Northwood era una ciudad que reflejaba muchos años de historia, como un pequeño fragmento del pasado traído a tiempos modernos. Sus calles adoquinadas estaban bordeadas de edificios que parecían nunca querer dejar atrás los ecos de un tiempo más apacible. En el aire perduraba siempre la fragancia de madera envejecida, del café recién pasado a primera hora de la mañana, y de las plantas que crecían entre las grietas del suelo.
En el corazón de la ciudad se erguía la Universidad Estatal de Arte y Cultura de Northwood como un monolito de conocimiento. Su silueta de piedra oscura y ventanas góticas ofrecían la sombra de un pasado mucho más antiguo que cualquier edificio moderno. Allí, entre aulas y bibliotecas que susurraban secretos, se reunían muchos estudiantes de todo el país en un intento de forjar su destino como artistas prolíficos, o por lo menos, de perseguir sus sueños hasta lograr que se transformen en realidad.
En una de las habitaciones de residencia más discretas del campus, Helena Miller se encontraba sola, enfrascada en una apasionante jornada de lectura, como resultaba habitual. A sus cortos diecinueve años, su cuerpo ya mostraba los vestigios de su lucha interna. La leucemia había arrasado su vitalidad con una agresión aterradora, dejando tras de sí una fragilidad que se evidenciaba en su piel pálida y en sus ojos vidriosos.
La habitación que compartía con Rose Gretcher estaba en contraste con su ser: mientras que su compañera llenaba su espacio con el vibrante caos de su vida creativa; como pinturas desordenadas, polaroids pegadas en la pared, bocetos rondando por cada centímetro del suelo, e incluso el color de las luces navideñas con las que estaba envuelta la cabecera de su cama; Helena mantenía el orden de alguien que no quiere causar problemas cuando ya no esté.
Su escritorio estaba cubierto de libros apilados, pero no los clásicos de siempre. Aquella noche, los textos que Helena estudiaba eran más oscuros, más inquietantes. Libros antiguos sobre el ocultismo, grimorios polvorientos y traducciones de textos malditos, como el Ars Goetia, el cual había leído hasta la saciedad durante los últimos días, buscando una esperanza entre sus páginas. Buer, el demonio de la salud, había sido su objetivo. El gran presidente que, según las leyendas y las líneas de texto recuperadas del pasado, curaba enfermedades con tan solo un toque de sus dedos. Helena todavía se mantenía un poco incrédula de todo eso, sabía que era una tontería, pero su desesperación no la dejaba pensar de otra manera. Sin familia para apoyarla, ni dinero para pagar los tratamientos ¿Qué otro camino le quedaba, si no el de los rituales oscuros?
Rose, aunque curiosa y amigable, nunca le había preguntado demasiado sobre sus intereses, ni siquiera cuando, tras una serie de situaciones que dejaban poco a la imaginación, Helena comenzó a ausentarse por la noche, visitando el teatro de Santa Althea, un viejo edificio en las afueras del campus que los estudiantes decían estar maldito. Nadie se atrevía a acercarse, temerosos del ambiente opresivo que lo rodeaba, de los ecos de algo que había quedado atrapado allí. Pero a Helena no le importaba, de hecho, agradecía que nadie más quisiera utilizar ese espacio. Allí, en el interior vacío, polvoriento y olvidado, había preparado su ritual durante un mes entero.
El lugar estaba plagado alimañas como roedores y murciélagos, que cada tanto se alteraban por la presencia de Helena. Ella; sin embargo, permanecía tranquila mientras se dedicaba a revisar los detalles finales de su ritual profano. Tenía todos los materiales listos, y había limpiado el suelo del escenario para que el círculo de invocación se mantuviera intacto. Colocó varias velas en cada uno de los puntos cardinales, e incluso se atrevió a sacrificar un conejo blanco que logró comprar con algo de esfuerzo.
La oscuridad del lugar parecía absorber la luz que las velas arrojaban, creando figuras fantasmales que danzaban en las paredes con cada suspiro del viento. Un silencio pesado lo invadía todo, roto solo por el crujir de la madera envejecida o el sonido distante de la ciudad, al otro lado de las ruinas. Entonces, Helena tomó la última vela y la encendió con sus dedos temblorosos. Lejos de la mirada ajena, en aquel rincón olvidado, su corazón latía con un ritmo extraño, lleno de miedo y esperanza. La invocación que murmuraba era un canto ancestral, sus palabras se entrelazaban en la oscuridad como si abrieran un portal, una grieta en la tela misma de la realidad. Los murmullos de su voz eran bajos, casi inaudibles, pero llenos de una desesperación que crecía conforme el círculo se completaba.
- Te llamo, Buer, presidente del inferno, aquel que cura las enfermedades de los hijos de Adán, a este lugar. Atiende mi llamado y obedece mis órdenes. -
El suelo tembló de forma imperceptible y un aire pesado llenó el teatro, como si el mismo espacio se hubiera contraído. Helena sintió que su cuerpo completo se estremecía de un instante a otro, y las velas parpadearon antes de encenderse con una luz verdosa y antinatural. Algo se movió desde el suelo, dentro del círculo de invocación, mostrando rastros de cadenas enormes y luego una figura desconocida que fue tomando forma poco a poco.
Lo que Helena esperaba y lo que realmente apareció fueron dos cosas completamente diferentes. La figura que emergió del círculo no era Buer, o si lo era, no se veía en nada como lo describían los antiguos grimorios. Pero, en el fondo, ella sabía que se trataba de otra entidad, de presencia aún más temible. Primero vio los cuernos, oscuros y retorcidos como raíces de un árbol antiguo, seguidos por una mujer de una estatura imponente, de piel cobriza que brillaba con un resplandor sobrenatural. Su cabello negro caía en ondas sobre hombros musculosos, y una cola larga y sinuosa se movía tras ella como si tuviera voluntad propia. La figura llevaba una expresión agotada, pero sus ojos dorados se desplazaron hacia Helena con una mezcla de curiosidad y desdén.
- Me temo que Buer está muerto, mi pequeña libertadora. - La voz de la criatura resonó en el espacio como un tono perezoso, pero que, por algún motivo, se sentía extrañamente cariñoso. Helena, con el corazón latiendo furiosamente, dio un paso atrás. La figura que tenía frente a ella no solo era un demonio real, sino que incluso respondió a la invocación que había preparado para este momento. Quizá, si la recién llegada no irradiase esa energía oscura, la joven no dudaría en comenzar a hacerle un millón de preguntas. Sin embargo, ahora mismo, solo una interrogante era necesaria.
- ¿Quién eres? - preguntó, casi sin aliento, mientras sus ojos recorrían el cuerpo de la demonio. No era lo que había esperado, pero su presencia era irrefutable. La mujer sonrió por primera vez, intentando moverse para salir del círculo, pero las pesadas cadenas le impedían siquiera mover sus extremidades. Lo único que le quedó fue entrecerrar sus ojos color miel y responder.
- Soy Danae, duquesa del renacimiento; y puedo darte lo que deseas, Helena Miller, si estás dispuesta a salvarme de mi confinamiento. -
Helena todavía tenía la mente algo confusa, sobre todo cuando escuchó la identidad ajena. Todo lo que había leído sobre demonios y pactos, todo lo que había estudiado sobre el Ars Goetia, se desvaneció en su mente como un sueño irreal. Esta entidad no pertenecía a esos antiguos tratados. Era algo mucho más antiguo, más siniestro.
- No era a ti a quien quería llamar... - Murmuró, buscando una salida, pero la oferta de Danae la hizo considerarlo por un buen momento. Después de todo, si los demonios en realidad existían, significaba que también era posible curarse de su enfermedad.
- Eso no es relevante ahora, cariño. Puedo notar lo mucho que has sacrificado para poder conseguir todo esto... No dejes que esos esfuerzos sean en vano. - La voz de Danae tenía un toque de tristeza, como si pudiera empatizar con el dolor de la joven frente a ella.
Helena no sabía qué sucedía en ese preciso momento, si era el miedo o la desesperación lo que la estaba guiando. Se sentía entre la espada y la pared, pero también entendía que lo que la silueta decía era cierto. Dado que ya había logrado lo imposible, no se detendría ahora.
- Quiero vivir. No puedo permitirme morir. No... no puedo...- Helena masculló una respuesta entre murmullos, sintiendo que su resistencia hacia lo desconocido se iba debilitando. Danae la observó en silencio por un largo momento, y luego asintió suavemente.
- Puedo devolverte la vitalidad. Pero debo advertirte que hay un pequeño precio. Como en todo pacto, lo que yo otorgo debe ser correspondido. -
- ¿Qué precio? -
- Primero, dame tu sangre. Unos tragos bastarán para comenzar. - La expresión lastimera de Danae ocultaba los rastros de la sonrisa que se dibujó en su rostro al ver que Helena estaba dispuesta a hacer lo posible por recuperarse.
Helena vaciló, pero algo en la intensidad de los ojos de Danae la empujó a obedecer. Sacó el cuchillo con el sacrificó al conejo y se cortó la palma de su mano. La sangre fluyó con facilidad, y la joven extendió su puño cerca del rostro de la demonio, dejando que aquel líquido carmesí fluyera sobre esos bellos labios entreabiertos. Mientras tanto, Danae bebió con avidez, cerrando los ojos mientras un suspiro grave escapaba de su garganta.
En ese instante, Helena sintió una especie de contacto eléctrico. Un torrente de vitalidad recorrió su cuerpo como si un río de fuego la atravesara. Cada músculo, cada hueso, se llenó de una energía desconocida, la cual se expandió en su pecho, empujando su corazón a un ritmo más rápido, más fuerte. Pero no era solo vitalidad lo que sentía. Había algo más, algo que rugía dentro de ella, algo oscuro, una furia insana que la invadió en cuestión de segundos.
Danae mostró una sonrisa tranquila al notar esa reacción, todavía saboreando la sangre como si fuera un manjar, mientras Helena permanecía inmóvil, el dolor de la transformación corriendo por sus venas. La mente de la joven nubló, y con ello vino el deseo de destrucción, el ansia de hacer daño.
- Perfecto, pequeña libertadora... Esto es perfecto. Ahora solo necesitas hacer un rezo para romper las caderas. ¡Cumple con nuestro pacto! - Exclamó de forma más salvaje, mostrando su verdadera naturaleza, deseosa de ser libre.
Helena dio un paso atrás, sintiendo el conflicto interno entre la euforia y el arrepentimiento por cometer una estupidez como esa. - E-esto está mal. No puedo... - La joven lloró por el dolor que sentía, negando con la cabeza mientras luchaba contra si misma.
- Es tarde para arrepentimientos. Nuestro pacto ya ha iniciado. Huyes si quieres, pero tendrás que cumplir con tu parte tarde o temprano. - Danae se reía a carcajadas, dejando que la locura se apoderase de ella. Su mirada se mantuvo fija en Helena, quien iba retrocediendo paso a paso hasta darse media vuelta y salir corriendo de aquel lugar sin pensarlo por más tiempo.
Helena abandonó el teatro sin mirar atrás, sin preocuparse por la evidencia ni las posibles consecuencias futuras. Ahora mismo, lo único que quería era que esos pensamientos violentos desaparecieran, y que todo esto solo se tratase de un mal sueño.
Lastimosamente para ella... esto solo era el comienzo.