Ante el incansable regaño de Heimo, Lu Yizhou se obligó a sentarse y la manta se deslizó por su espalda, revelando sus tonificados músculos abdominales y los pantalones que colgaban bajos en sus caderas. La airada protesta de Heimo murió en su garganta ante la provocativa vista. Incluso cuando el rostro del hombre lucía demacrado, su cabello desordenado por el sueño y el torso envuelto en un grueso y feo vendaje, aún era el hombre más hermoso que Heimo había visto jamás.
Empeorado por la vela parpadeante, su resplandor naranja acariciaba su piel que estaba ligeramente cubierta por una capa de sudor y cada uno de sus movimientos hacía que sus músculos se ondularan deliciosamente. Heimo había tratado de no pensar en ello desde que —inocentemente— desvistió a Lu Yizhou para atender sus heridas y de alguna manera lo consiguió, porque estaba demasiado angustiado por el agujero en su espalda.