—Sí, al que realmente perteneces —César mantuvo una sonrisa segura, sus dedos recorriendo arriba y abajo por la línea de su espalda.
—Tendrás que elegirme. No hay otra opción, muñeca. Tú y yo... —Sus ojos subieron para encontrarse con los de ella y llevó el dorso de la mano de ella a sus labios, entregando un beso suave y duradero.
—Dimitri, o yo, ¿quién es mejor? —Una vez más, repitió su pregunta.
Hubo un momento de silencio, antes de que Adeline sonriera.
—Él es atractivo, pero tú eres más seductor. Tú eres... mejor —Ella dejó caer su cabeza contra su hombro, quejándose en voz baja—. Debes tener muchas mujeres lanzándose sobre ti, ¿verdad? —Era obvio.
—De hecho, así es —asintió César, admitiéndolo sinceramente—. Pero a veces es lamentable. He tenido que recurrir a medidas extremas para hacer que algunas de ellas me dejen en paz. Nunca quieren irse después de-