—¿Qué? —exclamé incrédula ante su inesperada instrucción.
—Baja de mi regazo —repitió él fríamente.
En ese momento, cuando demostró no tener ningún interés, sentí que el gran castillo que había construido podía estar hecho completamente de arena y él era la alta ola de un tsunami que amenazaba con destruirlo todo en un abrir y cerrar de ojos. En lugar de bajarme, presioné mis manos contra su pecho y me incliné hacia él hasta que nuestros rostros estuvieron a solo unas pulgadas de distancia.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté mientras intentaba que mis frustraciones no se mostraran.
—Vuelve a tu asiento, Dahlia —respondió él secamente.
—¿Qué hay de nuestro trato? No te vas a echar atrás ahora, ¿verdad? —pregunté mientras me negaba a bajar de su regazo.