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Mientras los dos tortolitos estaban sumergidos en el calor del otro bajo la cubierta de la manta, en otra ciudad, en el último piso de uno de los hospitales más grandes, otra persona se despertaba sobresaltada de una pesadilla.
Cedric miraba fijamente al techo, los restos de un sollozo escapando de sus labios temblorosos. Las lágrimas corrían por la esquina de sus ojos antes de desaparecer en su cabello y humedecer la funda de la almohada. Sostenía la manta tan fuerte que sus nudillos se habían vuelto blancos, temblorosos. —¡Corre, corre, corre! —Su mente le gritaba, haciendo que su cuerpo paralizado diera espasmos de vez en cuando.