Ha pasado un día desde la aparición del castillo maldito y los espíritus. La ciudad de Eldaria se encontraba en los límites de la nación de Caldris, a una distancia considerable de Velkarn. A diferencia de la devastación que había consumido la capital, Eldaria prosperaba en su tranquilidad. Sus amplias áreas verdes y frondosos bosques se extendían como un manto de vida que abrazaba sus fronteras, protegiéndola de los horrores que asolaban el corazón de la nación.
En este lugar, donde la naturaleza florecía sin restricciones, existía un pueblo llamado Theris. Este paraje, a las afueras de la ciudad, era un refugio de paz, donde el aire era puro y el sonido de las hojas al moverse con el viento era lo único que se escuchaba.
Theris era un lugar bendecido por la serenidad, un refugio donde las preocupaciones de la vida cotidiana en la ciudad parecían lejanas. Sin embargo, tras la aparición del castillo maldito y la tragedia que le siguió, la calma del lugar se vio protegida por la presencia de soldados y guardias que patrullaban constantemente, asegurando la seguridad del área.
En medio de esta vigilancia, se erigía un gran orfanato. Cientos de niños que habían quedado huérfanos, víctimas del caos desatado en Velkarn, encontraron aquí un nuevo hogar. Bajo la protección de los soldados, los niños intentaban reconstruir sus vidas en un rincón de paz, rodeados de naturaleza y el susurro de las hojas, tratando de sobreponerse a las pérdidas que habían sufrido. La mañana llegaba con el canto de las aves, y las trabajadoras del lugar, lideradas por María, se dedicaban a cuidar y consolar a los pequeños. María, junto a otras cuidadoras, era una figura maternal para los niños que, habiendo perdido tanto, necesitaban más que nunca un sentido de pertenencia.
Entre las niñas que vivían en el orfanato estaba Lily. De cabello rubio rizado y ojos azules como el cielo despejado, se destacaba por su madurez y bondad, a pesar de su corta edad. Desde su llegada el día anterior, había decidido ayudar a María en todo lo que pudiera, tratando de hacer sentir cómodos a los recién llegados, que muchas veces llegaban llorando o en estado de shock. Lily creía que si lograban formar algún tipo de familia nueva entre ellos, podrían superar la pérdida de sus familias anteriores.
Aquella mañana, un nuevo grupo de niños llegó al orfanato. María y las demás trabajadoras se apresuraron a darles la bienvenida, y Lily se unió a ellas con entusiasmo, intentando animar a los recién llegados. Mientras observaba al grupo, sus ojos se detuvieron en una niña en particular, que parecía más distante que las demás. Su cabello era negro, oscuro como la noche, y sus ojos morados brillaban con una intensidad casi sobrenatural, pero había algo en su mirada: un vacío, una tristeza profunda.
La niña se había separado del grupo y, mientras los otros niños exploraban y jugaban bajo la supervisión de las trabajadoras, ella se dirigió al jardín. El sol comenzaba a ocultarse, y las sombras de los árboles se alargaban, proyectándose como figuras fantasmales sobre el césped. Lily aprovechó la oportunidad para acercarse, cuidando de no asustarla.
—Hola —dijo Lily suavemente mientras se sentaba a su lado, mirando al cielo que ya comenzaba a teñirse de colores anaranjados y rosados—. Hoy el cielo está hermoso, ¿no crees?
La niña de cabello negro no desvió la vista del horizonte. Se limitó a suspirar.
—Sí.
Lily, sin desanimarse por la respuesta corta, se quedó en silencio a su lado. Tras unos momentos, agregó:
—Me recuerda a cuando solía verlo con mis padres. Solíamos sentarnos en el patio de nuestra casa y quedarnos mirando las estrellas. Era... especial.
Por primera vez, la niña de cabello negro giró ligeramente la cabeza hacia Lily, aunque su expresión seguía siendo melancólica.
—¿Y... dónde están ahora? —preguntó, su voz apenas un murmullo.
Lily apretó los labios, pero una sonrisa triste se dibujó en su rostro.
—Murieron en la guerra contra los espíritus. Eran militares, como muchas de las personas que ves aquí. —Hizo una pausa, tomando aire con fuerza, pero con una pequeña sonrisa en los labios—. Sé que dieron su vida haciendo lo que mejor sabían hacer: proteger a los demás. Fue duro, los extraño mucho. Pero siempre me reconforta pensar que su sacrificio salvó a muchas personas, y eso me da fuerzas para seguir adelante.
La niña de cabello negro la miró con una leve tristeza, pero también con admiración en sus ojos violetas, absorbiendo cada palabra que Lily decía.
—Tus padres hicieron algo muy noble... —susurró, con una dulzura inesperada—. Dar su vida para proteger a otros... eso es algo que muy pocos pueden hacer.
Lily asintió, mirando al cielo por un momento, como si sus padres estuvieran allí, escuchándola.
—Sí, y por eso los admiro tanto. Quiero ser como ellos, ayudar a los demás y proteger a los que me rodean. —Su voz se llenó de esperanza mientras volvía la mirada a la niña—. Y aunque ya no están aquí, sé que, de alguna forma, siguen conmigo. Me inspiran a ser mejor y a no rendirme.
Lily se quedó callada, esperando alguna reacción. La niña miró hacia el cielo de nuevo, sus ojos reflejando las primeras estrellas que asomaban.
—Yo... no recuerdo nada de mis padres —confesó la niña, con una voz cargada de tristeza—. Ni de cómo llegué aquí. Es como si todo lo que había antes de este lugar se hubiera borrado. A veces miro el cielo, esperando que me ayude a recordar algo, cualquier cosa. Pero... todo sigue vacío.
Lily la miró con empatía, comprendiendo el dolor de aquella niña que parecía perdida en su propio mundo.
—Debe ser difícil... —murmuró Lily—. Pero no estás sola, ¿sabes? Aquí todos hemos perdido algo, pero juntos podemos empezar de nuevo. Quizás no podamos recuperar el pasado, pero... podemos construir algo nuevo.
La niña le regaló una pequeña sonrisa, frágil pero sincera.
—Gracias.
Justo en ese momento, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. El cielo, que antes había sido un lienzo de colores cálidos, ahora se cubría de nubes grises. Lily miró hacia arriba y luego sonrió.
—Será mejor que entremos antes de que nos empapemos. Ven.
La niña asintió, pero antes de levantarse, miró las gotas que caían sobre sus manos.
—La lluvia... —dijo, pensativa—. A veces me recuerda al llanto de alguien, pero no sé quién es.
Lily la miró con preocupación, pero antes de poder decir algo más, la tomó de la mano y la guió de regreso al orfanato. María las recibió en la puerta, asegurándose de que todos los niños entraran antes de que la tormenta se intensificara.
Lily tomó un abrigo de lana suave y se acercó a la niña de cabello negro, ofreciéndoselo con una sonrisa cálida.
—Mira, este abrigo es muy calentito —dijo mientras se lo colocaba sobre los hombros—. Así no tendrás frío esta noche.
La niña acarició la tela con sus dedos, algo tímida. Lily, notando su silencio, se agachó para quedar a su altura y le habló con suavidad.
—Si quieres, también puedes dormir conmigo esta noche. Mi cama es bastante cómoda. Ya le pedí permiso a María —añadió, buscando que la niña se sintiera a gusto.
Los ojos de la pequeña se iluminaron con un atisbo de sorpresa, y aunque no dijo nada, asintió con una leve sonrisa de agradecimiento.
Lily le extendió la mano, invitándola a subir las escaleras juntas.
—Vamos, te mostraré mi lugar favorito en la habitación. Está junto a la ventana, así podemos ver las estrellas si el cielo se despeja.
La niña tomó su mano con suavidad, y juntas caminaron hacia la habitación. Al llegar, Lily la ayudó a meterse en la cama y la arropó con cuidado.
—¿Estás cómoda? —preguntó, sentándose a su lado.
La niña, envuelta en el abrigo y la manta, asintió, acurrucándose aún más.
—Si necesitas algo, solo despiértame, ¿está bien? —dijo Lily, acariciando suavemente su cabello—. No tienes que sentirte sola.
La niña cerró los ojos lentamente, sintiendo una paz nostálgica. Lily se quedó observándola por un momento, pensando en lo mucho que tal vez habría sufrido.
—Te prometo que no estarás sola —susurró, antes de acomodarse junto a ella y cerrar los ojos, decidida a protegerla, como una amiga y hermana.
La serenidad de la noche envolvía el orfanato, mientras la tormenta seguía rugiendo afuera, susurrando como un eco lejano de las penas y recuerdos que ambas niñas compartían en silencio.
A pesar de la lluvia que golpeaba las ventanas, el interior del orfanato ofrecía un refugio cálido. En la tranquilidad de aquel momento, bajo el manto de la oscuridad y las estrellas veladas por las nubes, las niñas se aferraban a una tenue esperanza. Juntas, sin saberlo, habían dado el primer paso hacia un nuevo comienzo.