gracias... pero no puedes contarle a nadie lo que pasó aquí. Por tu bien y por el mío.
Aaron frunció el ceño.
—¿Quién era ese hombre?
—Solo olvídalo —respondió ella, sacando su teléfono y pidiendo un Uber con rapidez—. No es asunto tuyo.
Aaron quiso insistir, pero ella lo interrumpió.
—Hiciste lo correcto al ayudarme. Pero si alguien pregunta, di que no sabes nada.
Un coche negro se detuvo al final del callejón. Isabella abrió la puerta, pero antes de entrar, miró a Aaron una última vez.
—Gracias otra vez... y cuídate.
Aaron la vio marcharse, sin saber qué pensar. Algo en su forma de hablar y de moverse le decía que estaba metido en algo más grande de lo que podía imaginar.