Por la noche, Esme se puso su camisón y se acomodó en el asiento junto a la ventana, el viento suave revolviendo su cabello en un suspiro tenue. La cercanía del otoño la llenaba de anticipación y anhelaba respirar el familiar y nostálgico aroma de la lluvia.
Sus dedos jugueteaban distraídamente con el colgante de luna creciente que colgaba de su cuello, un regalo de Donovan. Había pasado un tiempo desde que se vieron por última vez, después de ese pequeño encuentro en la torre. Esme odiaba admitir que él había tenido razón. Su incapacidad para ver las apariencias físicas, basada en su teoría, parecía otorgarle una perspectiva única, que le permitía ver a través de los motivos de quienes lo rodeaban, una habilidad que superaba con creces lo ordinario.