Jahi y yo estábamos frente a una pintoresca casita, enclavada en el granito negro y gris del volcán más grande del Imperio de Ceniza: Sanctus Ignacia.
—Ah... Señorita, por favor, entre y espere; tengo un... regalo para usted... —Me estremecí cuando ella dirigió hacia mí sus ojos amatista, entrecerrándolos mientras avanzaba hacia mí, gruñendo— ¿Me estás... ordenando?
Observando alrededor, sonrió cuando vio que estábamos solas, y que nadie podía vernos. Su mano cayó fuerte sobre mi trasero, haciendo que saltara mientras el dolor recorría mi sistema, haciéndome dar un grito ahogado. Agitada, negué con la cabeza, diciendo— No, claro que no... ¡No me atrevería! Solo... quería demostrar mi devoción a mi Señorita...