Los días pasaron y con ellos los meses había transcurrido sin que volviera a la casa de Isabel. Sabía que tenía que mantenerme alejado, que era lo correcto según lo que habíamos acordado. Pero esa distancia, esa frialdad impuesta, me estaba consumiendo. Cada día pensaba en ella, en esos ojos que me habían mirado con tanto amor y en los labios que no podía besar como tantas veces lo hize. Me dolía en lo más profundo saber que mi hijo crecería sin que yo pudiera estar cerca. Era un dolor que me carcomía, una angustia que me ahogaba en la soledad de mis pensamientos.
Una mañana, el deseo de verla, de estar cerca de ella y de mi propio hijo, se hizo tan fuerte que rompí nuestras reglas. No importaba el pacto que habíamos hecho, ni las razones que nos obligaban a mantenernos separados. Necesitaba verla, aunque solo fuera una vez más. Así que, con el corazón latiéndome en el pecho como un tambor, me dirigí a la casa.
Isabel me recibió con una mezcla de sorpresa ,asombro y alivio. Me llevó al patio trasero donde estaba lavando algunas ropas y tendiéndolas al sol. El bebé dormía tranquilo en su cuna improvisada, mientras Alejandro jugaba en casa de un vecino. Era un día cálido, y el aire estaba lleno del aroma fresco del jabón y la brisa del campo.
Hablamos como si el tiempo no hubiera pasado. Isabel, con los ojos llenos de tristeza y resignación, me confesó que su matrimonio se estaba volviendo más difícil con cada día que pasaba. Pablo la trataba con indiferencia y frialdad, como un coronel dando órdenes a un soldado raso. Era como si estuviera apagando lentamente la chispa de vida que Isabel siempre había tenido.
-Estoy cansada, Carlos -me dijo mientras tendía una sábana en el tendedero-. Cansada de todo esto. No sé cuánto más pueda aguantar.
Mi corazón se rompía con cada palabra que salía de su boca, y sentí un impulso desesperado de hacer algo, lo que fuera, para aliviar su dolor. En ese momento, Isabel se acordó de la rosa que Pablo me había pedido tiempo atrás, la misma rosa que le había regalado en un intento por reparar su relación.
-Me encantan las rosas rojas -dijo con una sonrisa triste-. ¿Podrías traerme una para plantar aquí en el jardín? Así no tendré que pedírselas a él todo el tiempo.
No lo pensé dos veces. Asentí y corrí hacia mi jardín, arrancando una rosa con cuidado, como si llevara un pedazo de mi corazón entre las manos. Volví a la casa de Isabel lo más rápido que pude, con la rosa roja vibrante y fresca.
Pero al llegar, la escena había cambiado. Doña Josefina estaba allí, hablando con Isabel en la terraza. Mi corazón se hundió en mi pecho, pero avancé con la rosa en la mano. Al entregársela a Isabel, el rostro de Josefina se endureció como una estatua de mármol.
-¿Qué haces trayéndole flores a una mujer casada joven? -espetó con frialdad, sus ojos clavándose en los míos con desdén-. ¿Acaso no tienes respeto por ti mismo ni por esta familia?
Cada palabra fue como una bofetada. Me quedé mudo, tratando de encontrar una respuesta, pero ella no me dio tiempo. Continuó, como un juez emitiendo su sentencia,haciéndome frente:
-No tienes nada que hacer aquí, muchacho. Mi hijo no está, y tú no deberías,ni creo conveniente,que estés solo con mi nuera. Será mejor que te marches de inmediato antes de que tenga yo misma que llamar a tus padres.
Isabel, que había estado en silencio, me miró con una mezcla de dolor y tristeza, pero también con un atisbo de gratitud. Sabíamos que había terminado. No tenía más razones para quedarme, y aunque quería gritar, defenderme, luchar por lo que sentía, no lo hice. Simplemente asentí,Era lo más inteligente que podía hacer.
-Tranquila,No se preocupe, Doña Josefina -dije, intentando mantener la compostura-. Por mi,No las molestaré más.
Con esas palabras, me di la vuelta y salí de allí, sintiendo que cada paso que daba me alejaba más de todo lo que amaba. Corrí, corrí hasta llegar a mi casa, hasta el jardín de rosas donde todo había comenzado. Me arrodillé junto al rosal, las lágrimas brotando finalmente de mis ojos.
Las flores me rodeaban, bellas y rojas como el amor que había perdido. Me incliné sobre ellas, sollozando con una mezcla de furia, dolor y resignación. Juré en silencio, con los dientes apretados, que honraría mi dignidad, que no volvería a aquella casa, que olvidaría a esa familia, a Isabel... incluso a mi propio hijo.
Pero el dolor no se iba. Sabía que aunque tratara de olvidarlos, aunque intentara arrancarlos de mi vida, siempre estarían allí, en algún rincón de mi corazón, como una rosa que se niega a marchitarse.