1era parte
Me presento: soy un chico con la apariencia de alguien de veinticuatro años, pero no te dejes engañar. Mi edad supera con creces la de la mayoría de las criaturas que habitan este vasto universo. Para facilitar su comprensión, se me conoce simplemente como "Dios". Aunque muchos de los dioses a los que me he enfrentado me llaman "El Dios del Juicio Final". Yo, sin embargo, no me considero alguien especial.
Mi cuerpo es delgado, mi cabello tan blanco como la nieve, y mis ojos... Ah, mis ojos. Uno de ellos brilla en dorado, reflejando un poder absoluto, mientras que el otro, de un profundo azul, parece revelar la soledad que pesa en mi alma. Eso es lo que dicen los demás sobre mí. Yo solo me encuentro buscando respuestas, no solo sobre el vacío que siento, sino también sobre la razón de mi existencia.
No tengo recuerdos de mi nacimiento. Todo lo que puedo contar es que, hace eones, abrí los ojos por primera vez y me encontré rodeado por una inmensa masa oscura. Un silencio infinito se extendía en todas direcciones, envolviéndome como una pesada manta.
—¿Qué es esto? ¿Qué soy yo? —me pregunté, lleno de dudas.
Me quedé en silencio, apreciando la vista de aquellas piedras brillantes que flotaban frente a mí.
—¿Qué debería hacer? —murmuré para mí mismo.
Estuve pensando en aquello durante tanto tiempo que, entre mis pensamientos, experimenté por primera vez un deseo. Hambre.
Sentí cómo mi estómago crujía, y, para evitar esa sensación, decidí moverme. Así comenzó mi viaje en aquella enorme mancha cósmica.
Pero mis dudas solo crecían.
—¿Cómo calmo este sentir? —pensé, mientras avanzaba sin rumbo fijo.
En una de esas enormes rocas, decidí hacer mi primera parada. Aquel lugar era horroroso, tal como temía. Esa esfera inmensa no tenía nada que pudiera satisfacer el vacío dentro de mí.
Pasé mucho tiempo vagando de esta manera, hasta que un día, mientras caminaba entre esas rocas gigantes, vi algo que se acercaba a mí. No sabía qué era, pero por instinto retrocedí. Tal vez sería como las otras rocas que había visto flotando en el vacío cósmico.
Había visto todo tipo de rocas: algunas ardientes, otras extremadamente frías. Había rocas puntiagudas en las que podía ver mi reflejo.
Aquel ser seguía acercándose a mí, "velozmente", aunque en comparación con las rocas de fuego, su movimiento era ridículamente lento. No despertaba ningún temor en mí. Finalmente, chocó contra mí y comenzó a emitir sonidos de su boca.
—¡GUAJ, GUAJ! —gritaba, cubierto de baba.
Algo en mí me dijo que lo tomara con los brazos. Así lo hice. Sin embargo, al sujetarlo, vi cómo aquel ser se dividía en dos. Creo que esa fue la primera vez que maté.
Por curiosidad, tomé el cuerpo y lo metí en mi boca, como si fuera un instinto. Así, ese ser se convirtió en mi primer alimento.
2da parte
Pasado un tiempo, mientras vagaba hacia otra roca que flotaba en el vasto vacío, observé una sombra colosal que se movía en la distancia. Lo que parecía una simple masa de oscuridad era, en realidad, un ser de proporciones inimaginables. Era tan grande como las rocas flotantes que más tarde sabría que eran planetas.
Ese ser se presentó como Febe, un coloso entre titanes.
Febe se convirtió en mi maestro, mostrándome los misterios del universo
Febe se convirtió en mi maestro, mostrándome los misterios del universo. Me enseñó sobre los astros, las razas nacientes y las que desaparecían, ya sea por la mano de seres superiores o por el inexorable paso del tiempo. Con una voz profunda, me habló del ciclo interminable de creación y destrucción, un ciclo que ni siquiera él podía controlar por completo.
Un día, tras largas lecciones, Febe me miró con esos ojos antiguos, que parecían albergar la sabiduría de mil estrellas, y formuló una pregunta inesperada:
—¿Cómo te llamas?
Sus palabras me golpearon como una tormenta silenciosa. Abrí los labios, pero no había respuesta. No recordaba ningún nombre, ninguna identidad. Era solo una conciencia solitaria vagando en el vacío.
—No lo sé —respondí con honestidad, sintiendo la incertidumbre invadir cada fibra de mi ser—. No tengo memoria de antes.
Febe asintió lentamente, como si ya esperara esa respuesta. Sus palabras resonaron en la vasta oscuridad:
—Si puedes existir en este vacío infinito sin sucumbir, solo puede significar que perteneces a una raza superior... un dios, tal vez. Los titanes, como yo, nacen del choque de galaxias, de la furia del universo. Pero los dioses... —hizo una pausa, su mirada penetrante—... los dioses pueden surgir incluso de la más pequeña roca, sin razón aparente. Como un "Clich", que llamamos el acto de creación... o la reproducción.
La mención de aquel acto —"Clich"— me dejó perplejo. Era la primera vez que oía algo semejante. ¿Un dios? ¿Era yo uno de ellos? Pero ¿qué clase de dios no podía recordar ni su propio nombre?
Febe me estudió en silencio antes de sonreír, una sonrisa extraña en un ser tan descomunal, pero que, a pesar de su tamaño, transmitía una calidez sorprendente.
—Tienes unos ojos fascinantes —murmuró, como si compartiera un secreto—. Me recuerdan a lugares que he visitado en mi eterna existencia. ¿Te gustaría que yo te diera un nombre?
Una emoción que no conocía surgió dentro de mí, algo parecido a la felicidad. La soledad, que había sido mi única compañera, se disipó momentáneamente ante la idea de tener una identidad. De ser alguien.
—Sería un honor, maestro —respondí, mi voz apenas un susurro.
Febe inclinó la cabeza y, con su voz grave y solemne, pronunció mi nuevo nombre:
—Desde hoy, te llamarás Melars.
El nombre resonó en mis oídos como un eco antiguo. Luego añadió con una expresión más oscura:
—Tu nombre significa calma... y destrucción. En reflejo a tus ojos, que albergan ambos extremos.
Sentí un estremecimiento recorrerme. Miré mis manos, intentando comprender el peso de aquellas palabras. ¿Calma y destrucción? Era una dualidad que resonaba en lo más profundo de mi ser, pero no tenía tiempo de procesarlo antes de que otra pregunta se asomara a mis labios.
—Maestro... ¿qué hace aquí, en este rincón olvidado del universo?
La expresión de Febe cambió de repente, como si un dolor profundo y antiguo resurgiera. Aquel coloso, que hasta entonces me había parecido invencible, se arrodilló, y su voz tembló cuando respondió:
—Fui traicionado... —susurró, su voz cargada de amargura—. Por alguien en quien confiaba. Un amigo... Temis, mitad dios, mitad titán. Me confinó aquí, en esta soledad eterna.
El dolor en su voz me desgarró. Febe, que hasta ese momento había sido mi maestro y guía, revelaba ahora su vulnerabilidad. Aún devastado por esa traición, me pidió que, cuando llegara el momento, lo dejara solo. Que no compartiera su destino.
—Quiero desaparecer en la oscuridad, Melars —murmuró, su voz pesada por el peso de los milenios.
Respeté su deseo, aunque me dolía profundamente. A lo largo de los mil años que siguieron, Febe me entrenó en todo lo que sabía: técnicas de combate que podían destruir planetas, pero siempre insistía en que solo usara mi poder en defensa propia. El tiempo se desvaneció como arena en el viento, y un día, su voz solemne me llamó de nuevo.
—Tengo un regalo para ti.
De las sombras, me entregó una gabardina negra, confeccionada con la piel de una bestia llamada Tutu. Me cubrí con ella, y por primera vez desde que había despertado en este vasto vacío, sentí el calor y la protección de algo más que mi propia existencia.
—Es hora de que te marches —dijo, su tono definitivo.
Y así lo hice. Con un último vistazo, dejé atrás a Febe, mi maestro, y comencé a vagar por el vasto universo.
Los años transcurrían, y mi soledad se hacía cada vez más densa, como un manto que me envolvía. Caminé en la inmensidad del cosmos, pero un día, el sonido del combate interrumpió mi silencio.
Puños chocando, resonando como truenos en la inmensidad. El eco de aquellos golpes me envolvía, recordándome mis entrenamientos con Febe, mi maestro, donde cada enfrentamiento era una danza entre la vida y la muerte. Aquella sensación antigua, llena de nostalgia, me impulsó a acercarme a la fuente del ruido, casi como si estuviera buscando una pieza de mí que había quedado atrás.
Al llegar, mis ojos se clavaron en la escena: tres figuras en combate feroz. Dos colosos contra un solo guerrero. El que luchaba solo era un joven, de cabello oscuro y ojos carmesí, cuyo brillo revelaba una determinación abrasadora. Frente a él, los titanes —seres colosales de piel rugosa y musculatura descomunal— lanzaban golpes con la furia de un terremoto. Aunque esos gigantes eran imponentes, se notaba que no alcanzaban la fuerza de Febe. Sin embargo, su ventaja numérica era abrumadora, y el joven empezaba a flaquear.
Observé en silencio, cada movimiento del joven era una obra maestra de precisión. Sus pies se movían con agilidad, esquivando golpes que podrían haber destrozado montañas, pero estaba claro que el desgaste lo alcanzaba. Sus respiraciones eran más pesadas y sus movimientos más lentos, aunque la voluntad inquebrantable en sus ojos no se apagaba. Sabía que, si seguía así, no podría ganar.
Un estruendo cortó mis pensamientos cuando uno de los titanes lanzó un puñetazo demoledor al abdomen del joven. El impacto lo sacudió con brutalidad, haciéndolo retroceder, tosiendo sangre. El otro titán aprovechó el momento y lo atacó desde el flanco, derribándolo de rodillas con un golpe resonante. La tierra tembló bajo su peso. El joven, jadeante, clavó su mirada en el suelo, una mezcla de ira y desesperación contenida.
Algo en mi interior se agitó. Las palabras de mi maestro vinieron a mi mente: "No pelees a menos que sea necesario". Pero no podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo alguien era aplastado sin razón. Ese joven luchaba por algo más que su vida, podía verlo en sus ojos.
—¡Mi nombre es Melars! —grité, mi voz cortando el aire como un relámpago. Los tres se detuvieron y me miraron, sorprendidos—. ¿Por qué atacan a este chico?
Uno de los titanes, con una expresión de desprecio en su grotesca cara, rugió:
—¿Acaso importa, pequeño? —su voz resonaba como un trueno, cada palabra vibrando en el suelo—. Desaparece, o te aplastaremos junto a él.
La oscuridad emanó de su cuerpo, una oleada de energía que distorsionaba el aire a su alrededor. El suelo bajo mis pies vibraba por la fuerza de su poder, pero no sentí miedo. Había enfrentado energías mucho más poderosas entrenando con Febe. No era nada nuevo.
Caminé hacia el joven, que aún intentaba ponerse de pie, su cuerpo temblaba de agotamiento. Me acerqué a él, ignorando la presencia amenazante de los titanes.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté con calma.
El joven me miró con incredulidad, su respiración entrecortada por el dolor.
—¿Qué demonios haces? —respondió con furia contenida—. Ningún dios interviene en una pelea contra titanes. Si te metes, te matarán. No tienes idea del poder que tienen.
—¿Tu nombre? —insistí, manteniendo mi tono sereno.
El joven titubeó por un segundo, y finalmente murmuró:
—Shadow... me llamo Shadow.
Antes de que pudiera decir más, uno de los titanes cargó hacia mí, su puño alzándose como una montaña que caía del cielo. Podía sentir la presión en el aire cambiar, el rugido del viento mientras se aproximaba. Giré en el último instante, y su puño golpeó el suelo, levantando una nube de escombros que envolvió todo. Aproveché la confusión para lanzar mi propio golpe. No fue tan poderoso, pero preciso. Al impactar su cráneo, un crujido terrible resonó, y el titán cayó inerte, su cuerpo inmenso desplomándose en un estruendo que hizo eco en la distancia.
El segundo titán, lleno de furia al ver a su compañero caer, cargó con aún más brutalidad, rugiendo con una fuerza capaz de partir la tierra. Antes de que pudiera alcanzarme, Shadow, aún herido, se lanzó sobre él. Agarró al titán con una furia descomunal, golpeándolo repetidamente con una rabia que brotaba de lo más profundo de su ser. Cada puño que lanzaba era como una sentencia de muerte. Hasta que finalmente, el titán cayó, sin vida.
El campo de batalla quedó en silencio, la nube de polvo comenzó a disiparse. Shadow, cubierto de sangre y jadeante, se tambaleaba, pero sus ojos seguían brillando con esa determinación feroz. Se volvió hacia mí, y en su mirada, por primera vez, no había desconfianza, sino respeto.
—¿Quién eres realmente? —preguntó, su voz ahora rota, pero llena de curiosidad—. Acabaste con ese titán como si fuera insignificante.
Antes de responder, él bajó la cabeza, y en un susurro cargado de emoción, dijo:
—Lo siento... y gracias. Si no hubieras intervenido... —su voz temblaba—. Te debo la vida.
Se enderezó, ignorando el dolor que le consumía, y continuó con solemnidad:
—Soy Shadow, dios de la oscuridad. Hoy te debo mi existencia, Melars. —Su mirada ardía de convicción—. Por eso, te juro lealtad hasta el fin de los tiempos.
Y fue en ese instante, entre la muerte de los titanes y el eco de la batalla, que supe que había encontrado algo más que un aliado. Shadow, con su espíritu indomable, se convirtió en mi primer amigo.
3era parte
Han pasado al menos cien años desde mi encuentro con Shadow. En este tiempo, he comprendido más sobre la existencia de los dioses y sus propósitos. También he sido testigo de la guerra eterna entre los seres colosales, los titanes. Durante este periodo, no pude evitar que surgieran preguntas en mi mente, preguntas que no me había atrevido a formular antes. ¿Por qué mi maestro me enseñó todo aquello? ¿Qué sentido tuvo mi presencia a su lado durante tan poco tiempo?
Entonces, la respuesta comenzó a tomar forma en mi mente: quizás fue la traición lo que lo impulsó, una traición que marcó su vida. Mi maestro siempre me hablaba de lo que representaban mis ojos, de la carga que estos cargaban. Quizá, en el fondo, Febe se sentía solo, un ser poderoso vagando por los confines del universo, y decidió ayudarme por el vacío que también residía en su corazón. Porque, después de todo, ¿quién querría permanecer solo, escondido en un rincón olvidado del cosmos?
Shadow, por su parte, había establecido su dominio en una región remota del universo, donde era conocido como el "Príncipe de la Oscuridad", en parte por su abrumadora belleza, una que incluso entre los dioses llamaba la atención. Cuando vio mi gabardina negra, decidió hacer una similar, aunque la suya era blanca, contrastando con su cabello negro y sus penetrantes ojos rojos. Era como si, de alguna forma, ambos hubiéramos encontrado un equilibrio entre la oscuridad y la luz, aunque ninguno de los dos lo reconociera abiertamente.
Durante los siguientes mil años, Shadow y yo nos convertimos en dioses temidos en todo el universo. Juntos luchamos en guerras contra titanes colosales, seres inmensos que sacudían los cielos con su mera presencia. Sin embargo, ninguno de esos titanes se asemejaba a mi maestro, Febe. La inquietud comenzó a crecer en mi interior, y un día no pude evitar preguntar a Shadow sobre el nombre de aquel titán.
—Febe —respondió Shadow—. Era un ser ancestral, incluso entre los dioses. No tenía rival. Nadie osaba enfrentarse a él, pero desapareció sin dejar rastro. Se dice que un chico llamado Temis, de cabello largo y oscuro, afirmaba haberlo derrotado. Tras eso, Temis se posicionó como el más poderoso de los dioses, su nombre resonaba en cada rincón del universo.
El saber que alguien había derrotado a mi maestro me sacudió. Era imposible imaginar que Febe hubiera caído ante otro ser. ¿Era real? ¿O solo un mito más entre los dioses?
Entonces recordé que aquel nombre, era el mismo que mi maestro llamo amigo alguna vez.
A medida que avanzaban las batallas, fui comprendiendo cada vez mejor mis habilidades. Con cada enfrentamiento, mi poder aumentaba, y mi control sobre las fuerzas cósmicas se profundizaba. En una ocasión, abrí un portal que parecía un agujero negro, pero algo era diferente. Brillaba con colores desconocidos, destellos que parecían contener infinitas posibilidades. Al asomarme dentro, vi algo que me dejó helado: una versión de mí mismo, en una realidad distinta, donde había conocido a Febe, pero en esa ocasión… él me había eliminado de inmediato.
Ese tipo de descubrimientos los compartía solo con Shadow. Era mi amigo más cercano, el único en quien confiaba plenamente. Él, por su parte, observaba con fascinación el crecimiento de mi poder, y comenzó a llamarme con un título que empezaba a resonar incluso en los campos de batalla:
—Te has ganado el nombre de "El Dios del Juicio Final" —me dijo en una ocasión, una mezcla de respeto y admiración en su voz.
No era un título que buscara, pero comprendí que, con cada victoria, con cada despliegue de poder, el universo me veía como un ser implacable. Y aunque mi corazón seguía anhelando respuestas y consuelo, sabía que el camino que estaba recorriendo no tenía marcha atrás. Shadow y yo, juntos, continuaríamos nuestra ascensión, aunque las estrellas parecieran cada vez más distantes.
"Es hora de tener un lugar para mi"
Decidí que era momento de establecerme en un lugar, un lugar al que pudiera llamar hogar. Había llegado el momento de construir mi propio palacio. Sin embargo, no contaba con que el odio y el miedo de los dioses hacia mi poder crecieran al punto de convertirse en una amenaza real. A pesar de que nunca había usado todo mi poder, ya me había posicionado como el segundo dios más poderoso, justo después de Temis, aquel dios al que conocía como traidor por haber abandonado a mi maestro, Febe.
Mientras buscaba los materiales para lo que sería mi palacio, en los territorios remotos de Shadow, en un sistema alejado, fuimos testigos del nacimiento de una nueva raza. Estas criaturas, que nacían de seres con dientes afilados (los dinosaurios), eran semejantes a los dioses en forma, pero carecían de poder y su vida se extinguía con el tiempo, viviendo un máximo de cien años.
Shadow y yo observábamos con curiosidad a esos seres mientras se desarrollaban. A pesar de su fragilidad y vida efímera, sonreían, formaban lazos, y convivían entre ellos como si cada día fuera eterno. Me pregunté cómo podían hacerlo. ¿Cómo podían mentirse a sí mismos y seguir siendo amigos? ¿Cómo podían sonreír cuando su tiempo era tan limitado? Pero, sobre todo, me intrigaba aquello que llamaban "emociones", particularmente el amor.
Algunos dioses que tenían permiso para entrar en el dominio de Shadow solían visitar aquel planeta y ayudar a esos seres frágiles a mejorar en diversas áreas como la ingeniería, la agricultura y más. Aquellos seres comenzaron a progresar de manera sorprendente, y en sus naciones comenzaron a dibujar en sus muros representaciones de los dioses que los visitaban. Otros erigían enormes monumentos que llamaban pirámides. Con el tiempo, algunos comenzaron a cuestionarse sobre nuestra existencia, sobre qué éramos y de dónde veníamos.
Visité ese mundo solo una vez. Fue suficiente para ver cómo se sumía en una guerra que casi lo destruye. Aquella guerra, iniciada por lo que los humanos llamaban "armas nucleares", trajo consigo el caos, y los pocos sobrevivientes comenzaron a desarrollar habilidades que con el tiempo denominarían "magia". La destrucción me dejó con más preguntas: ¿Por qué aquellos seres tan prósperos se aniquilaron a sí mismos? ¿Por qué transformaron a sus animales en criaturas más fuertes por el egoísmo de querer ser la nación dominante? ¿Acaso no conocen los límites o el instinto de autoconservación?
Quizá mi orden a Shadow de evitar que cualquier ser entrara en su dominio fue excesiva. Si hubieran tenido visitas externas, podrían haberse unido contra un enemigo común. Pero no sirve de nada lamentarse ahora. Lo único que puedo hacer es seguir observando cómo ese nuevo mundo intenta reconstruirse desde sus cenizas.
Un día, mientras continuaba en mis reflexiones, Shadow me interrumpió para decirme:
—Tu palacio está terminado... Pero también tengo malas noticias.
—Primero vayamos a verlo —le respondí, y él asintió.
Viajamos hasta el remoto lugar donde brillaban las estrellas, allí donde el caos constante de las nebulosas creaba un espectáculo único. A lo lejos, antes de llegar, vi una estructura imponente. Parecía un templo majestuoso, con enormes pilares que se alzaban hacia el cielo. Me volví hacia Shadow, sorprendido.
—Aún no llegamos y ya se puede ver. Es enorme —comenté.
—Es majestuoso, como tú mismo lo eres, amigo mío —respondió Shadow con una sonrisa.
Cuando finalmente llegamos, observé el lugar en detalle. El palacio estaba tallado en piedra celestial, semejante al cuarzo de la Tierra, pero mucho más resistente. Los enormes pilares resaltaban en la estructura, demostrando un poder absoluto solo con su arquitectura. Sin embargo, antes de que pudiera admirarlo por completo, Shadow habló de nuevo.
—Lo siento... He sido descuidado y he dejado que los demás dioses fijen su atención en ti más que en mí. Comienzan a temerte, de la misma manera que una vez temieron a Febe.
Lo miré, sintiendo el peso de sus palabras, pero le respondí con calma:
—Amigo mío, la elección de combatir a tu lado fue mía, y de nadie más. ¿Por qué habría de culparte a ti por mis decisiones?
—El no haberte protegido me llena de culpa —admitió Shadow, su voz cargada de remordimiento.
A partir de entonces, comencé a investigar el origen de esos rumores. Todos provenían de Temis, el dios conocido como el más fuerte. Se decía que me consideraba una amenaza porque siempre parecía que me limitaba en combate, que nunca mostraba mi verdadero poder. Aunque aquello era cierto, jamás había revelado mis capacidades completas ante los demás dioses. Me pregunté qué había hecho mal para atraer esa desconfianza.
Fue entonces cuando se me presentaron los acuerdos que llamaríamos "contratos", tratados que impondrían una tregua y limitaciones sobre mi poder. Shadow, siempre a mi lado, me sugirió eliminar a los demás dioses. Sin embargo, le respondí:
—¿De qué serviría seguir luchando? Eso solo nos llevaría a una batalla interminable. Lo que realmente deseo es comprender aquello que los humanos llaman amor. Quiero una vida tranquila. Si eso conlleva sacrificar mi libre albedrío para obtener mi libertad, lo aceptaré con gusto.
A lo largo de quinientos años, firmé diecinueve pactos. Finalmente, Temis se acercó a mí para ofrecerme el último, aquel que sellaría mi destino como dios. Sabía que no habría marcha atrás.
Temis llegó a mi palacio con una propuesta que no era más que una sentencia de muerte disfrazada como renacimiento en alguna de las razas del universo. Shadow, que estaba presente, lo interrumpió con frialdad:
—¿Y por qué no te elimino ahora, cuando nadie está aquí para protegerte? —dijo, su voz como un eco afilado que cortaba el silencio—. Después de todo, el poder que desprendes es tan débil. —Me miró con firmeza—. Tú, Melars, eres el dios más poderoso que existe.
Vi a Temis rechinar los dientes, su mirada se tornaba cada vez más confusa. Finalmente, con una voz quebrada, preguntó:
—Esa prenda que llevas puesta... es de Febe, ¿verdad?
Asentí con calma, pero mi corazón ardía. Mi maestro, Febe, tú eres el dios que alguna vez lo llamó amigo, lo había dejado atrás, olvidado como si fuera basura en un rincón inhóspito y desolado del universo, donde todavía aguardaba su muerte.
—Febe me enseñó todo lo que sé. Le debo mi vida —dije, con una furia contenida que se manifestaba en cada palabra—. Si vienes aquí buscando su ubicación exacta, no te lo diré. Puedes vagar por los confines del cosmos, pero no vienes a pedir perdón, ¿verdad? Si tus intenciones son otras... —Lo miré, mi ira a punto de estallar—, te juro que te reduciré a polvo junto con este sistema solar.
Temis gritó, alzando la voz como un loco desesperado.
—¡Vieron eso, dioses! —clamó—. ¡Este ser es una máquina de guerra! ¡El dios del juicio final! Aquel que, cuando combate, deja reinos desiertos y sus enemigos muertos. No importa que lo limitemos con contratos celestiales. ¡Un ser así no debería existir, solo trae caos al equilibrio!
La paciencia de Shadow se agotó. Una onda oscura de su poder recorrió la sala, y con una voz profunda, gritó:
—Están en su palacio. ¡Guarden silencio de una maldita vez!
En ese momento, comprendí algo doloroso. La vida no es justa. Algunos nacen para sentir amor; otros luchan toda su vida por encontrarlo, solo para darse cuenta de que quizá jamás lo tendrán.
Al mirar hacia arriba, vi el miedo en los ojos de los dioses. Incluso las palabras de Shadow resonaban en sus corazones.
—"Puede revelarse..." —dijo uno de ellos, su voz quebrada por el temor. —"Es un peligro..." —murmuró otro. —"No ha mostrado todo su poder..." —susurró un tercero.
Temis volvió a hablar, mencionando que había llegado la hora de cumplir con el contrato que me proponían. Miré a Shadow, mi amigo más cercano, y grité, lleno de frustración:
—¡Les tienen miedo a lo que no comprenden! ¡Nunca levanté mi poder contra ustedes porque quería ser parte de su grupo! Podría haberme aliado con los titanes... ¡Mi maestro fue el más fuerte entre ellos! Pero... yo solo quería entender lo que significaba ser parte de algo más.
Entonces, tomé la pluma con manos temblorosas y firmé el último de los 20 contratos. Las palabras resonaban en mi mente mientras las escribía:
"Renunciaré a mis poderes, habilidades y recuerdos, sellándolos en este pergamino celestial. Este contrato se activará y me dará la oportunidad de renacer en una raza que mi corazón anhela. Si alguna vez los dioses rompen este juramento, mis recuerdos volverán a mí, y recuperaré mi forma celestial."
Giré el rostro hacia Shadow. Nuestros ojos se encontraron, los suyos rojos como la sangre, los míos desiguales, uno azul, uno dorado. En ese instante, supimos que esta era la despedida. El fin de nuestra era. El fin de una amistad que había sobrevivido más allá del tiempo.
—Gracias, Shadow —susurré—. Gracias por ser mi amigo.
La pluma cayó suavemente sobre el pergamino, sellando mi destino. Una luz cegadora cubrió la sala, sacudiendo el cosmos entero. Las estrellas titilaron, una a una, apagándose en el vasto vacío.
Mi cuerpo empezó a desaparecer, desvaneciéndose lentamente, hasta que ya no quedaba nada. Solo el vacío.
Shadow, de pie en medio de la oscuridad, dejó caer sus lágrimas en silencio. Su mirada se dirigió a la Tierra, el pequeño planeta azul que había capturado mi corazón. Las palabras de despedida brotaron de su boca con un tono quebrado:
—Cuídate, Melars... —dijo en un susurro—. Cuídate, amigo mío.
La tristeza inundó su ser mientras su poder retumbaba por el vacío de mi palacio, resonando en cada rincón del universo. Yo, mientras tanto, flotaba en un limbo, viendo cómo los recuerdos de mi maestro, de mi amigo, y de todo lo que alguna vez había conocido, comenzaban a desvanecerse. Hasta que, finalmente, vi una pequeña luz en la distancia y, sin pensarlo, decidí acercarme...