Hanna
Agua. Estaba caminando a través de ella. No, sobre ella, mis pies cubiertos por una resaca agitada, con crestas blancas. Podía oírla cantar en la distancia, la misma canción solitaria que siempre cantaba.
—¿Quién eres? —pregunté, mi voz resonando sobre el horizonte infinito, nada más que agua por millas y millas.
Pero ahí estaba, el edificio blanco en la distancia, la pequeña isla estéril elevándose sobre el mar. Miré hacia el sol y la luna, los dos sentados uno al lado del otro, separados por un campo de estrellas.
—¿Quién eres? —pregunté de nuevo, acelerando mis pasos. Estaba corriendo, mi pecho jadeando con esfuerzo, pero el edificio aún estaba lejos, muy lejos.
—¡Por favor! ¡Por favor, espérame!
Pero el agua cedió bajo mis pies, y fui sumergida, flotando hacia abajo, más y más profundo hasta que la luz de la superficie de las olas desapareció.
Envuelta en oscuridad. Nada.
—¡Hanna! —ella llamó, su voz acuosa y distante.