Nerumi llevaba casi dos años separado de Nagatchi, su mejor amigo y aliado, dentro del vasto y misterioso universo en el que vivían. El tiempo había pasado, pero las cicatrices del pasado seguían frescas en su alma. La pérdida de Katsuro, alguien que había sido como un hermano para él, era una sombra constante que no podía despejar.
A pesar de todo, Nerumi había dedicado ese tiempo a fortalecerse. Sus habilidades habían alcanzado un nivel inimaginable, volviéndose una figura temida y respetada en igual medida. Cada día era un nuevo desafío, y cada victoria lo hacía más fuerte, pero también lo alejaba más de su humanidad.
El recuerdo de Katsuro lo perseguía. Los momentos compartidos, las risas, y finalmente, su trágico final... todo estaba grabado en su mente como una llama que nunca se apagaba.
Mientras entrenaba en una región desolada de su universo, con cielos oscuros y un aire cargado de energía pura, Nerumi miró hacia el horizonte. El paisaje vacío reflejaba el estado de su corazón.
—No importa cuánto me esfuerce... nada traerá de vuelta lo que perdí —susurró para sí mismo, apretando los puños.
La soledad era su compañera constante, pero en lo más profundo de su ser, sabía que no podía quedarse estancado en el dolor. El sacrificio de Katsuro no podía ser en vano. Aunque el peso de su ausencia era abrumador, Nerumi decidió que debía honrar su memoria.
Mientras las estrellas comenzaban a brillar en el cielo infinito, Nerumi cerró los ojos y respiró profundamente.
—Nagatchi... algún día nos encontraremos de nuevo. Y cuando ese día llegue, no seré el mismo. Seré alguien que pueda proteger a todos los que amo, sin fallar esta vez.
Con esa promesa resonando en su interior, Nerumi continuó su camino, buscando respuestas, poder, y tal vez, redención.
Mientras tanto, Nagatchi, en su propio viaje, enfrentaba las sombras del pasado que aún lo atormentaban. La pérdida de Katsuro había sido un golpe devastador, una herida que parecía no sanar. Aunque intentó encontrar consuelo en sus propios recuerdos, el vacío era inescapable. Sin embargo, con el tiempo, encontró la fuerza para levantarse nuevamente.
Su camino lo llevó a lugares que nunca imaginó, hasta llegar a un antiguo templo perdido en las arenas de un desierto interminable. Era un lugar imponente, con estatuas colosales de chacales y jeroglíficos que narraban historias de poder y juicio. Allí, Nagatchi sintió una presencia que hacía vibrar el aire a su alrededor: el espíritu de Anubis, el dios egipcio de la muerte y el más allá.
El interior del templo era oscuro, iluminado solo por la tenue luz de antorchas azules que parecían arder eternamente. En el centro, una figura gigantesca y majestuosa se materializó ante Nagatchi: un ser con cuerpo humanoide y cabeza de chacal, cuyos ojos brillaban con un fuego dorado.
—¿Quién osa adentrarse en mi dominio? —retumbó la voz de Anubis, resonando en cada rincón del templo.
Nagatchi, arrodillándose, respondió con firmeza:
—Soy Nagatchi. Busco respuestas... poder para proteger lo que queda de mi mundo, para no volver a fallar a quienes amo.
Anubis lo observó detenidamente, evaluando cada palabra, cada emoción detrás de su voz.
—¿Crees ser digno de mi favor? ¿Estás dispuesto a enfrentarte al juicio del más allá y aceptar las consecuencias de tus decisiones? —preguntó el dios.
Nagatchi asintió, decidido.
—Haré lo que sea necesario.
El dios extendió una de sus manos, señalando un antiguo altar cubierto de grabados dorados. En el centro, descansaba una balanza gigantesca, con un lado vacío y el otro con una pluma que brillaba como el sol.
—Te someterás a la prueba del juicio —anunció Anubis—. Pondré tu corazón en la balanza. Si pesa más que la pluma, tu alma será consumida por el caos eterno. Si es más ligera, te concederé el conocimiento y el poder que buscas.
Nagatchi se estremeció, pero su determinación no flaqueó. Colocó su mano sobre su pecho y, ante la mirada penetrante de Anubis, su corazón comenzó a manifestarse, flotando hacia la balanza.
El silencio era absoluto mientras el juicio se llevaba a cabo. La balanza osciló ligeramente, y Nagatchi sintió que los recuerdos de Katsuro, sus errores y su dolor, lo arrastraban hacia abajo. Pero al mismo tiempo, su amor por los vivos, su esperanza y su deseo de proteger, lo impulsaban hacia arriba.
Anubis inclinó la cabeza, impresionado.
—Tu corazón no está libre de culpa, pero tampoco está dominado por ella. Tienes el potencial para redimirte y trascender tus límites.
Con un movimiento de su mano, Anubis infundió a Nagatchi con una energía oscura y luminosa al mismo tiempo, como el equilibrio entre la vida y la muerte.
—Te concedo mi bendición y mi maldición. El poder para caminar entre ambos mundos, pero el peso de este don te acompañará siempre. Ahora, ve, mortal. Haz que tu camino sea digno de mi confianza.
Nagatchi se levantó, sintiendo el nuevo poder fluir por sus venas, una mezcla de fuerza y responsabilidad que jamás había experimentado. Salió del templo, con un renovado propósito: honrar a Katsuro, proteger a quienes le importaban, y estar listo para el día en que su destino y el de Nerumi se cruzaran de nuevo.
Nagatchi regresó a una pequeña casa en el corazón de la ciudad, un lugar sencillo pero lleno de recuerdos. La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara. Se sentó frente a una mesa de madera, con la cabeza entre las manos, luchando contra el torbellino de emociones que lo atormentaba.
El poder que Anubis le había concedido era abrumador, pero no llenaba el vacío en su pecho. Katsuro seguía ausente, y la idea de continuar sin su amigo era insoportable. Nagatchi sabía que Anubis era un dios que respetaba los pactos y el equilibrio, pero convencerlo para devolverle a Katsuro sería un desafío monumental.
—¿Cómo puedo convencer a un dios de romper las leyes del más allá? —murmuró para sí mismo.
Las imágenes del pasado lo atormentaban: la risa de Katsuro, las batallas que libraron juntos, y ese fatídico momento en que lo perdió todo. Sin embargo, junto a su dolor, había nacido una furia que no podía ignorar. Recordó las injusticias que habían enfrentado, el desprecio de aquellos sin poderes hacia ellos, y cómo habían sido tratados como parias.
—Ellos... —dijo en voz baja, mientras apretaba los puños—. Fueron los que nos abandonaron. Nos despreciaron y nos condenaron. Katsuro está muerto por su culpa.
La rabia comenzó a hervir en su interior. Se levantó de la silla, caminando de un lado a otro de la habitación, incapaz de controlar sus pensamientos. La idea de vengarse de aquellos sin poderes comenzó a tomar forma en su mente, como una llama que se encendía con cada recuerdo de dolor.
—Si ellos no valoran lo que hacemos, si no respetan lo que sacrificamos, entonces no merecen nuestra compasión. —Sus ojos brillaron con una mezcla de dolor y furia—. Haré que sientan el peso de lo que nos hicieron.
Pero junto a esa sed de venganza, una pequeña voz en su interior le recordaba las palabras de Anubis: el equilibrio debía mantenerse. Nagatchi sabía que desatar su furia indiscriminadamente podría costarle el poco honor que le quedaba.
Se sentó nuevamente, mirando el machete de su abuelo que había traído consigo desde el templo. Sus dedos acariciaron el mango con cuidado, como si buscara respuestas en su tacto. Katsuro había creído en la bondad, incluso en sus últimos momentos. ¿Podría él traicionar esa memoria?
Nagatchi cerró los ojos y respiró profundamente. Decidió que antes de actuar, buscaría respuestas en los textos antiguos que había encontrado en el templo de Anubis. Si había una forma de traer de vuelta a Katsuro, la encontraría, incluso si eso significaba enfrentar a un dios nuevamente.
Mientras tanto, el resentimiento hacia los humanos sin poderes ardía en su corazón, alimentando una lucha interna entre su dolor, su furia y su deseo de redención.
Nagatchi llegó al templo de Anubis al amanecer, decidido y con el corazón ardiendo en emociones encontradas. Las antiguas puertas del templo se abrieron ante él como si fueran conscientes de su presencia, revelando un interior oscuro iluminado solo por antorchas que chisporroteaban al ritmo de un viento invisible.
Al final del largo pasillo, Anubis lo esperaba, sentado sobre un trono de piedra decorado con jeroglíficos y símbolos de la muerte. Su figura era imponente: el cuerpo humano, el rostro de chacal y esos ojos dorados que parecían penetrar en el alma de Nagatchi.
El dios lo observó en silencio, sus orejas moviéndose ligeramente como si escuchara más allá de lo que los mortales podían percibir. Finalmente, habló con una voz profunda que resonaba en las paredes del templo.
—Nagatchi. He sentido tu presencia desde el momento en que cruzaste el umbral. Dime, ¿qué buscas al venir aquí con un corazón tan lleno de furia y desesperación?
Nagatchi apretó los puños, sus ojos fijos en Anubis sin mostrar miedo. Dio un paso adelante, cada palabra cargada de emoción contenida.
—Quiero que me devuelvas a Katsuro.
La declaración resonó en el templo, y por un momento, solo el crujir de las antorchas rompió el silencio. Anubis inclinó ligeramente la cabeza, como si estudiara las palabras de Nagatchi.
—¿Traer de vuelta a un alma del más allá? —dijo el dios con un tono solemne—. Sabes que no es algo que pueda hacerse sin consecuencias. Katsuro ha cruzado al Duat, donde su alma ha encontrado su lugar. Alterar ese equilibrio es un acto que desafía las leyes de la vida y la muerte.
Nagatchi dio otro paso adelante, su voz temblando de determinación.
—¡No me importa el equilibrio ni tus leyes! Katsuro era mi amigo. Él no merecía morir, y si tú eres un dios, entonces tienes el poder para traerlo de vuelta.
Anubis se levantó de su trono, su imponente figura ahora aún más intimidante. Se acercó a Nagatchi, mirándolo directamente a los ojos.
—Hablas con valentía, mortal, pero también con arrogancia. ¿Crees que puedes desafiar a un dios sin pagar un precio? ¿Qué harías para recuperar a tu amigo?
Nagatchi no vaciló.
—Lo que sea necesario. Si tengo que enfrentarme a ti, lo haré. Si tengo que dar mi vida, también lo haré. Katsuro merece una segunda oportunidad, y yo cargaré con cualquier castigo que conlleve.
Anubis se quedó en silencio, evaluando las palabras del joven. Finalmente, un destello de interés brilló en sus ojos dorados.
—Si estás dispuesto a hacer cualquier cosa, entonces pondremos a prueba tu determinación. Te daré una oportunidad, Nagatchi, pero debes saber que no será fácil. Tendrás que atravesar el Duat, enfrentarte a los guardianes del inframundo y traer de vuelta el alma de Katsuro tú mismo. Pero ten cuidado: una vez que entres, no hay garantías de que regreses.
Nagatchi apretó los dientes, su decisión inquebrantable.
—Lo haré. No importa lo que cueste.
Anubis extendió una mano y un portal oscuro comenzó a formarse detrás de él, girando lentamente como una puerta hacia el más allá.
—Entonces, que comience tu juicio. Que los dioses te guíen... si es que te consideran digno.
Nagatchi se detuvo frente al portal oscuro que Anubis había creado. Las sombras giraban como un remolino vivo, emitiendo un leve zumbido que parecía susurrar secretos olvidados. No mostró miedo ni duda. Sin mirar atrás, dio un paso al frente y atravesó el portal, siendo envuelto por la oscuridad absoluta.
Al cruzar, sintió un cambio inmediato. El aire se volvió denso y pesado, como si cargara con siglos de tristeza y dolor. Se encontraba en el Duat, el inframundo egipcio, un lugar donde las almas eran juzgadas y los pecados revelados. A su alrededor, una vasta extensión de desolación se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ríos oscuros fluían lentamente, y criaturas sombrías acechaban en la distancia, observándolo con ojos brillantes.
El suelo bajo sus pies era frío y extraño, como si estuviera hecho de vidrio quebradizo, reflejando fragmentos de recuerdos perdidos. Una voz resonó en el aire, fuerte y autoritaria.
—Nagatchi, has entrado en el dominio de los muertos. Aquí no hay lugar para los vivos. Cada paso que des será una prueba de tu fortaleza, de tu convicción... y de tu alma.
Nagatchi no respondió, pero su mirada ardía con determinación. No estaba allí para debatir con los dioses ni para mostrar debilidad. Todo lo que importaba era Katsuro.
Mientras avanzaba, el paisaje cambió rápidamente, como si respondiera a su presencia. Un puente delgado, hecho de huesos entrelazados, apareció frente a él, conectando dos acantilados sobre un abismo interminable. Al otro lado del puente, vio una figura envuelta en sombras. Era su primer obstáculo.
La figura habló con una voz que resonaba como un eco.
—¿Quién osa cruzar este puente? Solo aquellos que porten un alma pura podrán pasar. El resto caerá al abismo para siempre.
Nagatchi apretó los puños y dio un paso adelante, sintiendo cómo el puente crujía bajo su peso. La figura oscura levantó una mano, y el puente comenzó a desmoronarse poco a poco.
—¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo, incluso si eso significa no regresar jamás? —preguntó la figura.
Nagatchi avanzó más rápido, sin dudar.
—No hay nada que me detenga. Si caigo, caeré luchando. Pero no abandonaré a Katsuro.
La figura se desvaneció lentamente, dejando un eco de risas en el aire. El puente dejó de desmoronarse, permitiéndole llegar al otro lado. Pero Nagatchi sabía que esa era solo la primera de muchas pruebas.
La oscuridad del Duat no sería piadosa, y para rescatar a su amigo, tendría que enfrentarse no solo a los guardianes del inframundo, sino también a las sombras de su propio pasado.
Nagatchi continuó su camino a través del vasto y cambiante Duat, cada paso sumergiéndolo más profundamente en el reino de los muertos. El aire se volvía más pesado, y el ambiente parecía cargar con un peso emocional, como si el sufrimiento de innumerables almas impregnara cada rincón del lugar. Sin embargo, su determinación seguía intacta, impulsado por el recuerdo de Katsuro y la promesa que había hecho: traerlo de vuelta, sin importar el precio.
Pronto, Nagatchi llegó a un vasto campo cubierto por una neblina roja, donde el suelo parecía líquido, como si estuviera pisando un mar de sangre oscura. En el centro del campo, una enorme estatua de Anubis lo observaba con ojos brillantes que parecían juzgar cada uno de sus movimientos. Frente a la estatua, un ser sombrío, con cuerpo humano y cabeza de chacal, apareció. Su porte era majestuoso, pero su mirada estaba llena de severidad.
—Nagatchi, el camino que eliges no es para los débiles. No puedes reclamar un alma sin ofrecer algo a cambio. —La voz de Anubis resonó en todo el lugar—. Este recorrido no es solo físico, sino espiritual. Para salvar a Katsuro, primero debes enfrentarte a tus propios pecados y miedos. Solo entonces podrás acercarte a él.
Nagatchi se mantuvo firme, pero las palabras de Anubis lo hicieron dudar por un momento. Sabía que sus acciones pasadas no habían sido perfectas, que había cometido errores. Pero si enfrentarse a sus sombras era el precio a pagar, estaba dispuesto a hacerlo.
De repente, el campo cambió. Ahora estaba rodeado de visiones de su pasado: momentos de ira, de dolor, de venganza. Vio a Katsuro herido, su cuerpo inmóvil tras la batalla que había perdido la vida. Vio los rostros de las personas que había abandonado, las decisiones que habían llevado a su soledad y las oportunidades que había dejado pasar.
—Este es tu juicio, Nagatchi, —dijo Anubis, mientras las visiones lo envolvían—. ¿Puedes aceptar tus fallas? ¿Puedes enfrentarte a tus miedos y seguir adelante?
Nagatchi cayó de rodillas por un momento, los recuerdos golpeándolo como una tormenta implacable. Pero, con un grito de pura determinación, se levantó.
—¡No importa lo que haya hecho en el pasado! ¡No importa cuán oscuro sea mi corazón! Katsuro me salvó de esa oscuridad una vez, y ahora es mi turno de salvarlo a él. No dejaré que nada me detenga, ni siquiera yo mismo.
Las visiones comenzaron a desvanecerse, como si su resolución las hubiera disipado. Anubis lo observó con una mezcla de respeto y cautela.
—Tu convicción es admirable, pero el camino no se detiene aquí. Adéntrate más profundamente en el Duat, y demuestra que eres digno de lo que buscas. El alma de Katsuro no será fácil de reclamar.
Nagatchi asintió, con los ojos llenos de determinación. Mientras avanzaba, sentía que cada paso lo acercaba más a su objetivo, pero también que el peso del desafío se hacía más grande. Sabía que lo peor aún estaba por venir, pero nada podía detenerlo. Katsuro lo esperaba, y Nagatchi no fallaría.
Nagatchi, consumido por una mezcla de determinación y rabia, avanzó con una velocidad inhumana, su energía desbordándose como una tormenta que nadie podía detener. Los guardianes del Duat, criaturas antiguas forjadas por la voluntad de los dioses, se interpusieron en su camino, pero él no tenía paciencia ni compasión. Con un solo movimiento de su mano derecha, canalizando toda su ira, los destruyó, reduciendo sus formas a polvo y cenizas.
El paisaje alrededor de Nagatchi cambió rápidamente mientras avanzaba. Estaba en el corazón del Duat, un lugar donde las almas descansaban, pero también sufrían. Montañas de fuego se alzaban a lo lejos, y ríos de oscuridad fluían a su alrededor. Las almas clamaban por ayuda, extendiendo sus manos hacia él, pero Nagatchi no las miraba. No podía distraerse, no podía flaquear. Su único propósito era llegar al núcleo de este reino infernal.
Finalmente, llegó a un enorme campo lleno de luces tenues, cada una representando un alma perdida. En el centro, un altar se alzaba, rodeado por un aura inquietante. En ese altar, Nagatchi vio lo que buscaba: el alma de Katsuro, atrapada en una esfera brillante, flotando como si estuviera suspendida en el tiempo.
—¡Katsuro! —gritó, su voz resonando en todo el Duat. Pero antes de que pudiera dar un paso más, una figura se materializó frente a él. Era una sombra gigantesca, con ojos llameantes y una voz que parecía provenir de las profundidades mismas del abismo.
—Mortales como tú no tienen derecho a interferir con el equilibrio de la muerte. El alma que buscas está fuera de tu alcance. —La figura levantó una mano, y el suelo bajo Nagatchi tembló.
Pero Nagatchi, lejos de intimidarse, apretó los puños y dio un paso adelante. Sus ojos ardían con una furia inquebrantable.
—¡No me importa el equilibrio, ni tus reglas! Katsuro no merece estar aquí. Si tengo que destruir todo este lugar para recuperarlo, lo haré sin dudar.
La sombra se rió, un sonido profundo y burlón que parecía llenar el aire.
—¿Destruir el Duat? ¿Tienes idea de lo que dices, mortal? Este lugar es más antiguo que cualquier cosa que puedas imaginar. Pero... si estás tan decidido, entonces demuéstrame tu fuerza.
Con esas palabras, la sombra extendió sus brazos, y las almas que estaban alrededor comenzaron a transformarse en criaturas grotescas, amalgamas de desesperación y odio. Nagatchi se vio rodeado, pero no vaciló. Canalizando toda su energía, desató un torrente de poder que destruyó a las criaturas en un instante.
—¡No importa cuántas veces intenten detenerme! —gritó, su voz cargada de desafío—. ¡Voy a recuperar a Katsuro, y nadie podrá evitarlo!
La sombra lo observó por un momento, luego se desvaneció, dejando el camino libre hacia el altar. Pero Nagatchi sabía que esto no era el final, que aún había más pruebas por delante. Avanzó, con la mirada fija en el alma de su amigo, decidido a cumplir su promesa, sin importar el costo.
Nagatchi se acercó al altar, su respiración agitada pero su voluntad más fuerte que nunca. Extendió la mano y agarró la esfera que contenía el alma de Katsuro. En cuanto lo hizo, un destello brillante cubrió la habitación, y una sensación cálida recorrió su cuerpo. Había logrado lo que se había propuesto: tenía a su amigo en sus manos, aunque aún no estuviera completo.
Mientras sostenía la esfera, un portal comenzó a abrirse frente a él, una salida que parecía conectarlo al mundo de los vivos. Pero antes de cruzar, Nagatchi giró sobre sus talones, mirando el oscuro y opresivo paisaje del Duat. Las almas que lo habían rodeado, los ríos de sombras y el altar, todo lo que lo había detenido, seguía en pie. Sentía un odio profundo por aquel lugar y lo que representaba.
Con un grito de furia y desafío, levantó su mano derecha, canalizando toda su energía. Una esfera oscura y palpitante comenzó a formarse en su palma, creciendo con cada segundo, alimentada por su ira y su poder desbordante. La esfera brillaba con un contraste aterrador: energía negra rodeada de un tenue resplandor blanco, como si la luz misma intentara contener la oscuridad en su interior.
—¡Este lugar nunca volverá a tomar a alguien que me importe! —gritó con una voz que resonó como un trueno.
Con un movimiento rápido, lanzó la esfera hacia el centro del Duat. El impacto fue instantáneo y devastador. La esfera explotó en una onda expansiva masiva, desintegrando todo a su paso. Las montañas de fuego colapsaron, los ríos de sombras se evaporaron, y las estructuras antiguas se desmoronaron en un torbellino de destrucción. Las almas atrapadas comenzaron a disiparse, algunas liberadas y otras desapareciendo en la nada.
Nagatchi no se detuvo a mirar el caos que había provocado. Con la esfera del alma de Katsuro firmemente en sus manos, cruzó el portal justo antes de que todo el Duat colapsara sobre sí mismo. El portal se cerró tras él, sellando el destino de aquel lugar para siempre.
Cuando salió al otro lado, se encontró de nuevo en la ciudad, con el cielo nocturno extendiéndose sobre él. El aire era frío y tranquilo, un contraste absoluto con el infierno que acababa de abandonar. Nagatchi miró la esfera en su mano y dejó escapar un suspiro.
—Lo hice, Katsuro... te recuperaré, cueste lo que cueste.
Pero mientras avanzaba por las calles, una sensación de vacío comenzó a crecer en su pecho. Sabía que había tomado una decisión peligrosa, que al destruir el Duat podría haber alterado algo mucho más grande de lo que podía comprender. Sin embargo, nada de eso importaba ahora. Su única prioridad era devolverle la vida a su amigo, sin importar las consecuencias que enfrentaría.
El aire en la ciudad pareció volverse más pesado de repente. Las luces de las calles parpadearon, y una presencia imponente se sintió en el ambiente. Nagatchi, con la esfera que contenía el alma de Katsuro en su mano, levantó la vista y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Frente a él, emergiendo de las sombras, estaba Anubis, con su mirada severa y una energía divina que parecía presionar todo a su alrededor.
El dios egipcio, alto y majestuoso, con su cabeza de chacal y su aura oscura, caminó lentamente hacia Nagatchi. Sus ojos brillaban con un dorado intenso, y cada paso que daba parecía resonar en el suelo como un eco profundo. Anubis no necesitaba hablar para transmitir su enojo; su presencia lo decía todo. Sin embargo, cuando lo hizo, su voz fue profunda y autoritaria, como si proviniera de los mismos cimientos del mundo.
—Nagatchi, has cruzado un límite que no debías cruzar. —La voz de Anubis resonó, grave y cargada de juicio—. El Duat no era tuyo para tocar, y mucho menos para destruir. Has desafiado las leyes de la muerte y el equilibrio del universo.
Nagatchi apretó la esfera con fuerza, sin mostrar miedo pero sintiendo el peso de las palabras de Anubis. Su mirada desafiante se mantuvo fija en el dios, aunque su cuerpo estaba tenso, listo para cualquier reacción.
—No me importa el equilibrio, ni tus leyes, ni tu autoridad, —respondió Nagatchi con un tono frío y decidido—. Lo único que me importa es Katsuro, y no me detendré hasta traerlo de vuelta, sin importar lo que tenga que hacer.
Anubis entrecerró los ojos, su mirada penetrante atravesando a Nagatchi como si pudiera ver cada rincón de su alma. El dios levantó su mano, y el ambiente se tornó aún más denso, como si una fuerza invisible estuviera aplastando el espacio mismo.
—Eres valiente, pero también un insensato, —dijo Anubis, su voz ahora cargada de un tono peligroso—. El alma de tu amigo no es más importante que las incontables vidas y almas que has condenado al destruir el Duat. ¿Crees que puedes jugar con los poderes de los dioses y salir ileso?
Nagatchi dio un paso hacia adelante, su mirada llena de determinación.
—Hice lo que tú no quisiste hacer. Me negaste lo único que me importa, así que lo tomé por mi cuenta. No voy a disculparme por salvar a la única persona que siempre estuvo a mi lado.
Anubis inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluando a Nagatchi. Había un destello de interés en sus ojos, pero también una creciente furia. Extendió su mano hacia Nagatchi, y en un instante, una cadena negra surgió del aire, envolviendo a Nagatchi y deteniéndolo en su lugar. La esfera con el alma de Katsuro comenzó a brillar, como si respondiera al poder de Anubis.
—No entiendes lo que has desatado, mortal, —dijo Anubis, su voz más baja pero cargada de amenaza—. Has perturbado el equilibrio, y ahora el mundo entero sufrirá las consecuencias. Si no me detienes aquí, el caos que has liberado consumirá incluso a tu preciado amigo.
Nagatchi luchó contra las cadenas, su mirada ardiendo con desafío.
—Entonces tendré que detenerte a ti primero.
Con un grito de esfuerzo, Nagatchi liberó una explosión de energía que rompió las cadenas, haciendo retroceder a Anubis. El dios no se inmutó; su mirada severa se mantuvo firme mientras se preparaba para el enfrentamiento inevitable.
La batalla entre un hombre decidido a desafiar la muerte y un dios protector del equilibrio acababa de comenzar.
Anubis sonrió con una malicia que envió un escalofrío por el cuerpo de Nagatchi. La sala se llenó de una energía oscura y opresiva mientras el dios extendía su mano hacia el vacío. Con un movimiento lento y deliberado, creó un nuevo cuerpo para Katsuro, perfecto en su forma, pero impregnado de un aura pesada, como si estuviera condenado desde su origen.
Con un simple gesto, la esfera con el alma de Katsuro salió disparada de las manos de Nagatchi y viajó al cuerpo recién formado. En un destello de luz, Katsuro volvió a la vida, pero algo en él había cambiado. Su cuerpo y espíritu parecían incompletos, como si la maldición ya estuviera impregnada en su esencia. Anubis observó todo con satisfacción mientras lanzaba el cuerpo de Katsuro a un lado, como si fuera un objeto sin valor.
Nagatchi, furioso y desesperado, intentó avanzar hacia su amigo, pero Anubis alzó una mano para detenerlo. Su voz resonó, grave y poderosa, llenando cada rincón del lugar.
—Te maldigo, Nagatchi, por tu arrogancia y tu osadía al desafiarme. Desde este momento, no serás ni humano ni bestia; serás un híbrido, una criatura mitad humano, mitad gato, condenado a vagar entre mundos, sin un lugar al que llamar hogar. Tu forma será un reflejo de tu alma rota, incapaz de pertenecer a ningún lado.
Nagatchi sintió un dolor intenso recorrer su cuerpo mientras empezaba a transformarse. Sus uñas se alargaron como garras, su piel comenzó a cubrirse de un fino pelaje, y sus ojos brillaron con un resplandor felino. Gritó, pero su voz se transformó en un rugido mientras caía de rodillas, incapaz de detener el cambio.
Anubis no terminó ahí. Su mirada se dirigió hacia el cuerpo de Katsuro, ahora despierto pero confundido, mirando a Nagatchi con ojos llenos de miedo y desesperación.
—Y tú, Katsuro, no estarás exento. Por haber sido el motivo de esta rebelión, te maldigo a vivir como una mujer, como una sombra de lo que eras. Serás objeto de burlas y desprecio, reducido a una existencia frágil y humillada. Tu propia existencia será una burla del hombre que una vez fuiste.
Con un movimiento de su dedo, el cuerpo de Katsuro comenzó a cambiar. Su figura masculina se suavizó, transformándose en una mujer de apariencia delicada. Katsuro gritó de terror mientras su voz cambiaba, convirtiéndose en la de una mujer joven. La transformación fue rápida, pero el impacto emocional fue devastador.
Nagatchi, ahora en su forma híbrida, observó con horror lo que le había sucedido a su amigo. Se tambaleó hacia Katsuro, pero Anubis lo detuvo con una mirada severa.
—Esto es el precio de tu arrogancia, Nagatchi. Vagarás por la eternidad como una abominación, y tu preciado amigo vivirá una existencia de humillación y sufrimiento. Ahora, desaparece de mi vista.
Con un movimiento final, Anubis abrió un portal oscuro que absorbió a Nagatchi y Katsuro, arrojándolos a un destino incierto. La risa del dios resonó mientras el portal se cerraba, dejando un eco de desesperación en su estela.
Nagatchi cayó pesadamente al suelo en medio del enorme templo de Anubis, jadeando tras la intensa transformación que acababa de experimentar. Su cuerpo todavía temblaba, adaptándose a los cambios. Aunque su apariencia parecía mayormente humana, las evidencias de su maldición eran claras. Orejas puntiagudas de gato sobresalían de su cabello, su cola se movía inquieta detrás de él, y sus uñas, ahora afiladas como garras, arañaban el suelo de piedra al apoyarse. Pero lo que más le llamaba la atención eran sus ojos: brillaban con un intenso resplandor felino que le daba un aire salvaje y extraño.
Katsuro, por su parte, estaba a un lado, sentada contra una columna del templo. Su nuevo cuerpo femenino la hacía verse frágil y vulnerable, y su rostro reflejaba una mezcla de confusión, dolor y vergüenza. Miró a Nagatchi, pero las palabras no salían; simplemente apretó los puños, sintiendo que no podía reconocerse a sí misma ni a su mejor amigo.
—¡Maldito Anubis! —gritó Nagatchi, con una voz que resonaba con rabia y dolor. Se puso de pie lentamente, sintiendo el peso de su cola y los nuevos reflejos que su cuerpo maldito le ofrecía. Cada movimiento parecía extraño pero sorprendentemente natural, como si su cuerpo ya supiera adaptarse a esta nueva forma.
El templo de Anubis era inmenso, decorado con pilares tallados y estatuas doradas del dios con cabeza de chacal. Todo estaba impregnado de una energía opresiva que recordaba constantemente la presencia del dios que los había maldecido. En las paredes, jeroglíficos narraban historias de juicios y condenas, como si fueran un presagio de lo que les esperaba.
Nagatchi miró a su alrededor, furioso pero decidido. Había cometido un error al subestimar a Anubis, pero ahora estaba decidido a encontrar una manera de revertir esta maldición. Su mirada se posó en Katsuro, quien aún estaba paralizada por el impacto emocional de lo ocurrido.
—Katsuro... Prometo que voy a arreglar esto. No importa lo que me cueste. —dijo Nagatchi, acercándose a su amigo, quien levantó la vista con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo? —respondió Katsuro, con voz temblorosa, su tono ahora más suave y femenino. —¿Cómo vamos a revertir esto? Mira lo que somos ahora...
Nagatchi apretó los dientes y extendió una mano para ayudarla a levantarse.
—No lo sé todavía. Pero si Anubis cometió el error de enviarnos aquí, entonces este lugar debe tener algo que podamos usar. Tal vez no podamos revertir la maldición ahora, pero al menos podemos encontrar respuestas.
Katsuro asintió débilmente, tomando la mano de Nagatchi para ponerse de pie. Ambos miraron hacia el interior del templo, donde las sombras danzaban entre los pasillos oscuros. Había algo en ese lugar que les susurraba secretos y desafíos, y Nagatchi sabía que sería peligroso.
—Vamos. Si este es el templo de Anubis, debe haber algo aquí que podamos usar. Si sobrevivimos a esto, encontraremos la forma de librarnos de esta maldición. —dijo Nagatchi con determinación.
Ambos comenzaron a caminar hacia lo desconocido, enfrentándose no solo al peligro del templo, sino también al desafío de aceptar lo que se habían convertido, mientras buscaban un rayo de esperanza en medio de su desesperación.
Anubis entró al templo con una presencia imponente, su figura alta y majestuosa proyectaba una sombra que llenaba toda la sala. Sus ojos brillaban con una ira contenida, mientras su voz resonaba como un trueno en las paredes del templo.
—Nagatchi, osaste desafiarme una vez, y ahora te atreves a invadir mi santuario. Has demostrado ser un error que necesita ser corregido.
Anubis levantó una mano, invocando una esfera de energía oscura que crepitaba con el poder de las almas condenadas. Sin vacilar, la lanzó con toda su fuerza directamente hacia Nagatchi y Katsuro. La energía retumbó en el aire como un rugido, pero cuando estuvo a punto de impactar, Nagatchi alzó un solo dedo, deteniendo el ataque en seco.
La energía se disolvió instantáneamente en una explosión de partículas negras, dejando a Anubis boquiabierto. Nagatchi bajó el dedo lentamente y esbozó una sonrisa burlona mientras inclinaba ligeramente la cabeza.
—¿Eso es todo, oh gran dios de la muerte? ¿Es esto lo mejor que puedes hacer? Pensé que estabas en otro nivel.
Katsuro, a un lado, observaba la escena con sorpresa. Aunque todavía estaba lidiando con su propia transformación, no podía evitar sentirse impresionada por la nueva fuerza de Nagatchi. Era evidente que algo dentro de él había cambiado desde que Anubis lo maldijo.
—Tu insolencia será tu perdición, criatura insolente, —gruñó Anubis, avanzando hacia ellos con furia. Cada paso que daba hacía temblar el suelo. —Tu maldición debería haber sido suficiente para enseñarte tu lugar. Ahora, pagarás por tu atrevimiento.
Nagatchi se adelantó, caminando con calma hacia el dios. Sus ojos felinos brillaban con confianza mientras extendía sus garras, que parecían relucir con un filo sobrenatural.
—Te diré algo, Anubis. He aceptado tu maldición. Pero lo que no entendiste es que me diste más poder del que jamás imaginaste. Si antes era un simple mortal, ahora soy algo que ni siquiera tú puedes controlar.
Anubis rugió con furia y se lanzó hacia Nagatchi, desatando una ráfaga de ataques. Sin embargo, Nagatchi esquivaba cada uno con movimientos rápidos y fluidos, como si el peso de la maldición le hubiera otorgado una agilidad y fuerza sobrehumanas. En un momento crítico, atrapó el brazo de Anubis con una sola mano, deteniendo su avance por completo.
—Déjame enseñarte lo que significa el verdadero poder, —dijo Nagatchi mientras apretaba el brazo del dios con una fuerza que hizo que incluso Anubis gruñera de dolor.
Con un movimiento rápido, Nagatchi arrojó a Anubis contra una de las enormes columnas del templo, rompiéndola en pedazos. El dios se levantó lentamente, sorprendido por la fuerza de quien, hasta hace poco, consideraba un simple mortal.
—Esto no ha terminado, Nagatchi, —gruñó Anubis, con su voz temblorosa por la mezcla de ira y humillación. —Te haré pagar por esta insolencia, aunque tenga que destruir todo lo que amas.
Nagatchi se cruzó de brazos, su cola moviéndose de un lado a otro con confianza mientras observaba al dios tambalearse.
—Adelante, inténtalo. Pero te advierto, este juego acaba de comenzar, y no estás preparado para lo que viene.
La tensión en el templo era palpable. Ambos, dios y maldito, sabían que el próximo enfrentamiento decidiría quién tenía el verdadero control en este nuevo escenario.
Nagatchi se movió con una rapidez sobrenatural, apareciendo frente a Anubis antes de que este pudiera reaccionar. Con un golpe contundente, impactó directamente en el pecho del dios, el sonido del impacto resonando como un trueno por todo el templo. Anubis, sorprendido y debilitado, retrocedió tambaleándose, intentando recuperar el control, pero Nagatchi no le dio oportunidad.
Con precisión quirúrgica, Nagatchi extendió su mano y perforó ligeramente el pecho de Anubis, atravesando su armadura divina como si fuera de papel. El dios de la muerte soltó un gruñido de dolor mientras la energía oscura que emanaba de Nagatchi comenzaba a envolverlo.
—¿Qué haces, mortal maldito? —gruñó Anubis, intentando apartarse. Pero la fuerza de Nagatchi lo mantenía inmóvil.
Nagatchi, con una mirada fría y determinante, levantó su otra mano. En su palma comenzó a formarse una esfera oscura, pulsante, que parecía consumir la luz misma a su alrededor. La energía dentro de la esfera crepitaba como un vacío insaciable, un poder diseñado para absorberlo todo.
—Este es tu fin, Anubis. Tú me maldijiste, me quitaste todo, y ahora pagarás por tus actos.
La esfera oscura creció en tamaño y densidad, su gravedad atrayendo incluso los fragmentos de las columnas destruidas alrededor. La energía era tan intensa que el suelo del templo comenzó a fracturarse. Anubis intentó resistirse, invocando su poder para detener lo inevitable, pero Nagatchi no dejó de aumentar la presión.
—¡Maldito seas! ¡No puedes destruir a un dios! —gritó Anubis, pero su voz comenzaba a sonar débil mientras sentía cómo su propia esencia era arrastrada hacia la esfera.
Nagatchi, implacable, empujó la esfera oscura contra el pecho del dios. La energía comenzó a absorber no solo el poder de Anubis, sino también su propia alma inmortal. El dios intentó liberarse, luchando con todo lo que le quedaba, pero era inútil. Poco a poco, su cuerpo empezó a desmoronarse en partículas de luz negra, mientras su esencia se desvanecía en la esfera.
—Esto no es solo por mí, sino por todos los que sufrimos por tu arrogancia, —dijo Nagatchi mientras apretaba más la esfera contra Anubis.
Con un último rugido de desesperación, Anubis desapareció por completo, absorbido por la esfera oscura. El templo quedó en un silencio absoluto, roto solo por el sonido de los fragmentos de piedra cayendo al suelo. Nagatchi permaneció inmóvil, respirando profundamente mientras sostenía la esfera que ahora contenía el alma y el poder del dios caído.
Nagatchi sostuvo la esfera en su mano, observándola con una expresión de satisfacción oscura. La energía contenida en esa esfera era la esencia misma de Anubis: su alma, su poder, su inmortalidad. La esfera latía como si tuviera vida propia, y su energía irradiaba una fuerza tan inmensa que parecía alterar la realidad a su alrededor.
Con una sonrisa fría, Nagatchi la comprimió lentamente, reduciéndola a una pequeña y densa esfera del tamaño de una perla. Katsuro, aún observando desde un rincón del destruido templo, gritó:
—¡Nagatchi, no lo hagas! No sabes qué podría pasarte.
Nagatchi giró la cabeza hacia Katsuro, sus ojos felinos brillando con un destello de desafío.
—Esto es lo que tenía que hacer desde el principio, Katsuro. Si alguien puede soportarlo, soy yo.
Sin dudar, levantó la pequeña esfera y la tragó. En el instante en que lo hizo, su cuerpo se estremeció violentamente, una oleada de energía recorriendo cada fibra de su ser. El alma y el poder de Anubis comenzaron a fusionarse con él, desatando un torbellino de energía dentro del templo. Los escombros flotaban, y el aire se llenó de electricidad pura.
Nagatchi cayó de rodillas, jadeando mientras su cuerpo intentaba adaptarse al inmenso poder. Su cola de gato se movía frenéticamente, y sus uñas se alargaron como garras afiladas. Su piel comenzó a brillar con un tenue resplandor dorado antes de volverse negra como la obsidiana por un breve momento. Su aura se expandió, envolviendo el templo con una presión abrumadora que hizo que Katsuro retrocediera, aterrorizado.
Cuando finalmente la energía se estabilizó, Nagatchi se levantó lentamente. Sus ojos eran ahora de un dorado brillante, reflejando un poder divino, pero también una oscuridad profunda. Su cuerpo emanaba una presencia imponente, casi celestial, pero las marcas de su maldición permanecían: las orejas de gato, la cola, y los rasgos felinos que eran un recordatorio de su destino impuesto.
Nagatchi miró sus manos, sintiendo el poder de Anubis fluir a través de él. Podía sentir su alma fusionada con la suya, los recuerdos y emociones del dios ahora grabados en su mente. Pero cuando miró a Katsuro, quien estaba arrodillado, temblando, entendió la cruel verdad: nada de esto había revertido la maldición. Katsuro seguía con el cuerpo impuesto por Anubis, y Nagatchi aún cargaba con las marcas de su transformación.
—¿Así que esto es lo que soy ahora? —murmuró Nagatchi, su voz resonando con un tono más profundo y poderoso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Katsuro, su voz llena de desesperación.
Nagatchi cerró los ojos por un momento, respirando profundamente. Luego, mirando a Katsuro, respondió con determinación:
—Ahora no somos ni humanos, ni dioses. Somos algo más. Y si el destino nos maldijo, entonces tomaremos este poder y lo usaremos para reescribir nuestro destino.
Nagatchi extendió una mano hacia Katsuro, ayudándolo a levantarse. A pesar de su nueva fuerza y poder, el vacío de la maldición seguía pesando sobre ambos, un recordatorio de que el poder no siempre trae libertad. Sin embargo, en el rostro de Nagatchi había algo más que resignación: había una chispa de desafío, una promesa de que no se detendría hasta encontrar una manera de romper las cadenas que los ataban al destino que Anubis les había impuesto.
Nagatchi extendió una mano hacia el pueblo que se encontraba a lo lejos, sus ojos felinos brillaban con un fulgor frío e inquietante bajo la luz de la luna. El viento soplaba, arrastrando consigo el olor a miedo, odio y fuego, ese fuego que solo las mentes llenas de superstición podían encender contra los inocentes.
—Ese lugar... —dijo con un tono bajo pero cargado de intención—. Dos niñas, pequeñas e indefensas, llevan el peso de algo que no entienden, algo que no eligieron. Todo porque esta gente las considera malditas. Me pregunto quién es más maldito ahora, si ellas o este miserable pueblo.
Katsuro, ahora atrapado en un cuerpo que no reconocía como propio, dio un paso atrás, incapaz de procesar las emociones y los recuerdos que lo asediaban.
—Nagatchi... ¿Qué vas a hacer?
Nagatchi lo miró de reojo, su cola de gato moviéndose lentamente detrás de él. Una mueca que parecía una sonrisa torcida se formó en su rostro.
—Voy a corregir un error. Si nadie las quiere salvar, yo lo haré... a mi manera.
De un movimiento rápido, abrió un portal frente a ellos, las sombras se alzaron como serpientes alrededor del borde del portal, destilando una energía oscura que pulsaba como un latido.
—Katsuro, si prefieres quedarte atrás, hazlo. Pero esta vez no permitiré que las injusticias pasen frente a mí sin que algo cambie. A partir de ahora, el mundo sabrá lo que significa ser un verdadero maldito.
Katsuro apretó los puños y avanzó lentamente hasta ponerse al lado de Nagatchi. Su voz era tenue, pero firme.
—No te dejaré hacerlo solo. Si esto va a ser nuestro infierno, al menos lo enfrentaremos juntos.
Nagatchi asintió con un leve movimiento de cabeza, y ambos cruzaron el portal.
Cuando llegaron al pueblo, la escena era tan grotesca como Nagatchi había imaginado. En el centro de la plaza, las dos niñas estaban amarradas a un poste, rodeadas por una multitud que gritaba maldiciones y prendía antorchas. Las lágrimas surcaban los rostros de las niñas mientras el fuego comenzaba a lamer la madera que las rodeaba.
Nagatchi no dudó. Caminó directamente hacia la multitud, su figura destacándose bajo la luz de las llamas. Los habitantes comenzaron a retroceder cuando sintieron el aura sofocante que emanaba de él, una presión que parecía robarles el aliento.
—¿Quién se atreve a llamar malditas a estas niñas? —dijo con una voz profunda que resonó como un trueno en la noche—. Si alguien aquí conoce lo que significa ser maldito, ese soy yo. Y les aseguro que sus pecados pesan más que los de ellas.
La multitud comenzó a murmurar, algunos retrocediendo aún más mientras otros levantaban sus antorchas con manos temblorosas.
Katsuro, parado detrás de Nagatchi, observaba en silencio, sintiendo cómo la furia contenida de su amigo se convertía en un torrente incontrolable.
Nagatchi alzó una mano, y las llamas alrededor de las niñas se apagaron instantáneamente, como si el mismo aire hubiera sido arrancado del lugar.
—Ahora, ustedes elegirán. O dejan este lugar y comienzan a vivir con la poca dignidad que les queda, o... —hizo una pausa, dejando que su cola de gato ondeara tras él mientras sus ojos brillaban intensamente—. Haré de este pueblo un recuerdo.
La multitud, aterrorizada, dejó caer sus antorchas y comenzó a dispersarse, murmurando oraciones y maldiciones mientras huían hacia la oscuridad de la noche.
Nagatchi se acercó al poste y con un movimiento de su mano, liberó a las niñas. Ambas cayeron al suelo, sollozando de alivio.
—Están a salvo ahora, —les dijo con una suavidad que contrastaba con la oscuridad de su presencia—. Nadie volverá a hacerles daño.
Katsuro, viendo todo esto, entendió que aunque Nagatchi había cambiado, aún quedaba en él algo del chico que una vez fue luego con rápidez con su mano empujó a las niñas y a katsuro a la ciudad.
Nagatchi observó cómo Katsuro y las niñas desaparecían en el portal, quedando completamente solo en el lugar que acababa de salvar... o quizás condenar. Su rostro, endurecido por el dolor y la furia, se iluminó bajo el reflejo de las llamas que aún bailaban en los restos del pueblo.
—No quiero verlos, Katsuro, ni a ellos ni a nadie, —murmuró para sí mismo, con la mirada clavada en el vacío donde antes estaba el portal—. Este mundo necesita entender lo que significa cruzarse con alguien que no tiene nada que perder.
Apretó los puños, y la energía oscura comenzó a brotar de su cuerpo como un torrente imparable. Su cola de gato se movía como un látigo, y sus ojos brillaban con una intensidad que helaba el aire a su alrededor.
—Malditos hipócritas... Se atreven a juzgar a dos niñas inocentes mientras sus propias almas están podridas. Si el mundo quiere condenar lo que no entiende, entonces yo seré su peor condena.
Nagatchi extendió ambos brazos hacia los lados, concentrando toda la energía de oscuridad y vacío que había acumulado desde su maldición. La técnica que estaba a punto de desatar no era solo un ataque; era una manifestación de su dolor, su rabia, y su decisión de abrazar la oscuridad que Anubis había puesto en él.
—¡Curso Oscuro!
Con un rugido que resonó como un eco infinito, lanzó su técnica. Una gigantesca red de energía oscura y blanca se expandió en todas las direcciones, atravesando el suelo, los árboles y las montañas cercanas. El pueblo, ya vacío de esperanza, se desmoronó bajo el impacto, convirtiéndose en una nube de escombros y polvo.
Los habitantes que habían intentado escapar por el bosque se detuvieron al escuchar el estruendo, mirando hacia atrás con terror. Pero no hubo tiempo para huir. La red alcanzó cada rincón, cortando todo a su paso. Los árboles fueron partidos en dos, las rocas se desintegraron, y los cuerpos de los habitantes quedaron reducidos a fragmentos que desaparecieron en el viento. Los gritos resonaron brevemente, apagados rápidamente por el poder implacable de la técnica.
Cuando todo terminó, solo quedó un enorme cráter donde alguna vez estuvo el pueblo. Las llamas habían sido devoradas por la energía, dejando un vacío frío y silencioso. Nagatchi se quedó en el centro de la destrucción, su pecho subiendo y bajando con fuerza mientras recuperaba el aliento.
—Esto es lo que pasa cuando juegan a ser dioses, —murmuró, dejando caer sus brazos. Su mirada se volvió hacia el horizonte, donde el portal de Katsuro había desaparecido hacía unos momentos—. Ya no hay lugar para redenciones. Solo destrucción.
Con un último vistazo al lugar, Nagatchi dio la espalda al cráter y comenzó a caminar hacia la distancia. Su figura se desdibujaba en la oscuridad de la noche, acompañado solo por el sonido de sus pasos y el eco de su técnica que aún parecía resonar en el aire. El mundo había cambiado, y él también. No había marcha atrás.
Nerumi estaba sentado en un banco de madera dentro de un cuartel improvisado, observando un mapa desgastado mientras escuchaba las órdenes de su superior. Había algo en el aire, un mal presentimiento que no podía sacudirse desde que había llegado a ese lugar. Su superior, un hombre de rostro severo y voz profunda, se le acercó con un expediente en la mano.
—Nerumi, necesito que veas esto, —dijo, dejando caer el archivo sobre la mesa frente a él.
El joven lo tomó con curiosidad, pero al abrirlo, su rostro cambió al instante. Fotografías de un pueblo completamente destruido llenaban las primeras páginas. No quedaba nada en pie: solo un cráter gigantesco y restos esparcidos, como si un cataclismo hubiera arrasado con todo.
—¿Qué... qué pasó aquí? —preguntó Nerumi con la voz cargada de incredulidad.
—Hace dos días recibimos informes de una explosión masiva en este pueblo. Enviamos un equipo para investigar y esto fue lo que encontraron. No hay sobrevivientes. Todo indica que fue causado por una técnica de energía inmensa... y muy peligrosa.
Nerumi apartó la vista de las fotos, su mente comenzando a trabajar frenéticamente. Algo en esas imágenes le resultaba familiar, pero no quería aceptarlo.
—¿Y qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó con cierta cautela.
Su superior suspiró, como si estuviera a punto de dar una noticia que preferiría no decir. Abrió otra carpeta y sacó una pequeña bolsa sellada, dentro de la cual había un mechón de cabello oscuro.
—Esto fue encontrado en el epicentro de la explosión, —dijo, empujando la bolsa hacia Nerumi—. Lo analizamos y encontramos coincidencias con alguien que tú conoces.
Nerumi tomó la bolsa con manos temblorosas. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando reconoció el cabello. Lo había visto cientos de veces antes, en un rostro que jamás había pensado que volvería a ver.
—No puede ser... —susurró, sus ojos clavados en el mechón—. ¿Nagatchi?
—Todo apunta a que estuvo allí, —confirmó el superior, observándolo con gravedad—. Sabemos que era tu mejor amigo, pero esto no puede ser una coincidencia. ¿Sabes algo que pueda ayudarnos?
Nerumi apretó la bolsa en su mano, su mente retrocediendo a los días en los que él y Nagatchi peleaban codo a codo, luchando por proteger lo que amaban. Pero el Nagatchi que recordaba no era alguien que destruiría un pueblo entero. Algo terrible debía haberle sucedido para que llegara a ese punto.
—No... no lo sé, —respondió finalmente, tratando de controlar la mezcla de emociones que lo abrumaban—. Pero si es Nagatchi, entonces yo mismo iré a buscarlo.
El superior asintió lentamente.
—Tienes permiso. Pero ten cuidado, Nerumi. Si realmente fue él quien hizo esto, no sabemos en qué se ha convertido.
Nerumi se levantó de golpe, agarrando su arma y su equipo.
—Lo descubriré, —dijo con determinación, su voz cargada de dolor y resolución—. Y si es Nagatchi... no importa lo que haya pasado, no dejaré que siga destruyendo.
Con esas palabras, salió del cuartel, dejando atrás a su superior y sus dudas. El recuerdo de su amigo lo guiaba, pero también lo atormentaba. ¿Qué había sucedido con Nagatchi para que el mundo ahora lo temiera? Nerumi sabía que debía encontrarlo, pero también temía la respuesta que lo esperaba al final de su búsqueda.
En una tarde tranquila, Sanbs, Misa e Iván disfrutaban de una comida deliciosa en un pequeño restaurante, alejados de los combates que solían definir sus vidas. La risa fluía fácilmente entre ellos mientras se relajaban, cada uno disfrutando del raro momento de paz. Fue entonces cuando Nerumi entró al lugar, con un rostro más serio de lo habitual.
—¿Nerumi? —preguntó Misa, dejando a un lado su bebida—. ¿Qué sucede?
—Necesito que vengan conmigo, —respondió Nerumi, cruzando los brazos mientras los miraba—. Vamos al centro comercial. Hay algo importante de lo que quiero hablarles.
Aunque intrigados, el grupo aceptó sin hacer demasiadas preguntas. En el camino, mientras paseaban por las calles, Nerumi comenzó a relatar lo que había sucedido con Nagatchi.
—¿Nagatchi destruyó un pueblo entero? —preguntó Sanbs, incrédulo, deteniéndose por un momento.
—No sé en qué se ha convertido, —admitió Nerumi, su voz teñida de una mezcla de dolor y enojo—. Pero todo apunta a que fue él. Y si es cierto... tengo que enfrentarlo.
El silencio cayó sobre el grupo mientras procesaban la información. Nagatchi era alguien que todos recordaban con respeto y afecto, pero ahora parecía ser una sombra de lo que una vez fue.
Finalmente, llegaron al centro comercial, el bullicio y las luces brillantes contrastando con el peso que llevaban en sus corazones. Mientras caminaban entre las tiendas y los pasillos llenos de gente, Nerumi de repente se detuvo en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó Iván, notando el cambio en su amigo.
Nerumi frunció el ceño y miró a su alrededor. Había algo en el aire, un olor familiar que le hacía hervir la sangre y estremecer el alma al mismo tiempo.
—Es él, —susurró Nerumi, sus ojos recorriendo frenéticamente el lugar—. Puedo sentirlo... está aquí.
Sanbs, Misa e Iván lo miraron con preocupación, tratando de seguir su mirada, pero no vieron a nadie. Nagatchi, mientras tanto, estaba allí, oculto entre las sombras de un rincón apartado. Había ido al centro comercial con la intención de abastecerse de algunas cosas, pero nunca esperó encontrarse con Nerumi y sus amigos.
Desde su escondite, observó a Nerumi buscarlo desesperadamente, sus manos apretadas en puños. Nagatchi no estaba listo para enfrentarlo todavía, no después de lo que había hecho, no mientras aún cargaba con el peso de sus propias decisiones.
"Lo siento, Nerumi", pensó Nagatchi para sí mismo, retrocediendo lentamente hacia una salida trasera. "No estoy listo para verte... aún."
Nerumi, sin embargo, no dejó de buscar. Su instinto le decía que Nagatchi estaba cerca, pero el rastro desapareció tan rápido como había aparecido.
—¿Todo bien? —preguntó Misa, colocando una mano en su hombro.
—Sí... creo que me equivoqué, —respondió Nerumi, aunque en su corazón sabía que no era así.
Mientras seguían caminando, Nagatchi se desvaneció entre la multitud, un remolino de emociones en su interior. Este encuentro inesperado era solo el comienzo de algo inevitable, una confrontación que ambos sabían que tarde o temprano tendría lugar.
El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. Nerumi caminaba por las calles casi vacías, con la mente aún cargada por los recuerdos y preguntas sin respuestas. No esperaba encontrarse con él, pero allí estaba: Nagatchi, de pie junto a un restaurante, con una expresión impenetrable en su rostro.
—Nagatchi... —murmuró Nerumi, sorprendido y tenso.
Nagatchi lo miró, su postura relajada pero sus ojos cargados de intensidad. Dio un paso hacia él, como si este encuentro fuera inevitable.
—¿Así que eres tú? —preguntó Nerumi, intentando mantener la compostura—. ¿Fuiste tú quien destruyó ese pueblo?
Nagatchi no titubeó. —Sí, fui yo. Pero lo hice para salvar a unas niñas. Ese lugar no merecía existir, Nerumi. Y no solo eso... salvé a Katsuro también, pero ahora ambos estamos malditos por mi culpa.
Nerumi lo miró fijamente, buscando algo en su rostro que le diera claridad, pero lo único que encontró fue un abismo de emociones contradictorias.
—¿Qué estás intentando decir, Nagatchi? —preguntó finalmente, su voz baja pero cargada de tensión.
Nagatchi respiró hondo y cruzó los brazos. —Somos amigos, Nerumi. Siempre lo fuimos. Pero dime, ¿alguna vez nuestras diferencias nos unieron para superarnos? ¿O simplemente nos convirtieron en dos personas que jamás podrían entenderse del todo?
Nerumi frunció el ceño, su mente procesando esas palabras. —¿A dónde quieres llegar con esto?
Nagatchi dejó escapar una risa seca, amargada. —Ya no importa. Lo único que sé es que tengo que cumplir con lo que creo. Esas personas sin poderes son un cáncer para este mundo. Cometen errores, destruyen todo lo que tocan, y yo... yo soy la cura. Ya no te necesito, Nerumi.
—No puedes decidir quién merece vivir o morir, —respondió Nerumi con firmeza, su mirada intensa—. ¡Eso no es justicia, Nagatchi!
Nagatchi lo miró con desdén. —Me da igual, Nerumi. Me da igual lo que pienses.
Sin decir más, Nagatchi dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el otro lado de la calle, perdiéndose entre la multitud que comenzaba a llenarse de luces artificiales. Pero antes de desaparecer por completo, se detuvo y giró ligeramente la cabeza.
—Igual no somos especiales, Nerumi. Solo somos otro par de almas atrapadas en este desastre.
Y con eso, se desvaneció entre la gente. Nerumi, inmóvil, levantó su mano lentamente, como si estuviera decidiendo si detenerlo o incluso matarlo. Pero su brazo comenzó a temblar, y finalmente lo bajó, incapaz de actuar.
Con nervios y miedo invadiendo su cuerpo, dio la vuelta y se alejó. Sus pasos eran pesados, cada uno cargado de una mezcla de dolor y confusión. Cuando llegó a la base, se dejó caer en una silla, apoyando los codos en sus rodillas y la cabeza entre sus manos.
No sabía qué pensar. No sabía qué sentir. El peso de lo que Nagatchi había dicho y hecho lo abrumaba. Y ahora, por primera vez en mucho tiempo, Nerumi se sintió completamente perdido.
Continuará...