En uno de los tantos dormitorios universitarios, Helena Miller se removía inquieta en su cama. Había llegado tambaleándose horas antes, sintiéndose febril, el cuerpo ardiendo con una intensidad desconocida. Apenas logró cerrar la puerta antes de dejarse caer en el colchón, incapaz de pensar en nada salvo en la mirada dorada de Danae, en sus labios cálidos y la promesa de algo prohibido que aún palpitaba en su memoria.
Esa noche, sus sueños fueron como una marea salvaje de imágenes y sensaciones que la azotaban con fuerza. Estaba atrapada en un océano de sombras líquidas que se retorcían y se alzaban como serpientes vivientes. En su centro estaba Danae, encadenada, inmóvil, pero con esos ojos ardientes que perforaban la oscuridad. La voz de la demonio resonaba en el vacío, susurrando su nombre con una dulzura venenosa.
Helena despertó jadeando tan solo un par de horas después, con el corazón desbocado y una capa de sudor frío cubriéndole la piel. Miró a su alrededor, notando que la habitación, todavía abrazada por la oscuridad de la madrugada, estaba sumida en un cómodo silencio que apenas era acompañado por la respiración rítmica de su compañera de cuarto, quien descansaba con la misma tranquilidad de siempre.
"Fue solo una pesadilla." Respiró profundamente en un intento de tranquilizar el remolino de emociones que todavía persistían en su mente, abrazando su cuerpo hasta que el cansancio la abrazó una vez más, haciendo que quedara completamente dormida una vez más.
A la mañana siguiente, la luz tenue del amanecer atravesaba las persianas, iluminando la habitación con un resplandor dorado que golpeó directamente en el rostro de Helena, quien se levantó con una ligereza desconocida. El dolor constante que le había acompañado durante meses se había desvanecido. Su piel, antes pálida y cenicienta, ahora tenía un ligero rubor saludable. Sus ojos, que solían estar hundidos, brillaban con renovada vitalidad.
Al alistarse para ir a clases no pudo evitar mirarse al espejo, mostrándose incrédula ante lo que estaban atestiguando sus ojos. Su reflejo le devolvió la mirada con una expresión desconocida. Tocó su rostro, sus manos firmes y cálidas, sintiendo cada extremo de piel para asegurarse de que fuera ella misma.
- ¿Cómo…? - Murmuró, pero la respuesta era evidente.
Ni siquiera pensó en tomar desayuno ni entrar a la primera clase del día. Con un corazón lleno de dudas y una mente plagada de preguntas, volvió al teatro abandonado esa misma mañana. El aire allí estaba denso y frío, el polvo cubría el suelo como un sudario. Sin embargo, no había rastro del círculo de invocación, ni de velas derretidas, ni de la presencia inquietante de Danae. Todo estaba como siempre, muerto y olvidado.
Pero el calor en su interior era real, al igual que la palpable mejoría en su salud. Solo al pensar en ello se dio cuenta que había corrido de regreso hasta aquí sin sentir fatiga o quedarse sin aire después de unos cuantos pasos, como si siempre hubiera disfrutado de un cuerpo atlético. Un milagro sería la única manera de describirlo.
Sin embargo, sin encontrar mayor respuesta para su situación, se limitó a volver a los ambientes de la universidad, continuando con su día como lo haría habitualmente. Por supuesto, todavía quedaban varias cosas que deseaba saber; sin embargo, con el pasar de los días, todos sus pensamientos al respecto fueron diluyéndose hasta quedar atrás.
Entonces, los días se convirtieron en semanas, y Helena floreció por completo. Su energía parecía inagotable, lo que le permitió mejorar sus calificaciones y sus interacciones sociales, al punto muchos alumnos que hasta esa fecha no la conocían comenzaron a mostrar bastante interés en ella. Incluso su compañera de cuarto, quien usualmente se dedicaba a sus propios asuntos, solía preguntarle con frecuencia sobre los secretos de su cambio radical.
Helena, por otro lado, solo se limitaba a sonreír cada vez que el tema salía a flote. Después de todo, ¿cómo podría explicar algo que ni siquiera ella misma entendía?
Pero los días alegres de Helena pronto comenzarían a cambiar nuevamente, solo que esta vez no era para bien. Casi cerca de cumplirse un mes de su ritual en el teatro, una inquietud comenzó a crecer dentro de ella como una especie de agujero negro. Por más que comiera, el hambre nunca desaparecía. Podía devorar platos enteros de la cafetería y, aun así, sentir un vacío abrasador que la consumía desde dentro.
Una noche como cualquier otra, se despertó de golpe, desorientada, con el cuerpo tenso y la respiración agitada. Sin embargo, en lugar de estar envuelta en sus sábanas, se percató que su cuerpo estaba de pie. Al bajar la mirada, su sangre se congeló: se encontraba junto a la cama de Rose, sosteniendo un agilado cuchillo en la mano. La hoja reflejaba la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana.
Imágenes grotescas pasaron por su mente como visiones insidiosas: abrir el pecho de Rose, sentir la calidez de la sangre, sostener su corazón aún palpitante entre los dedos. Era un impulso primario, brutal y desesperado contra el cual comenzó a luchar con toda su fuerza, apartándose paso a paso hasta poder retroceder lo suficiente como para que esas visiones se detuvieran.
"¿Qué me está pasando?" Pensó con desesperación, con su cuerpo temblando de pies a cabeza.
Corrió al baño y se miró en el espejo. Sus ojos estaban dilatados, su piel ardía y había un brillo febril en sus mejillas. Era como si algo en su interior luchara por liberarse. Con un nudo en la garganta, tomó una decisión. No había más opciones. Tenía que regresar al teatro y enfrentarse a lo que fuera que había despertado aquella noche, incluso si no entendía del todo la situación en la que se encontraba.
La sala principal del teatro estaba envuelta en sombras profundas cuando llegó, y el frío era cortante como cuchillas invisibles. Con manos temblorosas, trazó el círculo de invocación con más precisión que antes, encendiendo las velas una por una mientras recitaba las palabras arcanas con voz firme.
El aire se tornó espeso y cargado de electricidad. Las sombras comenzaron a retorcerse como bestias inquietas hasta converger en un solo punto. Entonces, Danae emergió del vacío, su figura iluminada por el tenue resplandor de las llamas.
Seguía encadenada, su cuerpo marcado por las gruesas cadenas que la mantenían prisionera. Sin embargo, su presencia era tan poderosa como perturbadora. Una sonrisa indescifrable se dibujó en sus labios cuando sus ojos dorados se posaron en Helena.
- ¿Finalmente te acordaste de mi, querida? - Murmuró Danae, con una voz seductora que invitaba a cualquiera a acercarse a ella.
Helena tragó saliva, luchando por controlar el torbellino de emociones que la dominaba. Miedo, ira y algo más oscuro, algo que no quería reconocer.
- Necesito respuestas. - Dijo, con voz cargada de desesperación.
Danae inclinó la cabeza, sus cadenas tintineando suavemente.
- Las respuestas siempre tienen un precio. ¿Estás dispuesta a pagarlo? -
- No me importa el precio. - Replicó Helena, con los puños apretados. - ¿Qué me hiciste? -
La sonrisa de Danae se ensanchó, y sus ojos brillaron con intensidad.
- No hice nada que no desearas. Tú me llamaste. Tú me diste tu sangre. - Se inclinó hacia adelante, haciendo crujir las cadenas. - Sellaste un pacto, aunque no lo recuerdes. -
Helena dio un paso atrás, sintiendo un sudor frío recorrerle la espalda.
- No hice ningún pacto… - Replicó con dureza, aunque ya sabía que lo que la demonio decía era verdad.
- Oh, pero sí lo hiciste. - Danae dejó escapar una risa suave, como el susurro de hojas secas. - Tu sangre alimentó el vínculo. Ahora llevas en ti una chispa de mi poder, así que debes pagar el precio. -
El corazón de Helena latía con fuerza.
- ¿Qué quieres decir? -
Danae la observó con una intensidad peligrosa.
- Si no completas el ritual, tu cuerpo se consumirá. Ya lo has sentido, ¿verdad? El hambre que no puedes saciar, esa furia ardiente que cada vez crece más violenta. -
Helena retrocedió, el pánico apoderándose de ella.
- ¿Cuánto tiempo tengo…? -
La expresión divertida de la demonio se hizo más evidente ahora que estaba en control de la situación.
- Siete días. Después de eso, tu cuerpo no será más que un caparazón vacío. -
Helena sintió que la habitación giraba a su alrededor. Las palabras de Danae se hundían en su mente como garras afiladas. Siete días… y la única salida era un camino que la aterraba más que la muerte misma.
Danae inclinó la cabeza, sus ojos ardiendo con un fuego antiguo.
- Decídete, mi querida Helena, pues no planeo atender a un tercer llamado tuyo. -
- ¿Qué tengo que hacer? - Preguntó Helena, sintiendo una mezcla de desesperación y resignación.
Danae dio un paso hacia adelante, sus cadenas crujiendo con un sonido metálico que reverberó en el aire. Su figura era imponente, majestuosa y aterradora.
- Pronuncia la oración. Libérame de estas cadenas y cumpliré mi parte del pacto. -
Helena vaciló, consciente de que estaba al borde de algo irreversible. Sin embargo, el hambre monstruosa que ardía dentro de ella era una constante amenaza que no podía ignorar. Incluso ahora mismo seguía fantaseando con la idea de volver a su habitación y acabar con Rose de una buena vez.
- Ya conoces las palabras, Helena. Las escuchaste la noche que me invocaste. – Danae continuó insistiendo, perfectamente consciente de que la voluntad de la joven estaba a punto de quebrarse.
Helena se quedó helada, su mente recordando vagamente ese cántico. Sin saber de dónde sacaba el valor, abrió los labios y comenzó a recitar:
- Vita ex morte, sanguis ex fame. Exuro vincula aeternitatis, ut surgat renascentia. -
Cada palabra encendía una llama en su pecho, un calor abrasador que incineraba su miedo y lo convertía en una sensación de poder sin igual.
- Ad mortem per ardorem, ad vitam per cladem. Solve vincula noctis et aperi portas inferni. -
Las cadenas de Danae comenzaron a resquebrajarse. Helena sintió que su voz crecía, ahora firme y cargada de energía indomable.
- Libera me et renascar in aeternum. -
Con un rugido atronador, las cadenas se rompieron en miles de fragmentos brillantes que fueron desapareciendo poco a poco. Danae cayó al suelo de rodillas, tomándose un momento para ponerse de pie. Allí, con una expresión de infinito deleite se acercó a Helena, acariciándole la mejilla antes de tomarle suavemente el mentón.
- Ahora eres mía. -
La dominante afirmación de aquella demonio fue lo último que Helena escuchó antes de caer inconsciente en sus brazos, abrumada por todo lo que sucedió en esa terrible noche.