Las pesadas puertas del calabozo subterráneo se abrieron, el grito de un hombre pidiendo por su vida resonó en el silencio, el sonido de botas golpeando contra el suelo como truenos lo acompañaba.
—¡Su Majestad! Por favor, no haga esto. Cambiaré. ¡Ya no buscaré mi venganza! Estoy equivocado, ¡lo acepto! —Su súplica cayó en oídos sordos, mientras lloraba más y más, siendo arrastrado hacia el oscuro lugar que no le prometía más que una miseria inimaginable.
Este lugar de perdición olía a carne asada, y el aire se sentía inmóvil, sin vida. Si la muerte tuviera un cierto aura, una cierta presencia, sería esta.
—No debí haber matado a mi propio bastardo. Es como un hijo para mí. ¿Cómo me atreví a quitarle la vida por algo que no podía controlar? Permítame servirle a Su Majestad o déjeme pudrir en su calabozo. Cualquier cosa menos esto. —El arrastre continuó y esta vez lo intentó con más fuerza—. Ya no mataré a mi hija. ¡No importa quién sea su padre!