El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, proyectando una luz cálida y anaranjada
sobre las tierras que rodeaban la Academia de Dragones de Eryndor. Liora,
montada en un carruaje sencillo, observaba cómo el paisaje cambiaba a su
alrededor. Los bosques espesos y verdes que había atravesado durante días
habían quedado atrás, y ahora la tierra se volvía más agreste y montañosa.
Rocas negras y afiladas emergían del suelo, cubiertas de musgo y plantas
resistentes que luchaban por sobrevivir. Las nubes en el cielo, oscuras y
cargadas, parecían anunciar una tormenta inminente. Era como si el mismo
entorno se preparara para el desafío que aguardaba más adelante.
A lo lejos, las imponentes torres de la Academia de Eryndor aparecieron en su campo de visión, majestuosas y amenazantes al mismo tiempo. Estaban construidas con piedra volcánica oscura, que absorbía la luz del sol, otorgándoles un aspecto sombrío y poderoso. A pesar de la distancia, Liora podía escuchar el eco de los
rugidos de los dragones, reverberando en el aire como truenos lejanos. Un escalofrío recorrió su columna, mezcla de emoción y nerviosismo. Este era el lugar con el que había soñado desde niña, pero la realidad de estar allí la golpeaba con una intensidad que no había anticipado.
"Estoy aquí", pensó, apretando los puños sobre su regazo. Había superado
obstáculos que otros ni siquiera podían imaginar para llegar a este punto. Su
madre, Aelira Falren, había sido una de las jinetes de dragón más legendarias
de Eryndor, una figura que todos en los reinos respetaban y admiraban. Su nombre estaba inscrito en las paredes de esta misma academia, su historia contada entre susurros en los pasillos. Pero Aelira también había muerto joven, caída en una de las batallas más feroces de las que se tenía registro. Su
dragón, Luminaris, un majestuoso ser de luz que iluminaba los cielos, había perecido junto a ella. Liora llevaba la carga de esa pérdida en su corazón, un dolor que aún no había sanado.
El carruaje se detuvo frente a las enormes puertas de hierro de la academia. Dos
guardias, vestidos con armaduras pesadas que brillaban con el reflejo del fuego
de las antorchas, se acercaron. Uno de ellos, un hombre de rostro curtido por la experiencia, examinó a Liora con una mirada penetrante antes de asentir y hacer una señal para que las puertas se abrieran.
Cuando el pesado portón crujió al abrirse, Liora bajó del carruaje, sus botas resonando
sobre las losas de piedra del suelo. Respiró hondo, llenando sus pulmones con
el aire fresco y ligeramente azufrado de Eryndor. Frente a ella, un gran patio
se extendía, rodeado de edificaciones que parecían más fortalezas que academias. Los estudiantes, vestidos con ropajes de distintos colores, simbolizando su especialización mágica, cruzaban el espacio con un aire de
importancia. Algunos caminaban en grupos, otros solos, pero todos parecían moverse con una confianza que a Liora le faltaba en ese momento.
Caminó hacia el centro del patio, observando cómo algunos estudiantes la miraban de
reojo, evaluándola. Era consciente de su simple vestimenta: una capa de lana
marrón, botas de cuero gastadas, y un cinturón que apenas sostenía una pequeña
bolsa con sus pocas pertenencias. Aunque su rostro reflejaba determinación, su
apariencia no tenía el brillo ni la elegancia de muchos de los que la rodeaban.
Pero ella no estaba allí por su linaje ni por su riqueza; estaba allí para probar que era digna de convertirse en una jinete de dragón, como su madre antes que ella.
Mientras avanzaba hacia el gran vestíbulo de entrada, algo llamó su atención. De entre
la multitud de estudiantes, una figura alta y elegante destacaba era Khael Renvier. Liora lo había reconocido al instante por los emblemas bordados en su
túnica de seda: el símbolo de la casa Renvier, una de las familias más antiguas
y poderosas de jinetes de dragones de hielo. Khael era todo lo contrario a Liora. Su cabello negro estaba perfectamente peinado, y sus ojos de un gris intenso irradiaban una frialdad que parecía congelar todo a su alrededor. Su
porte era imponente, y caminaba con una seguridad casi arrogante.
Cuando sus miradas se cruzaron, el desprecio en los ojos de Khael fue evidente. Una sonrisa burlona se formó en su rostro mientras la observaba de arriba abajo,
como si estuviera juzgando cada detalle de su apariencia. Liora sintió cómo la
sangre le subía a las mejillas, pero no apartó la vista. En su interior, algo se encendió. No iba a permitir que alguien como él la intimidara.
Khael se detuvo frente a ella, y durante unos segundos, ambos se midieron en silencio.
Finalmente, Khael habló con una voz suave pero llena de veneno.
—¿Así que tú eres la hija de Aelira Falren? —dijo, levantando una ceja—. Me sorprende que hayan permitido que alguien como tú pise los terrenos de la academia. Después
de todo, no todos los campesinos tienen la suerte de tener una madre famosa.
El comentario hirió más de lo que Liora había anticipado. Aunque sabía que habría
quienes la subestimarían por su origen humilde, enfrentarse a ello de manera
tan directa era difícil. Pero en lugar de dejar que el dolor la consumiera,
Liora canalizó su ira en determinación.
—Tal vez soy una campesina —replicó con calma, aunque su corazón latía con fuerza—. Pero también soy la hija de Aelira Falren. Y estoy aquí para demostrar que soy digna
de su legado.
Khael la observó en silencio durante un momento más, antes de soltar una pequeña
carcajada. Luego, sin decir más, se giró y siguió su camino, dejando a Liora
sola en el centro del patio. Sin embargo, sus palabras habían dejado una huella. A partir de ese momento, sabía que tendría que luchar no solo por su lugar en la academia, sino también por demostrar que era más que la hija de una leyenda. Y si eso significaba enfrentarse a nobles arrogantes como Khael
Renvier, entonces lo haría con todo el fuego que llevaba dentro.
La puerta del vestíbulo principal se abrió con un chirrido, y Liora se adentró en la
oscuridad del edificio. Los próximos días serían decisivos, y estaba lista para
enfrentar cualquier desafío que la academia le pusiera por delante.