La boda se celebró en una catedral impresionante que fue construida con un techo de vidrio, encerrando la exhibición de las brillantes estrellas de la noche. Los invitados comenzaron a llegar al caer la tarde y fueron guiados a sus respectivos asientos. Una música suave sonaba en segundo plano y pétalos de rosas —como solicitó Oliver— caían flotando como una leve lluvia. La seda roja colgaba del techo y la lámpara de araña brillaba con un resplandor ámbar, sumando al exquisito y onírico ambiente. Se podían escuchar charlas intermitentemente, emocionadas, cortesía de los compañeros de clase que tuvieron la suerte de ser invitados como testigos de la boda real en persona e inquisitivas, susurros de aquellos que venían de reinos lejanos. Los Guardias de Élite estaban apostados en cada esquina y más se ocultaban en la oscuridad, invisibles a menos que la situación lo requiriera.