—¿Quién diablos te dejó entrar a mi habitación? —gritó en el momento en que comenzó a desbloquear la puerta del baño. Ni siquiera sabía quién era y ya estaba tan enojado. Imagina si me viera, perdería la cabeza.
Permití que el pánico se asentara por un momento antes de pasar a la acción y salir corriendo de la habitación. En vez de dirigirme escaleras abajo, seguí corriendo y tocando frenéticamente las perillas de cada habitación que pasaba.
Todas parecían estar cerradas hasta que llegué a una puerta con un patrón dorado. Mi respiración se cortó cuando giré la perilla y empujé la puerta para abrirla.
En ese momento, mi cerebro se aferró a la idea de que mientras siguiera corriendo y me escondiera bien, estaría bien. Cualquier puerta abierta se sentía como una invitación a la seguridad.
Esa noche, la puerta del tren estaba a solo unos pasos, y si de alguna manera hubiera conseguido pasar por esas puertas, no habría sufrido tanto.