1era parte
Cuando por fin abrí los ojos, lo primero que me golpeó fue una luz cegadora, tan intensa que apenas podía mantenerlos entreabiertos. Mis sentidos estaban aturdidos, confusos, como si todo mi ser luchara por comprender este nuevo mundo al que había llegado. La sensación era abrumadora, pero tras unos segundos, mis ojos finalmente se acostumbraron a esa luz. Y entonces, la vi.
Frente a mí, una joven de cabellos negros como la noche y ojos café profundos me miraba con una intensidad que atravesaba mi alma. Su semblante irradiaba una dulzura cálida y serena, como si el mero hecho de mi presencia llenara su mundo de felicidad. Jamás en toda mi existencia, ni como Melars, el dios que había sido, había presenciado algo tan delicado. Su rostro parecía hecho de porcelana, frágil pero perfecto. Una sonrisa dulce adornaba sus labios, y aunque no entendía las palabras que murmuraba, sentí que eran para mí.
A su lado, un hombre de cabello castaño me observaba con una sonrisa que, aunque cansada, revelaba orgullo. Había algo en él que irradiaba fortaleza, como si hubiera enfrentado adversidades para llegar a este momento. Sus palabras, al igual que las de la joven, eran un murmullo extraño e incomprensible:
—"----¿???????????????"
El hombre miró a la mujer y sonrió, asintiendo antes de decir algo más, mientras sus ojos brillaban de emoción:
—"Jhoel, acaba de nacer tu hermanito."
La mujer, aún sin apartar su mirada de mí, acarició suavemente mi mejilla con dedos temblorosos pero tiernos. Su voz, aunque ininteligible para mis oídos, llevaba consigo un eco de amor que no necesitaba traducción:
—"??????????????????"
Algo dentro de mí se removió. No comprendía sus palabras, pero su significado resonó en lo más profundo de mi ser. Sus ojos reflejaban un amor puro, un sentimiento que no había conocido ni en mi vida divina. Mi mente estaba confusa, los vestigios de mi existencia pasada luchaban por aferrarse a mí, pero se desmoronaban con cada segundo que pasaba en este nuevo cuerpo.
"Melars..." pensé, pero ese nombre, que una vez había sido mi todo, ahora parecía una sombra distante.
El calor de los brazos de la mujer, la firmeza protectora del hombre a su lado... por primera vez en incontables eras, sentí algo que había anhelado con desesperación: pertenencia.
Un niño, de no más de tres años, apareció corriendo al lado del hombre. Su cabello oscuro y desordenado y su mirada curiosa me hicieron pensar en un pequeño explorador. Se detuvo, mirando hacia mí con una mezcla de asombro y recelo:
—"¿Pasó algo, mamá?" —preguntó el pequeño con una voz infantil pero llena de interés.
La mujer se rió suavemente.
—"No, Jhoel. Este es tu hermanito, Shin."
"Shin."
El nombre incomprensible para mi, resonó en mi mente como un eco, reemplazando lo que alguna vez fui. Con cada segundo que pasaba, los recuerdos de mi vida como Melars se desvanecían como arena entre los dedos. Mis guerras, mis pactos, mi inmortalidad... Todo parecía un sueño lejano, y en su lugar, una nueva identidad comenzaba a formarse.
El hombre me levantó con cuidado y me acercó a Jhoel.
—"Mira, es tan pequeño. Debes cuidarlo, ¿de acuerdo?"
Jhoel asintió, aunque su rostro mostraba una mezcla de emociones. Finalmente, extendió una mano temblorosa y acarició mi cabello.
—"Hola, Shin."
En ese instante, supe que este sería mi nuevo comienzo. Quizás no recordaría todo lo que fui, ni el poder que alguna vez poseí, pero aquí, en los brazos de esta familia, podría encontrar lo que siempre había buscado. En este hogar, tal vez finalmente llenaría el vacío que había consumido mi existencia por tanto tiempo.
Y así, con un suspiro silencioso, dejé ir el pasado y me entregué a esta nueva vida, a este nuevo mundo donde finalmente, después de tanto, no estaba solo.
RECUERDOS BORRADOS
2da parte
Hola, mi nombre es Shin. Soy un niño nacido en una aldea remota llamada Pisac, situada en las afueras del país de Túcume. Pisac es un lugar especial, pequeño pero lleno de vida, rodeado de campos verdes y montañas imponentes que parecen vigilar nuestro hogar como guardianes silenciosos. Nuestra aldea está bastante lejos de la capital, a unas cuatro horas de viaje en carreta. Es un lugar donde las estaciones dictan nuestras vidas, y la cosecha es el latido de nuestro corazón.
Abrí mis ojos por primera vez hace aproximadamente ocho años, y hoy quiero contarles mi historia.
No recuerdo mucho de mis primeros tres años, pero mi padre, Ángel, siempre me dice que el día que nací fue muy extraño. Según él, no lloré como otros recién nacidos. En lugar de eso, los observé fijamente, como si intentara entender lo que sucedía a mi alrededor. Mi mirada, decía él, reflejaba algo que no podía describir del todo: una mezcla de serenidad y determinación, como si ya supiera quién era y por qué estaba allí. Mientras mi madre, Yovana, me sostenía llorando de emoción, yo simplemente la miraba, sereno.
Nuestra aldea es pequeña, con apenas unas cincuenta familias. Las casas son de adobe, con techos de paja que crujen ligeramente cuando sopla el viento. Los caminos principales están formados por tierra apisonada, y durante las épocas de lluvia se convierten en pequeños ríos que serpentean entre las casas. Pero lo que hace especial a Pisac no son sus casas, sino su gente. Todos en la aldea trabajan juntos para mantenerla viva. Los campos de maíz, trigo y papas son nuestro sustento, y las cosechas se celebran con fiestas llenas de música, danzas y comida.
Mi padre, que en su juventud fue un aventurero, a menudo me habla de esos días con un brillo especial en los ojos. Lo llaman "Tanque", un apodo que heredó de sus días como protector de su grupo de aventureros. Según él, llevaba un escudo tan grande que podía cubrir a dos personas al mismo tiempo. Dice que su trabajo era mantener a salvo a sus compañeros, y aunque ya no es el joven fuerte de esos días, su presencia sigue siendo imponente. Cuando camina por la aldea, todos lo saludan con respeto.
Mi madre, en cambio, es la luz suave que equilibra la fuerza de mi padre. Fue sanadora en un culto dedicado al Hada del Sol, una deidad que simboliza la vida y la curación. Aunque ya no practica como antes, todavía guarda reliquias de esos días: un amuleto en forma de flor de girasol que lleva colgado al cuello y un libro viejo con conjuros escritos en un lenguaje que no comprendo. Siempre dice que sanar no es solo una habilidad mágica, sino también un acto de amor y dedicación.
Los días en Pisac son tranquilos pero llenos de actividad. Por las mañanas, el canto de los gallos despierta a toda la aldea, y el aroma a pan recién horneado se mezcla con el frescor de los campos. Los niños corremos por los caminos, jugando con cualquier cosa que encontremos: una rama, una piedra o simplemente persiguiéndonos entre risas.
Recuerdo que desde muy pequeño me fascinaban las historias que mis padres me contaban. Mi padre relataba sus batallas con un detalle tan vívido que casi podía ver los monstruos y los guerreros que mencionaba. Por las noches, cuando el fuego de la chimenea iluminaba la sala, se sentaba conmigo y me hablaba de dragones, de héroes que desafiaban a los dioses, y de tierras más allá de las montañas.
Mi madre, por otro lado, me contaba historias diferentes. Historias de sanadores que, con un simple toque, podían devolver la vida a quienes la habían perdido maso menos asi, quizá estoy exagerando un poco. Me hablaba del Hada del Sol, y de la leyenda de la historia de nuestro país.
A pesar de lo tranquilo que parece todo, siempre he sentido que hay algo más allá de nuestra aldea, algo esperando ser descubierto. A menudo miro las montañas en la distancia y me pregunto qué hay más allá de ellas. Mi padre dice que no estoy listo, que aún soy joven y que mi tiempo llegará. Pero yo no puedo evitar sentir que el mundo me llama.
Este es mi hogar, la aldea de Pisac, donde aprendí a caminar entre los surcos de los campos, donde mis manos conocen la textura de la tierra y mi corazón late al ritmo de las historias que llenan mis sueños. Aunque aún no lo sepa, este pequeño rincón del mundo es solo el comienzo de algo mucho más grande.
Esta es la leyenda de Túcume, por lo menos así la recuerdo yo, aunque mi madre la cuenta diferente y mi padre también, la versión que yo les contare es aquella que nos enseñó la profesora Gladys en el colegio.
En una época olvidada por el tiempo, cuando el reino de Túcume no era más que una extensión de aldeas dispersas entre valles y colinas, vivía un joven llamado Arien. Su vida era humilde; el amanecer lo encontraba trabajando en los campos y el anochecer lo despedía junto al fuego de su cabaña. Pero había algo en él que lo distinguía de los demás: una bondad inquebrantable, una chispa que, a pesar de las penurias, mantenía su corazón cálido.
Una tarde, mientras buscaba leña en el bosque, se aventuró más allá de lo habitual, atraído por una sensación indescriptible, como un llamado sutil en el viento. Al cruzar un claro, se encontró con una visión desgarradora: un árbol marchito, sus ramas retorcidas como manos clamando al cielo. A sus pies, entrelazada en las raíces, yacía una pequeña hada. Su luz, tenue y parpadeante, parecía al borde de extinguirse.
Arien se acercó, sus pasos lentos, temiendo empeorar lo que ya parecía perdido. Se arrodilló junto al hada, observando su rostro pálido y sus alas deshilachadas como si el viento las hubiera desgastado.
—¿Qué te ha pasado? —susurró, aunque sabía que no recibiría respuesta.
El hada abrió ligeramente los ojos, un destello de desesperación brillando en ellos. Fue suficiente para que Arien entendiera lo que debía hacer.
Durante días, regresó al claro. Llevaba agua para las raíces del árbol, abono que robaba de los campos vecinos y trozos de tela para cubrir al hada de las noches frías. Cada día que pasaba, el árbol parecía responder a su cuidado: las raíces se fortalecían, la corteza recuperaba algo de color, y pequeñas hojas asomaban tímidamente. Sin embargo, el hada seguía inmóvil, su luz aún débil.
Una noche, exhausto después de trabajar en el campo y pasar horas en el claro, se quedó dormido junto al árbol. Soñó con un bosque vibrante, lleno de árboles que susurraban canciones al viento. En el centro de aquel bosque, el hada, ahora radiante, le sonreía.
—Gracias por no abandonarme —dijo, con una voz suave como el viento entre las hojas—.
Arien despertó sobresaltado. El claro estaba bañado por la luz de la luna, y el hada, aunque todavía débil, lo observaba con ojos llenos de gratitud.
—Estás despierta —dijo él, sonriendo con alivio.
—Tu bondad nos ha salvado, a mí y a este árbol —dijo el hada, flotando torpemente hasta quedar a su altura—. ¿Por qué lo hiciste? Los humanos no suelen actuar sin esperar algo a cambio.
Arien bajó la mirada, incómodo ante la pregunta.
—No lo sé… supongo que no podía ver algo tan hermoso morir.
El hada lo observó en silencio por un momento, como si estudiara cada rincón de su alma.
—Entonces, déjame darte algo a cambio.
Antes de que Arien pudiera responder, el hada extendió sus manos hacia el árbol. Las raíces comenzaron a crecer, hundiéndose profundamente en la tierra, mientras el tronco se elevaba hacia el cielo. Las ramas, ahora llenas de hojas, se extendieron como si quisieran abrazar al mundo entero. El claro, que antes era un paraje desolado, se llenó de flores y de un aroma dulce que parecía sanar incluso los corazones más rotos.
—¿Qué… qué está pasando? —preguntó Arien, asombrado.
—Te daré el don de la sanación, Arien —respondió el hada—. Así como devolviste la vida a este árbol y a mí, podrás llevar esperanza a los demás.
Arien sintió un calor extraño recorriendo su cuerpo, como si la misma energía del árbol fluyera ahora por sus venas.
—No sé si soy digno de algo así… —murmuró.
—Lo eres —respondió el hada con una sonrisa—. Nadie más hubiera hecho lo que tú hiciste.
A partir de ese día, Arien descubrió que podía sanar heridas con solo tocar a las personas. Primero lo probó con un niño de su aldea que había sido herido gravemente. Cuando el pequeño recuperó la salud, los rumores comenzaron a extenderse. La gente llegó desde lugares lejanos, buscando la ayuda del "joven del árbol sagrado".
Con el tiempo, la aldea alrededor del árbol floreció. Casas surgieron donde antes solo había hierba, y los habitantes comenzaron a cuidar el árbol como símbolo de esperanza. Arien, aunque nunca buscó reconocimiento, se convirtió en una figura central para su comunidad.
Pero no todo era luz. La magia tenía un precio. Con cada vida que salvaba, Arien sentía que una parte de él se desvanecía, como si el árbol tomara algo de su propia esencia para sanar a los demás. Una noche, exhausto y envejecido antes de tiempo, se sentó bajo el árbol y habló con el hada por última vez.
—No puedo seguir mucho más… —dijo, su voz cargada de melancolía—. Pero no me arrepiento.
El hada, ahora brillante y fuerte, apareció entre las ramas.
—Tu sacrificio nunca será olvidado, Arien. El árbol cuidará de esta tierra por generaciones, y tu bondad vivirá en todos aquellos que reciban la magia de la sanación.
Con una última sonrisa, Arien cerró los ojos. Su cuerpo se desvaneció en un haz de luz que ascendió al árbol, convirtiéndose en parte de su esencia.
Hoy, el Árbol de la Esperanza sigue en pie, su sombra protegiendo al reino de Túcume. Es un recordatorio eterno de que, incluso en los momentos más oscuros, un solo acto de bondad puede cambiar el destino de muchos.
Mi madre aprendió esa magia y se convirtió en sanadora. Fue así como conoció a mi padre, cuando ambos formaban parte de un grupo de aventureros. Tuvieron muchas aventuras juntos antes de retirarse para formar una familia.
En nuestro país, cuando los niños cumplen 12 años, dejan atrás la infancia para convertirse en adultos. A partir de ese momento, deben elegir una profesión, una que marcará el resto de sus vidas. Esa decisión no es al azar, pues depende de sus capacidades físicas, mágicas o intelectuales, dones que comienzan a revelarse antes de llegar a esa edad. Para algunos, el destino está claro desde el principio, pero para otros... bueno, no siempre es tan sencillo.
Yo crecí como cualquier otro niño, o eso creo. A decir verdad, siempre me he sentido como una sombra bajo las grandes habilidades de mi familia.
O tal vez... tal vez mi destino sea otro.
3era parte
La mañana en el pueblo comenzaba con el bullicio de los niños que corrían hacia la escuela, un edificio modesto hecho de madera desgastada y adobe, pero que contenía más historias de las que cualquiera podría imaginar. La profesora Gladys nos esperaba, de pie frente a la pizarra, con su semblante serio y su cabello recogido en un moño ajustado. Era una mujer estricta, pero sus palabras siempre lograban hipnotizar a la clase.
—Hoy hablaremos de los límites de nuestro reino y las amenazas que acechan más allá de ellos —anunció, su voz resonando con autoridad.
Al escucharla, todos guardamos silencio. La profesora Gladys tenía un don especial para convertir la lección más simple en una epopeya llena de misterio y peligro.
—Los dragones —comenzó, trazando una figura serpenteante en la pizarra con un trozo de tiza— son criaturas ancestrales, dotadas de magia tan poderosa que incluso los hechizos más avanzados de los magos de la corte apenas logran herirlos, creo que solo los generales podrían hacerle frente.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Las historias sobre dragones siempre me fascinaban, pero escuchar sobre su ferocidad hacía que mi imaginación cobrara vida.
—El dragón de fuego, por ejemplo, —continuó— puede consumir pueblos enteros en cuestión de minutos. Pero no son solo sus llamas lo que lo hace temible; su inteligencia es superior a la de cualquier criatura mágica conocida.
La profesora Gladys hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras cayera sobre nosotros como una nube oscura.
—Y luego están los dragones de tierra, que acechan en los bosques y se mueven como sombras. Son maestros del sigilo, capaces de emboscar incluso a los guerreros más experimentados.
La clase estaba absorta, algunos con los ojos muy abiertos y otros mordiéndose los labios para contener sus nervios.
—Pero los dragones no son los únicos peligros. En los confines del bosque oscuro habita el minotauro, un ser cuya fuerza puede romper las espadas más resistentes. No lucha por supervivencia ni por hambre, sino por instinto, por el deseo de proteger su territorio.
Una de las chicas de la clase, Lucy, levantó la mano.
—Profesora Gladys, ¿alguien ha derrotado a un minotauro antes?
Gladys la miró con una expresión calculadora.
—Pocos lo han logrado y aún menos han vivido para contarlo. El minotauro es más que una criatura, es un símbolo del desafío. Solo aquellos con un espíritu indomable tienen alguna posibilidad contra él.
Se inclinó hacia la clase, su voz descendiendo a un susurro dramático.
—Y luego están las titanoboas.
Un murmullo recorrió el aula. Todos habíamos escuchado las leyendas, pero escuchar el nombre de esas serpientes gigantes en la voz de la profesora Gladys hacía que la amenaza pareciera mucho más real.
—Imaginad una serpiente tan grande que puede envolver un árbol entero y aplastarlo hasta convertirlo en astillas. Se deslizan en silencio, ocultas en la maleza, esperando el momento justo para atacar. Si alguna vez os encontráis con una, recordad: no hay hechizo ni espada que os salve. Solo os queda correr.
La tensión en la clase era palpable. Algunos de los más pequeños se aferraban a los bordes de sus pupitres, mientras otros intercambiaban miradas nerviosas.
Entonces, Gladys suavizó su tono, como si quisiera darnos un respiro.
—Pero no todo está perdido. En este reino, contamos con guerreros y magos que dedican sus vidas a protegernos. La clave está en la preparación. Por eso, os enseñamos aquí, en esta humilde escuela, para que algún día, si lo deseáis, podáis enfrentaros a estos desafíos.
Un chico al fondo de la clase, Kieran, levantó la mano con expresión seria.
—Profesora, ¿por qué existen estas criaturas? Si son tan peligrosas, ¿por qué la magia las permite?
La pregunta nos tomó por sorpresa. La profesora Gladys lo miró con una mezcla de admiración y melancolía.
—Es una buena pregunta, Kieran. La magia no es buena ni mala; simplemente es. Las criaturas como los dragones y los minotauros existen porque son parte del equilibrio. Al igual que los humanos, tienen su lugar en el mundo, y comprenderlas es la única manera de coexistir.
Sus palabras dejaron un silencio reflexivo en la sala. Era difícil imaginar que esas bestias, con su fuerza y magia, pudieran compartir algo en común con nosotros.
Cuando la campana sonó, indicando el final de la lección, la profesora Gladys se dirigió a la puerta, pero antes de salir, se giró para mirarnos.
—Recordad, jóvenes. Este mundo es vasto y lleno de maravillas, pero también de peligros. Si algún día queréis explorar más allá de estas tierras, aseguraos de estar preparados. La magia y el conocimiento serán vuestras mejores armas.
Mientras recogía mis cosas, no pude evitar mirar por la ventana hacia el bosque. Algo dentro de mí ardía, una mezcla de miedo y curiosidad. Tal vez, algún día, descubriría por mí mismo los secretos de los dragones, los minotauros y las titanoboas. Tal vez, con suficiente preparación, no solo sobreviviría, sino que encontraría mi lugar en ese vasto y peligroso mundo.
La profesora Gladys, nos había dado de tarea el leer acerca del primer elfo, y poder descifrar la enseñanza que podríamos usar en la vida más adelante.
La historia era la siguiente:
En el corazón del bosque, donde los árboles se alzaban como gigantes vigilantes y la niebla cubría el suelo como un manto, una niña de cabello desordenado y mirada vacía vagaba sin rumbo. Sus pies descalzos, cubiertos de barro, dejaban huellas irregulares en el suelo húmedo. Sus ropas, hechas jirones, apenas le cubrían del frío. En su mano temblorosa sostenía un trozo de pan duro, su único tesoro en un mundo que parecía haberla olvidado.
El crujido de una rama rompió el silencio, pero la niña no se inmutó. Estaba demasiado cansada, demasiado sola para temer. Fue entonces cuando una luz tenue iluminó la penumbra, flotando como una luciérnaga en la noche. Una pequeña hada, con alas translúcidas que parecían hechas de cristal, apareció frente a ella. La criatura irradiaba un resplandor cálido, pero sus ojos reflejaban una melancolía profunda, como si comprendiera el dolor del mundo.
La niña, con una voz apenas audible, susurró:
—¿Tú también estás perdida?
El hada la miró, sorprendida por la inocencia de la pregunta. No respondió de inmediato, como si buscara las palabras adecuadas. Pero antes de que pudiera decir algo, la niña extendió su mano temblorosa, ofreciéndole el pedazo de pan.
—No tengo nada más... pero si tienes hambre, puedes comer esto —dijo, forzando una sonrisa que no podía ocultar su tristeza.
El hada se acercó lentamente, sus alas batiendo con suavidad. Miró el pan y luego a la niña, desconcertada por el gesto.
—¿Por qué me ofreces lo único que tienes? —preguntó con una voz suave, casi como un susurro del viento.
—Porque... —la niña apartó la mirada, sus ojos llenos de lágrimas que se negaban a caer—. No quiero que tengas hambre... ni que estés sola. Yo sé lo que es estar sola.
El hada sintió algo extraño en su pecho, un dolor que nunca había conocido. Se acercó más, su luz envolviendo a la niña en un cálido abrazo.
—Pequeña, dime, ¿qué deseas?
La niña levantó la vista, sus ojos brillando con una mezcla de esperanza y tristeza.
—Quisiera... —su voz se quebró—. Quisiera poder abrazar a mi mamá una vez más. Sentir que estoy a salvo, aunque sea solo por un instante.
El hada bajó la mirada, incapaz de sostener el peso de aquellas palabras.
—Lo siento... —murmuró, su voz temblorosa—. No puedo cumplir ese deseo.
La niña no lloró. Solo asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respuesta. Entonces, con una sonrisa tenue pero sincera, preguntó:
—¿Y tú? ¿Tienes algún deseo?
El hada se quedó en silencio, desconcertada. Nunca había pensado en ello. Era inmortal, un ser de magia sin necesidades ni anhelos.
—No lo sé... Nunca he tenido un deseo —respondió al fin, su voz cargada de una tristeza inexplicable.
La niña inclinó la cabeza, como si estuviera considerando algo muy importante. Luego, con ternura, dijo:
—¿No te gustaría tener una amiga? Alguien que esté contigo cuando estés triste y que ría contigo cuando estés feliz.
El hada parpadeó, sorprendida por la propuesta.
—¿Qué es una amiga?
La niña, a pesar de su debilidad, se arrodilló en el suelo y extendió su mano hacia el hada.
—Una amiga es alguien que te quiere, que nunca te deja sola. Si quieres, yo puedo ser tu amiga.
El hada flotó hacia la mano de la niña, posándose delicadamente en su palma. Por primera vez en su existencia, sintió un calor que no provenía de su magia, sino de un vínculo puro y sincero.
—Seré tu amiga —susurró, su voz temblando con emoción—. Nunca te dejaré sola.
Los años pasaron, y la niña creció, pero una enfermedad oscura comenzó a consumirla. El hada permaneció a su lado, viéndola debilitarse día tras día, incapaz de aliviar su sufrimiento.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba tras los árboles, la joven miró al hada con ojos cansados pero llenos de cariño.
—No quiero que me dejes. Aunque mi cuerpo se apague... no quiero estar sola.
El hada, con lágrimas invisibles, se posó sobre su pecho.
—Nunca te dejaré... —murmuró, su voz quebrada—. Seremos una para siempre.
Y en un destello de magia, el hada ofreció lo único que podía dar: su propia esencia. Se fusionó con la joven, convirtiéndola en algo más que humana. Su piel se volvió luminosa, sus ojos brillaron como estrellas, y su cuerpo frágil se llenó de una nueva fuerza. La niña, ahora la primera de los elfos, sintió la presencia del hada en su corazón. Supo que nunca volvería a estar sola. Y cada vez que el viento susurraba entre los árboles, escuchaba la risa de su amiga, recordándole que su vínculo trascendía el tiempo y el espacio.
Juntas, por siempre.